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Lección para la vieja Concertación: aprender de Roosevelt Opinión

Lección para la vieja Concertación: aprender de Roosevelt

Jaime Insunza
Por : Jaime Insunza Profesor de Historia
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El nuevo agente ante La Haya, sumándose a lo anterior, pide prudencia en los cambios para no arriesgar “males mayores”, mantener la política de los acuerdos, en la medida de lo posible, o sea, hacer solo lo que la derecha y el gran empresariado acepten que se haga. Escalona se niega a cualquier tipo de “refundación”. Los Martínez y los Walker, al ver que las reformas avanzan pese a las presiones y “cocinas”, amenazan con irse del Gobierno.


Enrique Correa intentó encubrir la corrupción y, casi orquestadamente, varios de los involucrados (Angelini, SQM, Orpis, la Von Baer y otros) se sumaron a sus argumentos. El ex Presidente Lagos niega que se esté viviendo una crisis de la actual fase del capital, pese a la evidencia mundial y al desarrollo de múltiples indicadores del fenómeno.

El nuevo agente ante La Haya, sumándose a lo anterior, pide prudencia en los cambios para no arriesgar “males mayores”, mantener la política de los acuerdos, en la medida de lo posible, o sea, hacer solo lo que la derecha y el gran empresariado acepten que se haga. Escalona se niega a cualquier tipo de “refundación”. Los Martínez y los Walker, al ver que las reformas avanzan pese a las presiones y “cocinas”, amenazan con irse del Gobierno. Al menos, uno de los dueños de la “transición” asume la necesidad del cambio: “Estamos pasando de un capitalismo oligárquico a uno democrático” y eso, agrega Tironi, no es posible sin conflictos, sin tensiones. La elite, dice, hacía lo que quería y por eso se resiste.

Un reciente artículo de Juan Andrés Guzmán (Ciper, 21.12.2015), que recoge distintas investigaciones de desatacados académicos de Universidades británicas y estadounidenses, en especial los textos de Tasha Fairfield del London School of Economics y de Jeffery Winters (Oligarquia, Cambridge University Press,2011) sobre el papel y el poder de las elites empresariales y cómo lograron que, en un país donde la mayoría gana menos que el ingreso medio y que ha sido gobernado por una coalición de centroizquierda, sus estrategias fueran exitosas. Cuánto del consenso en torno al modelo económico impuesto por la dictadura se debió a que los que podían empujar los cambios estaban financiados por los grupos económicos.

Al respecto, Winters expresa “que la riqueza extrema de los súper ricos les permite pagar ‘una industria de la defensa de la riqueza’, compuesta por profesionales altamente preparados y bien remunerados -‘las abejas trabajadoras de las clases medias y medias altas’- que piensan no solo en cómo hacer más ricos a sus empleadores, sino en cómo imponer políticamente las ideas que los benefician. Ningún otro actor social cuenta con ese dispositivo, que produce desde mecanismos de elusión tributaria hasta argumentos, donde se presentan las normas que benefician a los más ricos como buenas para todos” (Juan Andrés Guzmán, Ciper).

Vale hacerse la pregunta: ¿hay personeros de la antigua Concertación y hoy en la Nueva Mayoría que son parte de estas “abejas trabajadoras” y eso explica por qué no hicieron los cambios cuando fueron gobierno y permitieron que la desigualdad aumentara?

Uno de los objetivos de estas “abejas trabajadoras”, Fairfield sugiere, era provocar miedo al conflicto con la derecha y a generar cambios, utilizando, para esos efectos, la experiencia de la Unidad Popular y del Golpe de Estado. “Los males mayores”, para ocupar el concepto de Insulza.

Como afirman Correa e Insulza, hay que aprender de la historia, pero en serio, es decir, no para amedrentar y suponiendo que lo que esto indica es aceptar el chantaje oligárquico-conservador, sino haciendo los cambios que la mayoría requiere y que permiten el desarrollo democrático en todos los ámbitos, o sea, en lo político, lo social, lo económico, lo cultural.

La historia no se repite nunca igual, pero hay procesos que tienen ciertos rasgos análogos. Por eso es posible sacar algunas enseñanzas y experiencias de lo vivido.

Las crisis sistémicas son un fenómeno “normal”, ocurren en todas las formaciones sociales y responden al desarrollo y a lo nuevo que este genera. Se expresan en todos los ámbitos: en lo cultural, lo social, en la política, en lo económico. Hasta ahora su solución ha implicado un cambio de fase en el sistema o el inicio de otro sistema. Reducir la crisis a la política, que es uno de los ámbitos en que se expresa, es una mirada estrecha.

La crisis de la fase imperial del capital, en las primeras décadas del siglo XX, es uno de esos momentos desde el cual es posible sacar experiencias. La resistencia de los dueños del modelo de asumir la profundidad de la crisis y, por tanto, la necesidad del cambio, llevó a los países y al mundo a situaciones que nadie quiere repetir. Durante años la elite dominante negó la crisis, pese a que R.M. Keynes se los dijo con claridad. Se negó a realizar los cambios que este les proponía. Cuando la crisis llegó a su expresión final, el famoso crack del 1929, ya había surgido el fascismo, ya el conflicto había escalado a lo peor, la guerra mundial. El único que fue capaz de escuchar las señales y dar una respuesta adecuada fue F.D. Roosevelt, que propuso un Nuevo Acuerdo y que significó, como él mismo lo expresara, lo siguiente: «Es una revolución, es pacífica, llevada a cabo sin violencia, sin el derrumbe del imperio de la ley y sin la negación del derecho equitativo de todo individuo o clase social» y significó, en lo esencial, un rol activo del Estado en la economía, la ampliación de los derechos (educación, salud, vivienda social), un mejoramiento de la democracia, el fortalecimiento de los sindicatos. Esto permitió que EE.UU. fuera el país que tuvo menos costos sociales y políticos en el cambio de fase.

