Es un axioma de la filosofía política moderna que no se puede suponer la existencia previa de un pueblo. Un pueblo es una unidad política compuesta por una pluralidad de individuos quienes portan uno o más derechos ‘innatos’ o ‘humanos’. Tal unidad política no está dada: debe de ser construida. (Lo que sí puede preexistir son grupos étnicos o religiosos, “naciones,” pero aquellos no son lo mismo que pueblos. La creencia de que un pueblo es reductible a una nación es la base del nacionalismo, no del republicanismo).
El axioma de que un pueblo no es una unidad natural sino política, da lugar a las tres paradojas más importantes de la ciencia política contemporánea. La primera paradoja, dicha del constitucionalismo, reza así: sin pueblo no hay Constitución, pero sin Constitución no hay pueblo. La solución a esta paradoja se da a través de un concepto correcto del poder constituyente. Haber puesto claramente sobre la mesa la necesidad de resolver esta paradoja hoy en Chile es el importante logro de Fernando Atria y de Renato Cristi. Cuál sería la concepción correcta de poder constituyente es lo que está en juego en este debate.
La segunda paradoja, dicha de la democracia, reza así: un exceso de democracia puede destruir la democracia. Es decir, para que la democracia sobreviva se necesita una Constitución que no permita algunos cambios a través de la sola aplicación del principio de mayoría. También de este tema se ha discutido con anterioridad, aunque entender correctamente la solución a la paradoja requiere distinguir entre la función de protección de derechos de una Constitución, y su función de empoderamiento del pueblo. Esta distinción está, por lo general, ausente en la teoría constitucional que se divulga en las facultades de derecho.
De la tercera paradoja, dicha de la representación, poco o nada se ha discutido hasta el momento. Ella reza así: para representar al pueblo, este último debe de estar presente; pero si estuviera realmente presente, no habría necesidad de representarlo. Dicho de manera más cruda: si el pueblo pudiera hablar por sí mismo, no se necesitaría de un Parlamento; pero si tenemos un Parlamento, esto supone que alguien está hablando por y en vez del pueblo. A esta paradoja debemos la crisis de representatividad de la clase política, de la cual todos, y no solo en Chile, estamos conscientes.
Ahora bien, se sigue de la distinción entre poder constituyente y poder constituido que el proceso para armar una nueva Constitución no puede ser el mismo de aquello para armar un Gobierno. Por ende, es obvio que el concepto de representación que se usa para dar vida a una asamblea constituyente debe de ser diferente de aquello para formar un gobierno.
Para formar gobiernos, los ciudadanos votan a un tipo especial de representante, el cual debe de tener dos características: el representante promete que va a “actuar por” sus electores; y el representante tiene un interés necesario en ser reelegido en su cargo. Uno sin el otro no funciona, porque es solamente a través de la amenaza de perder votos, que el representante va a tratar de “actuar por” su electorado (que pueden ser votantes del pasado o votantes futuros: es usual que los dos grupos no sean siempre los mismos, por tanto los políticos a veces necesitan “traicionar” sus promesas: es que están manteniendo una promesa, por así decirlo, que le hicieron a su electorado futuro).
Por el contrario, dado que en un proceso constituyente, por definición, estamos hablando de hacer una nueva Constitución, y no un gobierno, es evidente que los representantes de la AC no pueden ser del mismo tipo de representantes seleccionados a través de elecciones. Dicho en términos claros: no pueden ser políticos. Para conformar una AC se necesita un diferente tipo de representación.
Entonces, ¿qué tipo de representación se necesita? Y ¿cómo han de ser seleccionados los representantes?
En su teoría constitucional, Schmitt propuso una solución simple a la paradoja de la representación. La simplicidad a veces es seductora, y algunos defensores del poder constituyente hoy en día en Chile han sido seducidos por esta propuesta, sin considerar que existen otras opciones.
Siguiendo a Hobbes, Schmitt argumenta de la siguiente manera: se puede unificar una pluralidad de individuos solamente si se selecciona a un representante: la “unidad del representante” y no la “unidad de los representados” conlleva a la unidad política.
