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Capitalismo neoliberal: mercadocracia versus democracia Opinión

Capitalismo neoliberal: mercadocracia versus democracia

Jaime Vieyra-Poseck
Por : Jaime Vieyra-Poseck Antropólogo social y periodista científico
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La desnaturalización de la representatividad democrática por la mercadocracia, ha sido tan corrosiva como letal para los derechos sociales y económicos más esenciales de los ciudadanos que un Estado democrático debe garantizar: salud y educación de calidad y universal. Derechos elementales, pero que la mercadocracia es incapaz de garantizar.


El concepto mercadocracia es un neologismo para explicar el sistema que ha creado el neoliberalismo, que podríamos definir como una minoría con hegemonía económica que ejerce el poder de facto sobre todas las instituciones del Estado y desnaturaliza la representatividad democrática de las mayorías.

En rigor, la mercadocracia ya tiene más de treinta años de existencia desde que Ronald Reagan y Margaret Thatcher implementaran el neoliberalismo a principios de la década del 80. En el caso chileno, se impuso en la segunda mitad de los 70, manu militari, por la dictadura de Augusto Pinochet, inaugurando un nuevo paradigma económico en el mundo.

En dos palabras, el neoliberalismo es la minimización obsesiva del Estado, institución esencial de la democracia liberal que gestiona el bien común, hasta convertirlo en un entidad anoréxica con una sola finalidad: resguardar los intereses corporativistas del mercado. El neoliberalismo ortodoxo, como el chileno bajo la dictadura, privatiza los servicios públicos estatales: educación, salud, pensiones, etc., y maximaliza  la esfera privada hasta convertirla en el Poder, con mayúscula, que controla y regula toda la actividad económica, política y social, restringiendo la democracia del Estado liberal hasta ser reemplazada por una mercadocracia corporativista protectora de políticas de derecha –que ha santificado a este modelo– como receta económica y social única.

Ahora bien, sin entrar en detalles sobre las causas y efectos de las crisis financieras y de corrupciones apocalípticas sistémicas sintomáticas del neoliberalismo mercadocrático en el mundo, lo que me interesa aquí es destacar un efecto muy poco explorado y que es tan o más determinante que los demás: el trastorno del sistema democrático liberal bajo el neoliberalismo por la imposición de facto de la mercadocracia.

[cita] Así pues, la consecuencia más tangible de la mercadocracia en más de treinta años de existencia, ha sido, en los países desarrollados, la gradual privatización y desconstrucción de la Sociedad del Bienestar, reduciendo al Estado y, en los países emergentes como Chile, la obstrucción deliberada y sistemática en su construcción, como se comprueba en el Gobierno reformista de Michelle Bachelet; desestimando, en los dos casos, el consenso transversal de que la Sociedad del Bienestar es la mejor infraestructura de justicia social, hasta ahora conocida, para vertebrar sólidamente la cohesión y la paz sociales. [/cita]

La desnaturalización de la representatividad democrática por la mercadocracia, ha sido tan corrosiva como letal para los derechos sociales y económicos más esenciales de los ciudadanos que un Estado democrático debe  garantizar: salud y educación de calidad y universal. Derechos elementales, pero que la mercadocracia es incapaz de garantizar.

El colapso de estos derechos, columna vertebral de la democracia liberal que nace con la Ilustración, ha dejado al Estado democrático desautorizado de la confianza pública. La democracia se erosiona temerariamente por perder el Estado su capacidad de distribuir los derechos garantizados, arrojando a la democracia a una crisis sistémica de credibilidad y legitimidad crónica. Lo que está en juego, en última instancia, es la tradición del pensamiento liberal ilustrado: la democracia, la igualdad y la fraternidad, que ha sido el vivero del progresismo democrático durante los dos últimos siglos.

Por otra parte, el crecimiento permanente de la economía que promueve el neoliberalismo mercadocrático para provocar, según este sistema, el “chorreo” de la riqueza a las capas bajas, no es real: si se  produce es por la implementación de políticas públicas de equidad gestionadas desde la esfera política. Lo que sin duda sí se ha producido, es una acumulación de riqueza sin precedentes en pocos conglomerados económicos, creando una desigualdad de dimensiones inéditas en detrimento de las grandes mayorías.

Así pues, la consecuencia más tangible de la mercadocracia en más de treinta años de existencia, ha sido, en los países desarrollados, la gradual privatización y desconstrucción de la Sociedad del Bienestar, reduciendo al Estado y, en los países emergentes como Chile, la obstrucción deliberada y sistemática en su construcción, como se comprueba en el Gobierno reformista de Michelle Bachelet; desestimando, en los dos casos, el consenso transversal de que la Sociedad del Bienestar es la mejor infraestructura de justicia social, hasta ahora conocida, para vertebrar sólidamente la cohesión y la paz sociales.

