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La posdemocracia neoliberal y las élites políticas

Eduardo Alvarado Espina
Por : Eduardo Alvarado Espina Doctorando en Ciencias Políticas. Máster en Relaciones Internacionales y Máster en Análisis Político
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En una sociedad estructurada por la posdemocracia neoliberal, la ciudadanía más activa tiende a rechazar los acuerdos de las élites, pero acaba acatándolos con resignación ante el alto costo de tiempo y dinero que conlleva enfrentarse al poder.


En el año 2007, la reconocida periodista Naomi Klein publicaba su archiconocido libro La Doctrina del Shock. En él desarrolla como columna vertebral el concepto de capitalismo del desastre, el cual resulta muy adecuado para describir la realidad social que se logra imponer a partir del Consenso de Washington en los años ochenta. Este es el proceso que el mundo comienza a visualizar con la globalización de las políticas neoliberales: una economía fundada en el desastre, ya sea este natural o provocado. Un modelo de vida que se expande como un mantra corporativo sustentado en la preferencia de las élites por una ideología hegemónica: el neoliberalismo.

Como bien argumentara Klein, para conseguir que las políticas liberalizadoras, el mercado y el poder corporativo determinaran la realidad de cada Estado-nación que “acogiese” esta doctrina, se requería de “ajustes” económicos que difícilmente serían aceptados en un sistema político abierto y plural. Por este motivo, el miedo y el trauma colectivo fueron el acompañamiento ideal para implantarlos. Así, para ejecutar el plan neoliberal, se escogieron contextos sociales que estaban bajo el control de una dictadura (Latinoamérica); que se encontraban en pleno proceso de cambio político (Europa del Este); o que fueron sacudidos por desastres naturales (New Orleans). La conmoción fue la regla de oro para impulsar transformaciones sociales que hicieran irrelevante la democracia como sistema y, por añadidura, las demandas de los ciudadanos. En la actualidad ha bastado con provocar alguna crisis económica que permita precarizar el trabajo, abaratar el despido y aumentar la desregulación financiera para conseguirlo (Sur de Europa).

[cita]En una sociedad estructurada por la posdemocracia neoliberal, la ciudadanía más activa tiende a rechazar los acuerdos de las élites, pero acaba acatándolos con resignación ante el alto costo de tiempo y dinero que conlleva enfrentarse al poder.[/cita]

En Chile, primer experimento trágico de estas concepciones radicales –la absurda idea de la economía como obra de la naturaleza–, se ha hecho un recorrido hacia atrás en el ciclo democrático de la posguerra, para convertirlo en el vivo retrato de la parábola democrática que caracteriza a la posdemocracia de C. Crouch (2004). La dictadura militar no sólo defenestró casi cuarenta años de poliarquía –aunque fuera el oxímoron de la democracia liberal– sino también impuso, por medio de la fuerza y el terror, un sistema socioeconómico que profundizó la desigualdad, y que volvió a privilegiar el acuerdo de las élites, otorgando sentido de Estado a los intereses corporativos. De esta manera, los ciudadanos no cuentan en el resultado final del proceso político, y menos del económico. Dentro del marco que define a la posdemocracia las instituciones democráticas liberales mantienen su vigencia, pero solo nominalmente. Como señala Jörke (2008), en una posdemocracia hay elecciones periódicas, separación de poderes, representantes políticos y libertad de expresión, pero las verdaderas decisiones se toman en espacios opacos  que escapan al control institucional de la democracia. O como denunciara C. Offe (1990), los principales acuerdos institucionales ya no provienen del consenso democrático, sino de negociaciones informales de grupos escasamente legitimados. Así, el país se ha consolidado, durante las últimas cuatro décadas, como una triste vanguardia de la despolitización y la estigmatización social de las clases medias y bajas. Una realidad que condensa su explicación en lo que he denominado posdemocracia neoliberal.