La lógica de Hobbes y Schmitt puede aparecer impecable, pero no lo es. Basta considerar lo siguiente: el mero hecho de que un grupo de individuos consientan a ser representados por alguien no es suficiente para otorgar un poder soberano a tal representante (de tal manera que las órdenes del representante “deben ser” obedecidas por todos). Hobbes y Schmitt sabían esto, por tanto, se dieron cuenta de que para fundamentar la obligación de los ciudadanos a las órdenes del representante, era necesario que tal representante representara a todos los ciudadanos de una manera diferente a la representación electoral: el representante soberano debía “estar por” o “encarnar” el pueblo si pretendía demandar la obediencia de todos a sus órdenes. De esa manera el representante se vuelve la Persona del Estado. A partir de este momento, la legitimidad del Estado no está más basada sobre el consentimiento de los ciudadanos, sino sobre la creencia de que solamente el Estado nos puede proteger: protego ergo obligo. Para asumir tal tarea, el Estado debe asumir la totalidad de los poderes: debe devenir en algo como Dios. El representante soberano es así el lugarteniente de Dios sobre la tierra.
Cientistas políticos e historiadores están conscientes de que en el pasado algunos procesos constituyentes han llevado a resultados antiparlamentarios y autoritarios. La razón es clara: si el poder constituyente debe componer un pueblo cuya unidad política es presupuesta por los ciudadanos para que tengan y ejerciten el derecho a voto, es evidente que el pueblo no puede “elegir democráticamente” tal representante. El representante schmittiano, quien llama en existencia la unidad del pueblo, debe estar no solo por arriba de la Constitución, sino también más allá de la democracia. No sorprende, entonces, cómo procesos constituyentes son bien vistos por líderes populistas.
Pero el concepto schmittiano de representación no es el único concepto para entender el proceso constituyente.
El pensamiento político republicano siempre distinguió tres, no dos, conceptos de representación. Aparte de la representación parlamentaria (donde muchos ciudadanos eligen a muchos representantes) y la representación soberana (donde un representante constituye la unidad del pueblo en tanto totalidad de ciudadanos), existe un tercer tipo de representación, la que Carlos Peña ha llamado, en un reciente artículo, la representación “pictórica” o “muestral”. La idea de tal representación es que la unidad política de los representados no debe de estar dada por un representante soberano, sino más bien por muchos representantes, con tal que cuando estén juntos en una asamblea deliberativa, estos representantes “reflejen” (tal como una pintura o foto) la composición de los representados en su pluralidad y diversidad.
Este tipo de representación tiene una larga historia. Es una representación democrática porque, al contrario de las otras dos (parlamentaria y soberana), el representante no necesita estar “más en alto” de los representados, es decir, no necesita tener una “dignidad” propia. En este tercer tipo de representación, nosotros no escogemos a los representantes porque pensamos que aquellos deben tener algo “más” que nosotros: ellos son escogidos justamente porque son exactamente como uno de nosotros. Dado que el acto de escoger un representante conlleva un principio de discriminación, es decir, un juicio que A es “mejor” que B (y por eso lo votamos), si el representante en vez debe ser tal como somos nosotros, queda claro que nadie necesita elegirlo: por eso la selección de tales representantes republicanos debe ser hecha por lotería, de manera aleatoria.
Por tanto, un proceso constituyente republicano, el cual quiera evitar desviaciones autoritarias o populistas, debe ser acompañado por una AC donde los representantes son “tales como” cualquier otro ciudadano, y esto significa: deben de ser escogidos aleatoriamente en la población.
Queda claro que si la AC debe formar un retrato en miniatura del pueblo chileno en su diversidad y pluralidad, entonces la lotería debe de ser aplicada a la población de manera articulada. Por ejemplo, dado que hay más o menos el mismo número de mujeres que de hombres en la población, entonces la selección aleatoria se aplicará mitad a las mujeres y mitad a los hombres. Lo mismo por la división de la población por quintiles: la selección aleatoria se cumplirá dentro de cada quintil, para que cada uno quede representado según la proporción de sus elementos. Lo mismo por la división en regiones de la población: la AC va a estar compuesta por una muestra de cada una de las regiones. Lo mismo por “background” étnico, por edad (debe haber mayores de edad y menores de edad a partir de los 14 años), y por orientación sexual.