La imposición de facto de la mercadocracia, ha encendido todas las luces rojas en las izquierdas y en las derechas liberales. La conclusión es que el neoliberalismo y su mercadocracia no es un renacimiento del liberalismo ilustrado, como planteó la derecha en un momento y las izquierdas no lograron refutar, sino su aniquilación, y es, más bien, una patología del liberalismo ilustrado.

En efecto, los resultados generales de este sistema no son alentadores. Pero la realidad no es nunca tan simple y esto hay que matizarlo. Porque si estamos hablando de repartición de la riqueza, es porque el neoliberalismo la ha producido en un volumen sin parangón y en tan poco tiempo. No obstante, este sistema fulmina la democracia reemplazándola por la mercadocracia de facto; crea una desigualdad social de dimensiones inimaginables, y su modus operandi tiende a una corrupción sistémica, provocando crisis como la de 2008 en EE.UU. y la europea de la zona euro.

Y los datos hablan por sí solos. Según un estudio presentado el 15 de junio de 2015 por el Fondo Monetario Internacional (FMI), una institución no precisamente de tendencia izquierdista, el 1% de la población más rica del planeta concentra el 50% de la riqueza global y, advierte, en concordancia con la OCDE, que la cesantía y el bajo poder sindical aumentan la desigualdad social, atrofiando el crecimiento económico y, por último, alertan respecto a que la brecha entre ricos y pobres lastra el PIB  mundial (y local).

El caso chileno confirma al FMI y a la OCDE: el 1,11% más pudiente se lleva el 57,7% del ingreso total del país, mientras el 98,8% de la población recibe sólo el 42,3% de la totalidad del ingreso (R. López, E. Figueroa, P. Gutiérrez, La ‘parte del león’ (…), Universidad de Chile: 2013). Esta desigualdad a nivel mundial y local ha producido bolsas gigantescas de “pobreza dura”, los cesantes sin ingreso alguno; y de “pobreza relativa”, los que teniendo trabajo viven por debajo o al borde del umbral de la pobreza (A. Sanfuentes, Debates acerca de la pobreza «dura». CES. Chile: 2004).

En Chile el 70% de la población vive bordeando la pobreza relativa por recibir un sueldo por debajo de 426.000 pesos/mes, mientras el 11% sufre la pobreza dura. La reforma laboral de Bachelet otorga a la negociación colectiva el rol esencial para mejoras salariales, acogiendo la recomendación del FMI y de la OCDE para potenciar el sindicalismo y así minimizar la desigualdad y, además, mejorar el desarrollo económico. Sin embargo, y verificando lo antes expuesto, la derecha neoliberal chilena está obstruyendo sistemáticamente esta reforma laboral.

Para corregir esta desigualdad insostenible, los ciudadanos exigen no sólo la gobernanza global de una democracia participativa, sino también el control político del mercado desregulado y su mercadocracia de facto. Y, obviamente, se exige la sanción punitiva a los tiburones de cuello blanco, corruptos o no, de las Wall Streets mundiales que institucionalizan la corrupción y la desigualdad a favor del 1% de la población y en perjuicio del 99%. La tarta se crea entre todos/as y entre todas/os debe ser repartida.

Chile, en especial, exige además que las cúpulas de los grandes conglomerados económicos que han financiado la corrupción corrompiendo la actividad empresarial y política, deban ser aisladas y sancionadas severamente para detener la estigmatización de la actividad empresarial y política, y así poder regenerarlas.

Si las crisis tienen un componente positivo, toda vez que ofrecen una oportunidad de cambio que, en el mejor de los casos, puede ser beneficioso para una renovación de la democracia, la devastadora crisis política de credibilidad y legitimidad que padece Chile en este momento, es la gran ocasión. La inclusión en la administración Bachelet de una quinta reforma estructural –junto a las tributaria, educacional, laboral y constitucional–, la Agenda por la Probidad que, entre otros ítems, propone el financiamiento estatal de la política y el fin del proveniente del empresariado, ya ha recibido apoyo transversal en las dos Cámaras. Sin duda, la regeneración de la probidad en Chile pasa por la aprobación integral de esta Agenda por la Probidad.

Las otras cuatro reformas estructurales democratizan el sistema tributario, educacional, los derechos laborales y la institucionalidad –con el diseño de una nueva Constitución–, y cambian parámetros excluyentes importantes del sistema neoliberal chileno. La plasmación de estas reformas mejora la distribución de la riqueza y del poder, abriendo otro ciclo político y económico con más cohesión y justicia social, garantizando la paz social.

Pero para alcanzar ese nuevo ciclo, en Chile, y en el mundo, habrá que parafrasear la máxima del gurú del neoliberalismo mercadocrático, Ronald Reagan, «el estado no es la solución, sino el problema», por «el mercado (desregulado y su mercadocracia) no es la solución, sino el problema».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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