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Áreas Silvestres Protegidas y el país de los incendios

Pelayo Benavides
Por : Pelayo Benavides Académico Pontificia Universidad Católica de Chile -Campus Villarrica
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Chile es un país de incendios, qué duda cabe. De los metafóricos y de los otros –con basurales mal regulados incluidos–. Como ya han corrido varios ríos de tinta acerca del colapso ético y de proyectos políticos de la nación –y que sigan corriendo por favor–, haré solo breve referencia a algunos de sus elementos para contextualizar.

Supongo que a muchos nos crispa el hecho de ver un cuasiinterminable desfile de poderosos de los más variopintos orígenes y adscripciones forzados a aceptar una pila de incorrecciones y sinvergüencerías. Lo peor es que ninguno lo ha hecho por real contrición, todos porque salieron “pillados”: políticos de casi todo el espectro, empresarios, autoridades de la Iglesia Católica, militares, dirigentes del fútbol. También nos preguntamos cuántos otros estarán callados por ahí, esperando que pase la tormenta. Ellos y los eventos que los rodean forman lamentable parte del telón de fondo para otros problemas que atendemos solo parcialmente como público.

En este escenario, parece casi ilusorio que tengamos tiempo y energía para darle atención al tema más específico de esta columna. Me refiero a las áreas silvestres protegidas del país (ASP), un tema importante en tiempos de rampante cambio climático, que solo se hace urgente cuando llega el verano y después nuevamente se olvida, al comenzar un nuevo año con todas las angustiosas cargas de marzo.

El año 2015 se quemó casi por completo la reserva nacional China Muerta, así como muchas hectáreas de la reserva nacional Malleco, otras de los parques nacionales Conguillío y Tolhuaca –esto sin contar con todo lo que se quemó en Chiloé, cercanías de Puerto Montt y otros puntos–. Entremedio de este espectáculo dantesco, con comunidades Pehuenche severamente afectadas, así como miembros de otras localidades rurales, llegó la destitución del entonces director de Conaf de la Novena Región. Más sintomático, imposible. La autoridad una vez más simplemente parece no haber dado el ancho para actuar acorde a la urgencia.

El problema evidente es que al quemarse miles de hectáreas de bosque nativo que incluye araucarias, estamos ante algo que no se recupera completamente sino en mil años, incluso dos mil –si es que se recupera–. No habrá un nuevo presupuesto nacional, o cambio de gobierno, de políticas públicas, etc., que permita restaurar eso a mediano plazo, como sí ocurre con otros problemas del país. Simplemente esos bosques se perdieron sin remedio para muchas generaciones. Y la actitud de nuestras autoridades y gobernantes de turno parece siempre entre paradójica, incomprensible y ridícula al respecto.

Por ejemplo, el Estado sigue convencido de que es razonable y correcto ayudar a financiar a algunos de los empresarios-rentistas más poderosos del país, como Eliodoro Matte, en plantar vastas extensiones de pino. De ahí sale buena parte del papel que utilizamos y que, como recientemente supimos, pagamos a precios inflados de manera tramposa, para aumentar aún más las ganancias de unos pocos. Esto a costa de la poca dignidad que ya nos quedaba (por ejemplo, salud precarizada y altamente comercializada, sueldos y pensiones miserables en general, educación estratificada y clasista), siquiera para limpiarnos el traste en ese acto universal que nos hermana como especie; ni siquiera eso nos dejaron entre tanta expoliación. Esas mismas plantaciones subsidiadas generosamente con plata de todos, alimentan problemas socioambientales que tienen a las comunidades mapuche de la zona noroeste de la Novena Región –reducidas y desplazadas por la fuerza del colonialismo histórico– y a otros habitantes rurales de la zona, en severos problemas. ¿Cuáles serían los beneficios sociales de esto?

Los beneficios parecerían radicar en puestos de trabajos extractivos precarios, mal pagados y limitados, para trabajadores a los que tampoco les quedan muchas opciones. Supongo que también caja suficiente para seguir pagando campañas políticas de los “menesterosos” de turno, deducidas de impuestos, por supuesto. Los mismos que después se aseguran que el DL 701 de fomento forestal se mantenga vigente y así se conserve el círculo virtuoso… el de ellos, obviamente. Si no, no me explico que en todos estos años la región siga marcando niveles de pobreza tan elevados, ante tanto supuesto fomento de trabajo y riqueza de la industria forestal y sus “desiertos verdes”.

Paralelamente, pequeñas iniciativas privadas de protección de bosques nativos no solo no reciben apoyo del Estado, sino que además son cargados con impuestos por concepto de entradas si funcionan como parques visitables, tal como si estuviesen vendiendo salchichas. Un caso emblemático es el Santuario El Cañi (Valle de Pichares, a 20 km de Pucón), de más de 600 hectáreas, que aparece destacado no solo en material turístico en la zona de Pucón, sino en guías de viaje internacionales sobre el país. En una tradición ya vergonzosa, fue una zona que se destinó a protección en 1990 gracias a la iniciativa de varios extranjeros (entre ellos Douglas Tompkins) y algunos chilenos, con la fundación Lahuén de por medio, que hizo después el traspaso a habitantes locales para su administración.

A ojos del Estado, los dos administradores locales parecen estar haciéndose desmedidamente ricos, en comparación con el altruismo de las forestales y papeleras. Esto por concepto de entradas que se concentran en dos meses, cada una equivalente a tomarse algo en sectores turísticos aledaños. Se sorprenderían de ver la cantidad de personas en autos último modelo pidiéndoles rebaja a los administradores. El resto del año el lugar debe seguir manteniéndose con lo que haya acumulado durante ese corto periodo. Acá parece que no hay beneficios generales; no cuenta el patrimonio biológico protegido en el lugar por años, ni los beneficios de captación de aguas que genera un monte con abundante vegetación y fauna nativas.