Los últimos sucesos de corrupción –una bien escondida realidad– nos proyectan un modus procedendi que no es ni casual, ni responde exclusivamente al comportamiento de un grupo de individuos que un día cualquiera decidieron saltarse todas las reglas básicas del Estado de derecho y la ética. Tampoco es otro signo revelador –aunque también– de la inexistente igualdad política entre ciudadanos de distintas clases sociales que consagró el pacto de élites de la transición. No, no es solo eso. Este es un sistema de convivencia construido para que todo funcione de acuerdo a los anacrónicos fines de la oligarquía chilena. ¿Y cuáles son estos? En primer lugar, el mantenimiento del orden público –aumento de dotación de policías, regulación de las protestas, ley de seguridad interior del Estado. Nadie «tiene derecho a quejarse» cuando se vive en un paraíso material como el chileno, ¿no? En segundo lugar, la protección del derecho de propiedad, entendido como la facultad para acumular bienes y capital sin ningún tipo de limitación, contando con el amparo del Estado para ello. Y en tercer lugar, que es la suma de los otros dos, mantener una posición de dominación social y de control sobre el poder político. Estos tres aspectos fueron los que la dictadura de Pinochet reinsertó como objetivos de la sociedad, a través de su propuesta institucional totalizante –la Constitución de 1980–, y que los pactos de la transición no hicieron más que consolidar en su formato de democracia electoral.

En una sociedad estructurada por la posdemocracia neoliberal, la ciudadanía más activa tiende a rechazar los acuerdos de las élites, pero acaba acatándolos con resignación ante el alto costo de tiempo y dinero que conlleva enfrentarse al poder. Algo que en un sistema democrático fundado en la igualdad política sería impensable, en el nuestro se convierte en la regla general. No existe posibilidad de cambio democrático real porque las instituciones no responden a la lógica del gobierno del pueblo, ni siquiera a la voluntad general de la población, sino a los intereses de las élites corporativas. Las mismas que pagan las campañas, regalan viajes, o hacen donativos a fundaciones o a familiares de la élite política. Así, sus egoístas intereses sirven para corromper a políticos que colocan precio a su estatus; un precio que a los grandes empresarios les resulta beneficioso pagar. En términos más concretos, los casos Penta, Caval y Soquimich no son más que la expresión gráfica del funcionamiento del sistema posdemocrático neoliberal. Los candidatos de los partidos tradicionales, en liza en cada contienda electoral, son parte de un entramado de privilegios y contubernios de intereses que necesita legitimarse con el voto de los ciudadanos. Por tanto, no tiene nada de extraño que por las oficinas del poder corporativo nacional –y extranjero– circule lo más variopinto de la clase política, sin importar su denominación ideológica de origen.

Para la posdemocracia neoliberal la sociedad funciona mientras haya crecimiento económico y se realicen elecciones periódicas. Lo primero colabora en un mayor enriquecimiento de los ya ricos, mientras que lo segundo es útil para mantener la mascarada –la ilusión democrática– en cuanto a que la última palabra la tienen los ciudadanos individualmente. A esto se agrega que la desigualdad social es entendida como algo natural y no como lo que realmente es: una distribución de posiciones materiales cuyo origen se encuentra en decisiones exclusivamente humanas. No es un estado de naturaleza sino un orden material de cuño ideológico. Y es en este punto cuando la política debería jugar un rol estelar para un mejor reparto de las cargas y los riesgos entre ricos y pobres, donde todo falla. Porque la política, en la era posdemocrática, deja de tener sentido de cambio para los sectores populares; el sistema político se cierra ante las demandas sociales, como bien apunta D. Altman (2015) en su artículo “Un Podemos en el cono sur”, sin llegar a darles ninguna salida institucional. Esto, por otra parte, deviene en la baja legitimidad de la representación política que tienen el Congreso y la Presidencia de la República en el último tiempo. La desafección ha crecido a tal punto, que uno de cada dos chilenos en edad para votar no concurrió a las últimas elecciones de 2013.

De este modo, en Chile se puede presumir de consensos y acuerdos para mantener la estabilidad de las elites. El sistema funciona muy bien para que ello sea así. No requiere de legitimidad ni de una gran participación de la ciudadanía para poder funcionar. En la era de la posdemocracia neoliberal el sistema político no necesita asegurar derechos sociales para validarse, como tampoco hacer efectivas las propuestas electorales que van contra los intereses corporativos. No hay necesidad de hacerlo, porque el control de la política no lo tiene el demos, sino el dinero de quienes hacen bailar al monito.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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