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Joven enfermo mata estudiantes Opinión

Joven enfermo mata estudiantes

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Rodrigo Larraín
Por : Rodrigo Larraín Sociólogo. Académico de la Universidad Central
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Si el diagnóstico de la educación es malo, la salud lo mismo, la inflación crece, el transporte urbano es indigno y las élites políticas se aprecian desconectadas de la sociedad, se está incubando no un populismo, como dicen especialistas obsesionados con Venezuela, sino que se está legitimando un pensamiento fascista.


El asesinato de dos jóvenes en Valparaíso luego de la marcha del 14 de mayo ha suscitado diversas manifestaciones de repudio; pero a la hora de asignar causas –excluyendo la causa moral, ya que el asesino es una persona mala– se dice que el crimen fue obra de un enfermo. Quizás debido a mi débil formación en psicología, creo que la causa es sociohistórica. Arrastrado por mi interés en la obra de Walter Benjamin, mientras estudiaba en la Flacso, comencé a leer sobre su contexto social, la República de Weimar, y cómo en ella se fueron creando las condiciones para el ascenso del nazifascismo. Creo que ello nos puede servir para explicar este crimen.

Recordemos que vivimos una experiencia de fascismo entre nosotros –aunque se empeñen algunos en rebajarlo y sólo llamarlo autoritarismo– y que hasta el final tuvo partidarios y, aunque extravagantes, todavía tiene defensores. Pero es fácil observar entre nosotros sus rasgos fundamentales: desprecio de la democracia, del humanismo y de todos los demás valores modernos.

La sensación en la Alemania prehitleriana era de decadencia del orden cultural, social, judicial familiar y, casi al final, político. No era el poder lo que se discutía, sino cómo vivir el día a día. Sin el hambre, la inflación y el desempleo de tanto soldado desmovilizado, no habría fructificado la prédica de los nazis. Junto a lo ocurrido en Alemania, entre paréntesis irían los símiles chilenos.

Analicemos algunas similitudes. La prensa biempensante de aquella época expresaba la debacle moral de la sociedad alemana en la entrega territorial de Alsacia y Lorena y otros territorios, algo que también pesa bastante en Chile: hasta hace un tiempo un ministro se disponía a dar mar a Bolivia y hoy cambió de parecer. Ante el aumento de los delitos y la inseguridad, el pueblo alemán se quejaba de que no había justicia y empezó a pensar en un campo de concentración de indeseables, ese es el origen de Dachau.

La explotación de los pobres, en que los salarios eran bajísimos. En Chile: el subempleo, la falta de derechos laborales, la precarización del trabajo y la falta de condiciones laborales mínimas. Las trampas de los negociantes de distinto pelaje, la colusión entre empresarios, como los de las farmacias. La deshonestidad pública y privada. En Chile: el financiamiento turbio de la política, la exacción de impuestos, la retención indebida de los dineros previsionales. Las alabanzas públicas de la inmoralidad y la crisis de las costumbres, nuestra farándula que cada vez va un poco más allá. La degeneración pública expresada en el consumo de drogas, allá en Alemania el consumo de heroína, opio y absenta. En Chile, la cocaína, la marihuana y los alcoholes de toda clase. La destrucción de la familia, el abandono de los hijos. En nuestro país: la falta de una política de población y de ayudas concretas y eficientes a los matrimonios jóvenes, etcétera. La gran diferencia es que en nuestras calles no hay mendigos que sean mutilados de guerra. Aunque allá y acá se pide orden y, sobre todo, detener la crisis espiritual.

Alemania quería un Estado fuerte que protegiese a los verdaderos alemanes. También entre nosotros y, en ambos casos, muchos no quieren inmigrantes. Se veía que el sentido de país se estaba extinguiendo, como en Chile quizás. Eso es una crisis espiritual. La sensación entre nosotros, no sin bastante razón, es que las instituciones no funcionan como sostuvo el sabio presidente. El compromiso ciudadano se ha adelgazado al mínimo y los votantes disminuyen con cada elección. Se ha instalado una cultura del reclamo, lo que algunos llaman empoderamiento no lo es, ya que ningún poder le ha sido traspasado a la gente, eso es sólo una población refunfuñona.

¿Por qué es una crisis espiritual? Porque no hay un conjunto de valores compartidos y vistos como superiores que nos aglutinen como sociedad. Las personas sienten que los delincuentes se han tomado las calles y están a punto de asaltarnos en nuestras propias casas, que si los detienen saldrán inmediatamente sin pasar siquiera por la cárcel, que estamos en la indefensión. La población quiere penas más severas, incluida la pena de muerte, que los reos trabajen y que no haya que mantenerlos, basta sólo unas vueltas en taxi para conversar el tema. En una sociedad individualista, en que uno tiene que preocuparse de uno mismo, “rascarse con las propias uñas”, se termina legitimando el que la defensa y la seguridad corren por cuenta propia, ya que se piensa que no habrá ningún policía que nos socorra, ni ningún tribunal que haga justicia. Además que la gente común considera que los derechos corren únicamente para los grupos indeseables.

De lo anterior nace la desconfianza respecto al Poder Judicial, al Parlamento que hace malas leyes, que trabaja mal y poco, la sospecha sobre los actos del Gobierno. En suma, el desprecio a los poderes del Estado. Allí radica, finalmente, el poco valor que se le da a la democracia como régimen, y a la tolerancia y el humanismo como formas de vida. El Informe del PNUD de 2013 decía que la democracia era valorada por el 63% de la población, pero la desconfianza respecto de las instituciones caía drásticamente. No sabemos hoy cómo está la cifra, pero todo indicaría que a la baja.

Si el diagnóstico de la educación es malo, la salud lo mismo, la inflación crece, el transporte urbano es indigno y las élites políticas se aprecian desconectadas de la sociedad, se está incubando no un populismo, como dicen especialistas obsesionados con Venezuela, sino que se está legitimando un pensamiento fascista que se caracteriza por: la restauración del sentido patriótico que puede conducir al nacionalismo, tal vez no expansionismo, pero sí a la defensa del territorio por medios más enérgicos; aumento del gasto bélico; medidas contra inmigrantes; aumento del rol policial y sus poderes, incluso se puede aceptar la disminución de garantías individuales para obtener seguridad; mesianismo político; un poco de militarismo civil; rechazo de la argumentación racional y valorización de la emoción y la fuerza; contramodernismo (segregación y diferencialismo exagerados, que ya vemos en Chile como respeto a la diversidad, olvidando que la modernidad es mestiza); unidad a cualquier precio frente a tanta diferencia; explotación de la frustración individual y los miedos masivos.

Para allá se empuja a la sociedad, como se decía en un servicio público donde trabajé. La política tiene dos fines: uno serio que responde a las necesidades de la gente, las canaliza y les da forma como acciones y, lo otro, es el “pichangueo”, hacer creer que se hacen cosas serias, que al final son irrelevantes.

No está de más recordar que el fascismo tiene un particular gusto por resolver problemas con la muerte, por ello es un antihumanismo que ya nos llegó y se aceptó como algo “normal”. Se valora estar armado y, en caso de sentirme atacado, me defiendo y mato, incluso para que no me rayen la casa con un grafiti. Una forma de defender la propiedad. Los sicarios que ajustan cuentas son otra forma de la cultura de la muerte. Aunque más vergonzoso y el colmo de la inhumanidad, es matar fetos que se ven como un problema. Es inhumano, porque hemos llegado a un grado de decadencia en que se discute, como si nada, el homicidio de inocentes. El asesinato de los estudiantes porteños no es resultado de ninguna enfermedad, es que el fascismo ya llegó y no se le quiere ver.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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