Este mismo Estado solo dedica una fracción ínfima de recursos a proteger áreas silvestres –60 centavos de dólar por hectárea según el PNUD en el 2010, comparado con Argentina, 8,56 dólares–, que salen de un presupuesto que llega primero al Ministerio de Agricultura, repartido entre las diferentes instituciones dependientes y después nuevamente fraccionado en la misma Conaf. Estos montos además sufren recortes bruscos si la temporada de incendios ha sido dura, para poder paliar esos gastos producidos por el combate al fuego, como ocurrió el 2015.

Después de haber pasado unos meses viviendo en el Parque Nacional Huerquehue en verano e invierno, haciendo trabajo de campo antropológico, creo poder dar cuenta directa de algunas situaciones que parecen preocupantes. Una de los más acuciantes es el de la sobrecarga de visitantes, privilegiando la captación de entradas por sobre la evaluación racional de impacto a través de estudios de “capacidad de carga”, algo que ha sido planteado insistentemente por vecinos, guardaparques y administradores, pero que nunca llega a concretarse. Al parecer, como muchas otras medidas, su ejecución termina enredada en las burocracias a nivel central y otras urgencias. Así, el parque termina autofinanciándose casi por completo, a costa del parque mismo en la lógica del pan para hoy, hambre para mañana.

[cita tipo=»destaque»] La tarea de cobranza y administración producto de entradas pareciera volverse el tema central, debilitando el tiempo y atención dedicados a otros tema de importancia –más patrullaje, desarrollo de investigación en flora y fauna, educación ambiental, etc.–. Sorprendentemente, se evalúan asignaciones y desempeño según “metas” de personas que hayan visitado, como si los guardaparques tuviesen que perifonear por los balnearios aledaños el “producto” para que lleguen más clientes. Parece que las ASP también tienen que regirse por las lógicas del mercado, tal como cualquier local turístico de entretención, una “Disneyficación” de los parques nacionales y sus objetivos.[/cita]

Asimismo, los guardaparques cuentan con recursos limitados y heterogéneos, lo que en muchos casos, como en Huerquehue, simplemente no permiten tener alta presencia de ellos en patrullaje. Tampoco es que reciban suficiente equipamiento básico –por ejemplo, un par de zapatos cada dos años para guardaparques de terreno me parece irrisorio–, para qué hablar de equipamiento y entrenamiento más sofisticado. De esta manera, sin contar con antenas repetidoras para permitir comunicación con las áreas más alejadas del parque, ¿cómo podría protegerse mejor en caso de un incendio temprano?

Escuché que no había fondos para más personal (de hecho, el numero general de guardaparques en el país se ha ido reduciendo), por lo que se suple con personal de tiempo limitado durante la temporada alta. Diariamente en el verano son cientos y cientos los visitantes en el parque Huerquehue –durante el año 2014 lo visitaron 40.829 visitantes–; mucha gente para orientar, muchísima basura que recoger y mover cada día –a punta de carretilla, que no es tarea liviana– en los sitios de camping y otras zonas de uso público. Es un escenario que termina sobrepasando a un equipo humano reducido.

Finalmente, la tarea de cobranza y administración producto de entradas pareciera volverse el tema central, debilitando el tiempo y atención dedicados a otros tema de importancia –más patrullaje, desarrollo de investigación en flora y fauna, educación ambiental, etc.–. Sorprendentemente, se evalúan asignaciones y desempeño según “metas” de personas que hayan visitado, como si los guardaparques tuviesen que perifonear por los balnearios aledaños el “producto” para que lleguen más clientes. Parece que las ASP también tienen que regirse por las lógicas del mercado, tal como cualquier local turístico de entretención, una “Disneyficación” de los parques nacionales y sus objetivos.             

La contracara de esto la hemos ido repasando recientemente, evidenciando que muchas de las asignaciones de fondos de los gobiernos de turno están muy mal reguladas y otras no tienen sentido. Ejemplos de esto son la famosa “Ley Reservada del Cobre” para gastos militares –menos transparente, imposible– con cantidades descomunales gastadas en casinos y sandeces varias por una colección de militares corruptos de distintos grados. A esto se le pueden sumar muchas áreas de prebendas políticas, tales como agregados políticos en el extranjero, asesores ministeriales, asesores de asesores, en fin. Esto en medio de luchas intestinas por asignaciones para una educación pública famélica o remesas simbólicas para el área de investigación y desarrollo científico. Esta última, sin duda, haciendo mucha falta en esas mismas ASP para poder conocerlas y entenderlas mejor y, así, protegerlas mejor.

Mientras tanto, los guardaparques tenían que racionar al máximo la leña de la estufa de la oficina en el invierno y limitar gastos de electricidad, impresiones, teléfono, porque todo el presupuesto de las ASP estaba apretado. Barro, nieve, frío, falta de materiales para infraestructura y bencina. Poco es lo que se puede hacer en dichas condiciones. Y el siguiente verano volver a las dinámicas de parque de entretenciones, en que lo que más cuenta es el boleto cortado, para poder mantener a flote las áreas silvestres protegidas. Si como país no les brindamos el apoyo necesario a la corporación y funcionarios que se dedican a su cuidado, me parece improbable que futuras generaciones vayan a poder disfrutar de ellas. Esperemos que, entre otras denuncias de privados, centros de estudios y ONG’s, el paro de advertencia de Conaf sirva para que se tomen medidas y no que se reaccione –como es la tradición nacional– cuando ya el problema haya reventado sin remedio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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