En nuestro país ese proceso significó el periodo de mayor inestabilidad y conflictividad en la historia de Chile de la primera mitad del siglo XX. En un periodo de menos de dos décadas el país conoció múltiples golpes de Estado, más de una decena de gobiernos distintos, dictaduras, los primeros campos de concentración, el cambio prácticamente total del sistema de fuerzas políticas, fundamentalmente por la resistencia oligárquica a los cambios necesarios. Pese a ello, significó avances democráticos en lo político, en lo social, en lo cultural. Los intentos por incorporar a Chile plenamente a la nueva fase capitalista que impulsó el Frente Popular no fueron posibles por esa misma resistencia.

[cita tipo= «destaque»]Como afirman Correa e Insulza, hay que aprender de la historia, pero en serio, es decir, no para amedrentar y suponiendo que lo que esto indica es aceptar el chantaje oligárquico-conservador, sino haciendo los cambios que la mayoría requiere y que permiten el desarrollo democrático en todos los ámbitos, o sea, en lo político, lo social, lo económico, lo cultural.[/cita]

La crisis de la fase keynesiana, del Estado de Bienestar, Estado de compromiso o ISI en nuestro país, entre los 60/80 del siglo pasado, tienen una analogía con los 20/30, vivió procesos similares. Los cambios eran imprescindibles. Era necesario profundizar la democracia y los derechos, iniciar un nuevo tipo de desarrollo. La resistencia de la elite conservadora a cualquier cambio (reforma agraria, participación social, democratización del capital y otros) lo hizo imposible y ante la incapacidad de impedirlo por vías democráticas gestó la dictadura, su secuela de crímenes de lesa humanidad y la instalación de la fase neoliberal que significó el más profundo retroceso democrático en todo sentido.

La crisis de la actual fase capitalista enfrenta disyuntivas análogas: resistir los cambios necesarios con los costos previsibles que ello importa (basta una mirada a Europa, donde crecen las fuerzas antidemocráticas, o hacia nuestra América, donde se producen fenómenos similares) o avanzar en estos cambios que la mayoría exige, siguiendo el ejemplo rooseveltiano.

Ha sido, históricamente, la resistencia oligárquica y conservadora la que para oponerse a los cambios necesarios ha generado momentos de “grandes confrontaciones” (Insulza, EM, 18.12.2015). Así sucedió en los 20/30, así en los 60/80. La mejor demostración de ello es la experiencia rooseveltiana, que evitó esas grandes confrontaciones en EE.UU. realizando las reformas, “la revolución” en su decir, una refundación para ocupar el concepto de algunos, superó la crisis, transitó hacia una sociedad más justa y democrática y, como si fuera poco, determinó los cambios en la sociedad europea en la postguerra en países que habían sido destruidos por la guerra, consecuencia de la resistencia oligárquica y conservadora.

La crisis de la política es parte del fenómeno general. De hecho, prácticamente todos los partidos chilenos son hijos de la crisis y la transición de los 20/30 o de la 60/80. El desprestigio de la política y las instituciones es “normal” cuando estas no son capaces de recoger las demandas y realizar los cambios requeridos.

Pensar el país para los próximos 20 años exige esta disposición. Es evidente que Chile no acepta 20 años más de políticas como el CAE, de AFP, de Isapres, de sistemas educativos que lucran y que, como ha expresado Patricio Basso, destacado militante DC, son “mejor negocio que la cocaína” (El Desconcierto, 21.12.2015), poniendo el ejemplo de la U. San Sebastián, que aumentó su patrimonio de 14,4 millones a 39.457 millones desde 1990 a la fecha, es decir, 2.470 veces; no acepta mantener el nivel de desigualdad que impera (12 mil chilenos, el 0,1%, ganan 48 millones mensuales, mientras el 70% gana menos de $426.000 al mes, según datos del Banco Mundial y del INE), pese a lo cual se resisten a una reforma tributaria; no acepta que un grupo de familias controle toda la pesca, que los trabajadores no tengan una legislación laboral que les permita defender sus derechos, la injusticia y no reconocimiento de los pueblos indígenas y sus derechos, las concesiones camineras y de hospitales, por mencionar solo algunos de los problemas necesarios de resolver si queremos un país más justo y democrático.

No es posible pensar lo próximos 20 años, si efectivamente queremos democracia y justicia social, considerando un error que se haya hecho pública la corrupción (problema sistémico y mundial, como es evidente), defendiendo el lucro y el negocio de la educación y de la salud y la previsión, protegiendo los intereses del gran empresariado y no los de los trabajadores, en fin, desconociendo los derechos sociales básicos de las personas, en que se privilegie solo el crecimiento y no el desarrollo, etc.

El actual Gobierno ha asumido ese camino del cambio imprescindible. Al parecer, no es posible hacerlo “sin conflictos, sin tensiones”. Lo que se hubiera esperado es que esta resistencia surgiera de la minoría que ha dominado esta democracia oligárquica que ya cumple un cuarto de siglo y no de sectores de la vieja Concertación y de la Nueva Mayoría que se comprometieron con su programa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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