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La revolución abstracta y la nueva Constitución

Renato Cristi
Por : Renato Cristi PhD. Professor Emeritus, Department of Philosophy, Wilfrid Laurier University.
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En su decisiva y esclarecedora columna, Miguel Vatter objeta mi uso de la teoría jurídica y política de Schmitt para interpretar el decurso de la historia constitucional de Chile. Examino aquí dos aspectos de su argumentación: 1) Vatter rechaza lo que considera es “el dualismo ilusorio y tramposo entre revolución y legalidad introducido por Schmitt en la teoría y práctica constitucional”; piensa que solo mediante tal rechazo sería posible promulgar una nueva Constitución ajustada al ideal republicano; 2) adhiere, para este efecto, al argumento de Fernando Atria en favor de una asamblea constituyente, un proceso que no escinde revolución y legalidad, sino más bien se aproxima a lo que sería una revolución legal.

1) Me parece que introducir el tema del republicanismo en defensa de la legalidad es una buena decisión de su parte. Algernon Sidney, un prócer republicano, afirma que “no hay otro poder que el que permite la legalidad.” Junto con él, los republicanos ingleses del siglo XVII, enfatizan la acción legislativa, y no le otorgan prerrogativa al Ejecutivo. Inspirados en Sidney y la tradición Whig, los Anti-Federalistas en Estados Unidos, exaltan la legalidad y elecciones frecuentes para subordinar el Poder Ejecutivo al Legislativo. Al igual que Vatter, estos republicanos se oponen al dualismo entre revolución y legalidad. La legitimidad debe quedar supeditada a la legalidad.

La función principal de la legalidad es asegurar el orden, la estabilidad y la certeza. La legalidad manifiesta el imperio de la razón y favorece la deliberación reflexiva. Las leyes toman en consideración la generalidad de los casos, pero necesariamente abstraen del detalle contingente, excepcional y concreto. Esta racionalidad milita en contra de la flexibilidad, velocidad y expedición requerida en situaciones de emergencia. En procesos revolucionarios súbitos e inesperados, la legalidad demuestra ser incapaz de dirigirlos o controlarlos.

¿Cómo resuelve el republicanismo esta percibida insuficiencia de la legalidad? La divergencias entre los actores de la Revolución Americana permiten dar una respuesta. Tanto Federalistas como Anti-Federalistas profesan lealtad a los ideales republicanos. Pero los Anti-Federalistas, al defender por sobre todo la legalidad y la preeminencia del Poder Legislativo, parecen transitar por un terreno republicano más firme. La subordinación del Ejecutivo al Legislativo, es signo claro de un compromiso con la democracia y de un distanciamiento con respecto a la monarquía. En cambio, Federalistas como Madison y Hamilton, favorecen la prominencia monárquica de la figura presidencial y un poder Ejecutivo decisionista, y se aproximan así a Locke y su doctrina de la prerrogativa. En este caso hay que tomar en cuenta que Locke define la prerrogativa en función del bien común, clave del republicanismo. La prerrogativa forma parte de una venerable tradición republicana en cuanto se ciñe al principio ciceroniano salus populi suprema lex esto, es decir, que el bien común sea la ley suprema. La adhesión de Madison y Hamilton a Locke prueba que, contrario a lo que piensa Vatter, la separación entre revolución y legalidad no es incompatible históricamente con el ideal republicano.

2) Al negar la separación entre revolución y legalidad lo que hace Vatter es negar la noción de Poder constituyente, y en último término, también la idea de revolución como transtorno y destrucción de la legalidad vigente. Siguiendo a Kelsen, Vatter intenta domesticar la revolución, negando que el motor de la maquinaria legal sea exterior a ella. En la célebre descripción de Schmitt, para Kelsen la maquinaria legal se mueve por sí misma. Una vez así domesticada, Vatter concibe la posibilidad de una suerte de ‘revolución’ legal periódica. Cada cierto tiempo, una “nueva generación” podría iniciarse en la vida política ejerciendo un simulacro del Poder constituyente, no transcendente sino inmanente al orden constitucional vigente. Este ejercicio político no pasaría por “instancias electorales” sino que se podría manifestar en una “asamblea constituyente”. Vatter interpreta así la postura asumida por Atria.

Habría que decir, en primer lugar, que la revolución legal que propone Vatter es, en verdad, una revolución puramente abstracta. Por ser un proceso anticipado, anunciado y regulado, ese simulacro revolucionario no puede considerarse como un hecho existencial y concreto. Las revoluciones reales son inesperadas, excepcionales y no admiten regulación. La revolución legal a la que aspira Vatter es, en verdad, un proceso de reforma constitucional, el mismo que Sieyès deja en manos del Poder constituido (o Poder constituyente derivado). Vatter piensa que esta actividad ‘constituyente’ puede realizarse con cierta periodicidad en forma extraparlamentaria para quedar en manos de una asamblea ‘constituyente’, o asamblea de reforma constitucional, para decirlo con más propiedad. Con esto, me parece que Vatter se aparta peligrosamente de la práctica parlamentaria democrática.

En segundo lugar, la propuesta de Vatter resulta ser abstracta en otro sentido –no toma en cuenta el decurso histórico-constitucional de Chile–. Nuestra Independencia, el hecho que define a Chile, es hija de revoluciones que operan más allá de la legalidad –es hija de la Revolución Francesa que se proyecta en España cuando Napoleón destrona a Fernando VII, y es hija, en las ideas, de la Revolución Americana–. Rota la cadena de la legitimidad monárquica, el pueblo de Chile constituye una nueva legitimidad. Camilo Henríquez interpreta claramente ese momento constitucional como una manifestación del Poder constituyente del pueblo. Una situación revolucionaria (o contrarrevolucionaria) no se manifiesta en Chile hasta 1973, cuando Jaime Guzmán reconoce a Pinochet como nuevo sujeto de Poder constituyente y rompe la cadena de la legitimidad democrática. (No hay que olvidar que Osvaldo Lira, tío y mentor de Guzmán, consideraba nuestra Independencia como el pecado original de Chile).

