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¿Otra oportunidad perdida?

Pablo Salvat
Por : Pablo Salvat Profesor del Departamento Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Alberto Hurtado.
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Por eso mismo,  con más o menos anuncios, con nuevos o viejos ministros  u “hombres de Estado” -como pomposamente se autodefinen algunos-,  no hay que ser muy “lince” para barruntar que  nada cambiará demasiado, la verdad sea dicha.  Salvo en el oropel y el arreglo escenarial. 


Ni los anuncios de la Presidenta, a partir de las recomendaciones de la Comisión Anticorrupción, ni el cambio de gabinete podrán solucionar de veras la crisis de legitimidad que se está viviendo en el campo económico y político en el país.  Hay que decirlo: los medios de comunicación, controlados casi todos por el poder financiero-empresarial (de derecha y agradecido del pinochetismo), han logrado posicionar la idea de que el único cuestionamiento por abusos y corrupción correspondería a los antes llamados “señores políticos”. Y que, por tanto, el propio poder financiero y empresarial concentrado en pocas manos, nada tiene que ver.

Usted sabe que para que exista corrupción o actos similares se necesitan siempre al menos dos: alguien que corrompe y alguien que se deja corromper, por los motivos que sea. Pero, claro, la derecha empresarial es un poder fáctico. No los hemos elegido. También han logrado ocultar bien, esos medios y periodistas, las formas de corruptela en el Ejército que dirigía don Augusto: la Corte de Apelaciones acaba de condenar a varios altos ex oficiales, y calcula en más de 6 millones de dólares los montos malversados a favor del Capitán General.

Como se va viendo, es el conjunto de las instituciones, dentro y fuera del Estado, el que se ha visto corrompido por el virus del neoliberalismo y sus prácticas mercantilizadoras.  No se trata de actuaciones de individuos aislados y malévolos. Lo sabemos, hemos pasado hace rato de una economía de mercado a una sociedad de mercado, protegida  por la Constitución del 80 “parchada”.

Por eso mismo, con más o menos anuncios, con nuevos o viejos ministros u “hombres de Estado” –como pomposamente se autodefinen algunos–, no hay que ser muy “lince” para barruntar que nada cambiará demasiado, la verdad sea dicha. Salvo en el oropel y el arreglo escenarial. Los límites de lo posible entre nosotros están fijados hace ya tiempo y residen en la religión del modelo neoliberal y el mantra del crecimiento desde antes de los 90.

[cita]Por eso mismo, con más o menos anuncios, con nuevos o viejos ministros u “hombres de Estado” –como pomposamente se autodefinen algunos–, no hay que ser muy “lince” para barruntar que nada cambiará demasiado, la verdad sea dicha. Salvo en el oropel y el arreglo escenarial. [/cita]

Con más o menos penas judiciales; con más o menos normas restrictivas; con más o menos reinscripción de militantes de partidos, la vida nuestra de cada día seguirá igual.

Es decir, seguiremos  sin tener acceso a una salud como derecho y óptima en su prestación, una salud segura, puntual; seguiremos sin tener acceso a otro tipo de educación y cultura, más republicano y no mediado por las posibilidades del bolsillo, los apellidos o el puro adorno propagandístico. Seguiremos sin tener un buen transporte público, que no sea ese engendro público-privado, sino, de una vez, público-público. Seguiremos, sin poder aspirar a pensiones dignas después de una vida de trabajo (los que han tenido la suerte de tenerlo). Seguiremos sin poder cumplir con el reclamo de un derecho a un trabajo decente, como lo sostiene la OIT, por ejemplo.

Tampoco, muy probablemente, tendremos una buena reforma laboral, es decir, una que se juegue por los derechos de la mayoría que trabaja, por la vida humana, en primer lugar, y no por el capital y sus intereses. Una que, entre otras cosas, acceda a la negociación por ramas, y elimine la causal de despidos por “necesidades de la empresa”, creatura del Plan laboral. ¿Seguirán esperando un trato digno los ex presos políticos de la dictadura o el pueblo mapuche? Y, quizás lo más importante de todo, seguiremos teniendo una pseudodemocracia protegida. Es decir, seguiremos sin poder determinar  y diseñar, de forma autónoma y libre, la sociedad y las instituciones que queremos. ¡Qué demócratas son los nuestros, lector/lectora, eh?

Le temen al pueblo. A la sociedad. Que reflexione, delibere, participe, se organice y decida sobre su propio destino. No pues. Este pueblo y esta sociedad son incapaces. Menor de edad, irracional. Mire que demandar una sociedad justa. Mire que pedir más igualdad. Más libertad y fraternidad recíproca. Mire que aspirar a mejores salarios. El duopolio de la política, de la prensa, y aquellos que concentran el poder económico-financiero, no creen para nada en la famosa aserción de A. Lincoln cuando decía que  democracia era el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Creen en ellos mismos no más.  Y además, ¡pretenden que los financiemos! ¿Moralizar el capitalismo y el mercado? Por favor, esa es una tarea imposible. Son en sí mismos inmorales: están al servicio de una minoría enriquecida; instrumentalizan a los trabajadores; niegan nuestra autonomía; depredan el medio ambiente; niegan derechos a los pueblos originarios, etc.

Más que pedir moralización, lo que necesitaríamos sería la supresión del actual estado de cosas. Es decir, abrir paso a una nueva Constitución y a una nueva figura de sociedad. Cualquiera fuese la dificultad de esta tarea.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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