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2015: el año de la ideología


Claude Lefort, figura clave del pensamiento político contemporáneo, escribía hace algunas décadas que la ciencia política tenía su origen allí donde la pregunta por el ser de lo social se cancelaba. En rigor, sostenía que aquella era una ciencia que se preguntaba por lo óntico y dejaba a un lado todo cuestionamiento ontológico, lo que equivale a decir que no se interesaba por cómo un determinado fenómeno llegaba a ser lo que era, sino que trabajaba con la facticidad de este, con los cambios, desplazamientos, persistencias o transformaciones de sus componentes ya establecidos.

Esta distinción entre lo óntico y lo ontológico nos entrega una clave interpretativa para hacer una lectura de lo que dejó el 2015 y lo que, muy probablemente, se jugará en el 2016. En concreto, y para despejar dudas, cuando sostenemos que el elemento que caracterizó al año que termina es la ideología, no nos referimos al trasnochado reclamo de la derecha acerca de la “sobreideologizada” agenda del Gobierno. Y no lo hacemos por un criterio claro: gran parte de la intrascendencia de la derecha institucional se debe a su obstinada tendencia a considerarse parte de la naturaleza de este mundo. De ahí que los escasos y agónicos llamados a dar la lucha por las ideas o por otorgarle un “relato” al sector no sean sino formas indirectas de aludir a una elemento fundamental, a saber, que a una sociedad de profundos cambios políticos, culturales y sociales como los vividos en la sociedad chilena, difícilmente se la pueda representar desde la pétrea postura de una racionalidad otorgada por la providencia.

Habiendo despejado lo anterior, es menester centrarse en donde sí se jugarán procesos relevantes en el futuro: la Nueva Mayoría. La tesis que se sostiene aquí es simple: la Nueva Mayoría no existe, y esto es así porque su constitución no es la de un espacio desde el cual se pueda construir la representación de la sociedad, sino que es, antes que todo, el terreno de una disputa entre quienes entienden a la sociedad como enmarcada en un continuum evolutivo que es imposible de modificar sustancialmente, y aquellos que entienden que la sociedad está instituida políticamente y, por lo tanto, no tiene un curso necesario que tomar. La (in)definición de la Nueva Mayoría es, por tanto, el paso previo para cualquier pretensión de representación.

[cita tipo=»destaque»]De esta manera, lo que las luchas intestinas de la Nueva Mayoría nos dejan como saldo es, precisamente, la certeza de que existe una necesidad por cuestionar los fundamentos de nuestra sociedad, vale decir, por romper el cerco óntico en que ha estado atrapada nuestra política y (re)habilitarla para discusiones de alcance ontológico.[/cita]

Para dar consistencia a nuestro planteamiento, revisemos declaraciones recientes. Sergio Bitar, eximio representante de la primera corriente, entró a la discusión sobre la forma en que se puede salir al paso del fallo del Tribunal Constitucional en materia de educación y sostuvo que, producto de una “discusión bizantina”, se está “perdiendo de vista el objetivo que se quiere lograr”, para, finalmente, recordar que “no importa el color del gato, lo que importa es que cace ratones”. Poco tiempo antes, otro ilustre, Ignacio Walker, afirmaba que “llevamos muchos años avanzando en gratuidad en la educación superior”, para rematar luego con que “no inventemos la rueda en materia de gratuidad porque se pude provocar más trastornos que beneficios y, como se trata solo del presupuesto 2016, bueno, usemos el mecanismo de las becas”.

El punto que sostienen ambas figuras es claro: la discusión (bizantina, que pretende inventar la rueda) acerca del ser de un campo social, como es la educación, es innecesaria debido a que ya posee una estructura establecida, por lo que siempre sería mejor un diablo conocido que un diablo por conocer. Aquí, de forma arbitraria, lo que se realiza es un desplazamiento ideológico que determina los límites que tiene la discusión política legítima, la cual solo tendría injerencia para mejorar lo dado –asumiendo como axioma el continuum de la sociedad— y ninguna capacidad de pensar otra forma de estructurar el campo social.

A una distancia saludable de estas posiciones se encuentran los –pocos– que, dentro de la Nueva Mayoría, creen que es necesario un debate acerca del modelo que soporta a nuestra sociedad. Siguiendo en el plano educacional, todos aquellos que rechazan la posibilidad de generar la gratuidad mediante becas no están simplemente proponiendo qué se debe hacer sino que, más importante aún, están abriendo una discusión sobre el ser del campo educacional, sobre la forma en que se estructura y las consecuencias que ello tiene para las relaciones sociales que de este se derivan.

En otro plano, iniciativas como las farmacias populares funcionan de la misma manera. Ciertamente, su intención es resolver un problema de mejor manera que lo que se estaba haciendo pero, sobre todo, plantear una discusión acerca de la forma de regulación de lo social. Su impulsor, Daniel Jadue, lo confirma: “La farmacia popular es como una bomba de racimo que está detonando un cambio en el nivel de conciencia, en la voluntad y en el estado de ánimo de la izquierda”. Es evidente que el interés final está en demostrarle a la izquierda –que olvidó o no quiere recordar– que lo social nunca está cerrado para siempre.

Por más que los breves y esporádicos puntos de ruptura con la inercia del modelo puedan carecer de una vinculación orgánica, deben ser comprendidos en toda su magnitud como espacios desde los cuales es posible articular una contrahegemonía a las lógicas del capital. De esta manera, lo que las luchas intestinas de la Nueva Mayoría nos dejan como saldo es, precisamente, la certeza de que existe una necesidad por cuestionar los fundamentos de nuestra sociedad, vale decir, por romper el cerco óntico en que ha estado atrapada nuestra política y (re)habilitarla para discusiones de alcance ontológico.

Es evidente que el panorama general de lo que está a punto de dejar atrás este año es mucho más negativo que positivo, pocas dudas quedan al respecto. Si a esto le sumamos que las fuerzas políticas de lo óntico han obtenido grandes victorias, y que es perfectamente posible que ello se mantenga en el tiempo, es trabajo de la izquierda articular un discurso que permita sobrepasar estos límites. Por de pronto, una de las principales labores para el próximo año será disputar los significados asociados a la Nueva Constitución.

A pesar de todo, algo bueno deja este año: la pequeña esperanza de que la política pueda comenzar a romper su cerco óntico. Es precisamente aquí donde la ideología, ese contenido particular que pretende llenar nuestros presupuestos ontológicos para darle sentido al mundo, tiene un rol primario que jugar. Es, también, tarea de la izquierda demostrar que no hay capacidad de enunciación al margen de la ideología. Y esa posibilidad, a diferencia de antaño, está abierta.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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