Vatter niega este particular hecho histórico y afirma: “Sería fatal otorgarle los mismos ‘derechos’ y dignidad a una revolución republicana que a una contrarrevolución monárquica [como la de Pinochet]… Sobre este punto, el análisis de Atria me parece impecable e irrefutable”. ¿Cuál es el análisis de Atria? Vatter lo resume magistralmente cuando afirma que para Atria la Constitución del 80 “no da lugar a ningún nuevo derecho, a ninguna forma de vida política en un pueblo, sino más bien elimina derechos y busca destruir el poder del pueblo”. Es decir, la Constitución del 80 no es una Constitución real sino que es, como indica textualmente el mismo Atria, “un conjunto de leyes constitucionales,” y ello porque “no constituye al pueblo sino lo niega, al hacerlo incapaz de actuar”.

Desde su escritorio, Atria ha decretado de un plumazo la nulidad legal y política del régimen militar. Hubo ciertamente violencia militar en 1973 (Atria menciona el bombardeo de La Moneda), y violencia es lo único que hay a partir de ese momento. Toda la creatividad constitucional de Guzmán y su Comisión constituyente fue nada más que un ejercicio en vano. La Junta Militar no constituyó nada; la pseudoconstitución que nos rige en la actualidad es un cero jurídico sin legitimidad de ninguna especie. Ante el abismo jurídico que Atria abre ante nosotros, resulta natural que proponga, como única solución, partir desde cero con una asamblea constituyente. Pero no se trata de una asamblea constituyente revolucionaria, que realmente parta desde cero, sino de una que debe que operar dentro de la legalidad vigente. No puede ser de otra manera, puesto que se ha rechazado como tramposo el dualismo entre revolución y legalidad que postula Schmitt. Vatter y Atria han caído en la trampa que ellos mismos han armado porque la Constitución del 80 es ahora el ineludible compendio de la legalidad.

Cuando se rehúsa a apelar, siguiendo a Kelsen, a la legitimidad, es decir, al Poder constituyente, la maquinaria legal tiene que seguir su curso automáticamente.

[cita tipo=»destaque»]Tentativamente se podría conjeturar que, a pesar de haber derrotado a Pinochet en las urnas, los negociadores de la Concertación, Enrique Correa y Edgardo Boeninger, actuaron con exagerada cautela y apocamiento frente a la Junta Militar. En este sentido el juicio de Carlos Huneeus acerca del papel jugado por Correa, y la forma como se dejó seducir por el general Ballerino, es implacable. Por mi parte, creo posible afirmar que Boeninger evidenciaba una preferencia por el modelo económico impuesto por la Junta.[/cita]

Lo que Vatter no tiene en cuenta es que el argumento de Atria en favor de una asamblea constituyente se funda en una lectura errada de mi interpretación de los efectos jurídicos y políticos del pronunciamiento militar carlista de 1973. Sigo pensando que, en 1973, la junta destruyó la Constitución del 25 y el Poder constituyente que la sostenía. También sigo pensando que, a partir del plebiscito del 88, el pueblo de Chile recupera totalmente su Poder constituyente originario, aunque debe aceptar, por las circunstancias del caso, un ejercicio parcial de su Poder constituyente derivado. Las razones de ello no han sido suficientemente estudiadas.

Tentativamente se podría conjeturar que, a pesar de haber derrotado a Pinochet en las urnas, los negociadores de la Concertación, Enrique Correa y Edgardo Boeninger, actuaron con exagerada cautela y apocamiento frente a la junta militar. En este sentido el juicio de Carlos Huneeus acerca del papel jugado por Correa, y la forma como se dejó seducir por el general Ballerino, es implacable. Por mi parte, creo posible afirmar que Boeninger evidenciaba una preferencia por el modelo económico impuesto por la Junta. Puedo fundamentar esta afirmación solo con una anécdota. En 1985, me encargó Boeninger una fotocopia del libro de Norman Barry, Hayek’s Social and Economic Philosophy, y más tarde, en una visita a Chile, me comentó muy favorablemente su argumento. Podría ser que esta vez la seducción la ejerció la impronta abiertamente libertaria y hayekiana de Barry.

Con negociadores como estos, la Concertación no pudo concretar, en su debido momento, la convocación de una Asamblea Constituyente con el fin de que el pueblo ejerciera su Poder constituyente. En este sentido podría haber seguido, entre otros muchos, el ejemplo de Alemania en la postguerra. El Preámbulo de la Grundgesetz promulgada en septiembre de 1948 reconoce explícitamente que el pueblo alemán se ha dado ese cuerpo constitucional en ejercicio de su Poder constituyente. Ello marca una derrota para los discípulos de Kelsen y el triunfo de Ernst Forsthoff, un antiguo discípulo de Schmitt. Los kelsenianos pudieron comprobar en los hechos la consagración del dualismo entre revolución y legalidad.

En la disputa teórica entre Kelsen, el demócrata liberal fiel a la república de Weimar, y Schmitt, el fascista contrarrevolucionario que la traiciona, resulta claro que el ganador es Schmitt. Y ello por la sencilla razón que el contrarrevolucionario, admirador de Maistre y del carlista Donoso Cortés, tenía un mejor entendimiento del significado real y concreto de lo que es una revolución en cuanto destructora, y también creadora, de legalidad. Al abandonar el dualismo entre revolución y legalidad, Kelsen pudo concebir solo una revolución legal de escritorio, una revolución abstracta.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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