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Forestar la ciudad: ¿bravura o bravata?

Alejandra Vargas y Gonzalo Cáceres
Por : Alejandra Vargas y Gonzalo Cáceres Por Alejandra Vargas, Académica de la Escuela de Agronomía, Pontificia Universidad Católica de Chile y Gonzalo Cáceres, Académico del Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales, Pontificia Universidad Católica de Chile e investigador del Centro de Desarrollo Urbano Sustentable (CEDEUS).
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Alerta, preemergencia o emergencia ambiental. Mientras crece la nómina de ciudades chilenas con episodios críticos de contaminación atmosférica, el centro urbano más populoso del país transita cotidiana y casi ritualmente por alguno de esos tres estados. Hace décadas, un menoscabo tan dañino, Santiago lo compartía con Chuquicamata, Rancagua o Quintero, pero no existían mediciones para todas esas localidades o no eran del todo exigentes. Al día de hoy, a las ciudades estacionalmente afectadas como Osorno, Temuco, Los Angeles, Chillán, Linares y Talca, junto a la ya mencionada Rancagua, es posible agregar, por fuera del Valle Central, a Coronel, Valdivia y, muy especialmente, Coyhaique.

En el caso del Área Metropolitana de Santiago y gracias al registro obtenido por las estaciones de monitoreo, sabemos que la contaminación del aire exhibe una distribución afín a la geografía socioeconómica. Sumamente concentrada en el Oeste y muchísimo menos acusada en el Este, los muestreos permiten concluir que respirar en Pudahuel, Cerro Navia o Quilicura es una obligación riesgosa. Pero, ¿qué hacer para remitirla? Y, conectado con lo anterior, ¿qué dicen las fuentes oficiales sobre cómo encararla?

En un instructivo emanado por la  propia Intendencia de la Región Metropolitana de Santiago, se sugiere plantar árboles para paliar la descontaminación. Muchas interrogantes surgen de inmediato. Entre otras: ¿reduce la polución hacerlo aunque se trate de acciones individuales y descoordinadas?, ¿todas las especies descontaminan por igual o las hay particularmente idóneas?, ¿qué prevenciones es necesario tener para seleccionar las localizaciones donde van a crecer los nuevos ejemplares? y ¿qué tan determinante es la talla, la raíz, el suelo y también el regadío para la sobrevida de los árboles cuidadosamente plantados?

[cita] Santiago, lo mismo que muchos centros urbanos chilenos, dispone de una población arbórea altamente segregada. Lo consensuado del diagnóstico se corrobora en la cíclica presentación de iniciativas de forestación que se justifican en la cantidad de veces en que la cobertura arbórea de Vitacura supera a la de San Ramón o en la de La Reina respecto de Pudahuel. Pero, ¿han surtido efecto las publicitadas iniciativas de arborización, especialmente las que descansan en donaciones y plantaciones masivas? [/cita]

Recordémoslo, los árboles tienen la capacidad de almacenar y secuestrar dióxido de carbono –que en exceso es contaminante– y utilizarlo en sus procesos metabólicos. Además, estos pueden capturar el polvo en suspensión a través de sus hojas, lo que no significa que absorban dicho material particulado, sino que solamente lo captan del aire y lo precipitan al suelo. Estas cualidades son especialmente útiles en invierno, cuando se elevan los índices de contaminación, siempre y cuando estos árboles sean perennes, es decir, que mantengan sus hojas durante todo el año.

Sin embargo, los servicios ecosistémicos mencionados, solo producen resultados significativos cuando los ejemplares están en su etapa adulta y forman parte de un sistema arbóreo. En consecuencia, el efecto «purificador» cobra fuerza en presencia de un conjunto de árboles longevos y disminuye con ejemplares jóvenes y espacialmente distantes. En este punto es importante preguntarse: ¿con cuántos árboles veteranos y agrupados nos encontramos en la ciudad, muy especialmente en sus espacios públicos? y ¿qué parques, plazas, plazoletas, avenidas, calles o pasajes gozan de una «bóveda» formada por árboles?

Observada la ciudad pública, Santiago, lo mismo que muchos centros urbanos chilenos, dispone de una población arbórea altamente segregada. Lo consensuado del diagnóstico se corrobora en la cíclica presentación de iniciativas de forestación que se justifican en la cantidad de veces en que la cobertura arbórea de Vitacura supera a la de San Ramón o en la de La Reina respecto de Pudahuel. Pero, ¿han surtido efecto las publicitadas iniciativas de arborización, especialmente las que descansan en donaciones y plantaciones masivas?

Salvo contadas excepciones, los ejemplares obsequiados en el marco de campañas, mueren antes de llegar a ser adultos. ¿Por qué fallecen? Muchos son los factores explicativos, pero hay tres que ayudan a entender un fracaso poco discutido.

En primer lugar, la inadecuada selección de las especies escogidas por su capacidad para formar una nueva cubierta vegetacional. El criterio de creación, diseño y mantención de áreas verdes en Santiago casi siempre ha privilegiado patrones europeos o norteamericanos. Los primeros parques que se construyeron en Chile fueron diseñados por paisajistas franceses e ingleses, que trataban de reproducir localmente parajes europeos. Se introdujeron especies vegetales exóticas, algunas de ellas se adaptaron muy bien y se convirtieron en parte del entorno citadino, pero muchas otras se han visto fuertemente afectadas por la aridez del clima, y han requerido cuidados y sistemas de riego artificial, sumamente onerosos. ¿Cuántos municipios pueden cuidar una vegetación no endémica demandante de grandes solicitaciones?

En segundo lugar, la disposición de ejemplares sin plan ni concierto. Los árboles provenientes de los viveros no solo deben contar con atributos intrínsecos –muy especialmente talla– para sobrevivir en el medio citadino, además, deben ser plantados con técnicas que les permitan desarrollar un sistema radicular en un suelo empobrecido y altamente compactado. Desconocer la difícil inserción de árboles en la ciudad construida, es equivalente a olvidar las dificultades que la urbanización le impone al proceso natural de regeneración vegetal y que se expresa, en el caso de Santiago, en una disminución de los tamaños de los árboles.

En tercer lugar, la inexistencia de programas públicos de arborización urbana que incluyan los conocimientos técnicos de las universidades, la operatividad y gestión de las ONGs, pero muy especialmente la labor de monitoreo y cuidado que las comunidades son capaces de otorgar. Donde las iniciativas y responsabilidades estén alineadas bajo un plan maestro de urbanización que reconozca que la infraestructura verde es tan importante como la infraestructura viaria, y que además es un derecho ciudadano, por lo que se debe asegurar el acceso y distribución equitativa sobre el territorio.

El trinomio que se requiere para conseguirlo es largamente conocido. Se necesita institucionalidad, financiamiento –no solo para la implementación de acciones sino que también para su mantención a mediano plazo– y recursos humanos calificados para transitar de campañas sin políticas a políticas con campañas.

Los magros resultados de las iniciativas fiscales de forestación urbana desnudan la falta de planeamiento. La debilidad institucional nos recuerda algo obvio: (re)forestar la ciudad pública ya no necesita más bravatas, necesita bravura.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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