Una vez la AC esté compuesta de tal manera, comenzará sus deliberaciones para discutir la forma y el contenido de la nueva Constitución. La deliberación en este tipo de asamblea tiene tres importantes características: uno, delibera sobre lo que es posible, no imposible o necesario. Segundo, para deliberar es fundamental “escuchar la otra parte”: hay que ampliar la mentalidad de uno dando lugar a opiniones contrarias. Tercero, hay que tener mecanismos que aseguren que la asamblea no vaya a replicar las relaciones de poder fácticas en la sociedad, evitando que personas con más educación o ‘estatus social’ terminen dominando las discusiones, etc.
Ahora bien, una constitución es un sofisticado instrumento de ingeniería filosófica, política y jurídica. Como con cualquier máquina complicada, no se pueden juntar las partes así no más. Para que la AC tenga claro lo que es posible (política y jurídicamente) de lo que es necesario o imposible, va a tener que escuchar a dos voces adicionales: por un lado a expertos, y por otro lado a políticos. Además, la asamblea necesita de uno o más árbitros o jueces que aseguren que todos los hechos y principios importantes hayan sido presentados y discutidos, de que cada miembro de la AC tenga asegurado el respeto discursivo, de que las deliberaciones sigan reglas, etc.
[cita tipo=»destaque»]Una vez la AC esté compuesta de tal manera, comenzará sus deliberaciones para discutir la forma y el contenido de la nueva Constitución. La deliberación en este tipo de asamblea tiene tres importantes características: uno, delibera sobre lo que es posible, no imposible o necesario. Segundo, para deliberar es fundamental “escuchar la otra parte”: hay que ampliar la mentalidad de uno dando lugar a opiniones contrarias. Tercero, hay que tener mecanismos que aseguren que la asamblea no vaya a replicar las relaciones de poder fácticas en la sociedad, evitando que personas con más educación o ‘estatus social’ terminen dominando las discusiones.[/cita]
Una pregunta difícil es cómo formular el rol de estos dos grupos no aleatorios en la AC. Para los expertos, la cuestión es más fácil: la AC pone las preguntas (¿qué es necesario para una Constitución?, ¿qué cosas son imposibles o hacen imposible su funcionamiento?, etc.) y los expertos responden. Es evidente que los expertos no deben ser solamente chilenos, puesto que hoy en día cualquier Constitución está inscrita dentro de un sistema de constitucionalismo global. Además la experiencia de otros países, por ejemplo, la de Nueva Zelandia con la cuestión de los pueblos originarios, o la de Alemania, con la cuestión de cómo conformar y entender un tribunal constitucional, puede ser extremadamente útil al caso chileno. En la época del internet, sería ilusorio y algo pueril mirarse solamente al ombligo de nuestra historia para buscar modelos de constituciones. De todas maneras, las conclusiones son siempre de la AC y no de los expertos.
Para los políticos, la cosa es más complicada porque los parlamentarios debieran ver la AC no como estando en competencia con ellos, sino más bien como un proceso complementario al parlamentario. Después de todo, esta AC no se va a transformar en un nuevo Parlamento, ni sus miembros son ni van a ser políticos. Se necesita la justa dosis de participación parlamentaria en la AC para que su proyecto reciba la aprobación de los poderes constituidos, pero al mismo tiempo sin darles a los políticos la oportunidad de bloquear el proceso constituyente.
Una vez que la AC tenga un proyecto de nueva Constitución se enviará de vuelta a los ciudadanos para que ellos la refrenden y entre en ejercicio si logra ser aprobada por mayoría simple.
Pero sobre todas estas cuestiones técnicas se puede discutir más en los meses por venir.
La buena noticia es que otros países ya han experimentado con tales tipos de AC, en los últimos años especialmente Islandia e Irlanda, y la ciencia constitucionalista comparada así como la ciencia política comparada están suficientemente avanzadas como para poder hacer aportes significativos.
Chile no debe tenerle temor a este experimento de “Constitution-making” democrático y republicano. Sí debiera tenerle miedo a darse una nueva Constitución basada sobre el concepto de representación equivocado.