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Elogio de los conservadores

Joaquín Trujillo Silva
Por : Joaquín Trujillo Silva Investigador CEP. Profesor de las universidades de Chile y Santiago de Chile
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Mucho se habla contra los conservadores (que no es lo mismo que hablar de fascismo, de falangismo, neoliberalismo y otros sismos de mediana intensidad). La palabra ha devenido una especie de mote o acaso un insulto. Nadie que se precie, que se tenga algo de amor propio, consiente colgarse de buenas a primeras el cartel de tal.

Ser conservador hace pensar en temas no resueltos, absurdas lealtades sociales y religiosas, fórmulas derogadas de la etiqueta; en suma: remite a la obstinación.

Es muy difícil defender a los conservadores; quisiera hacerlo no por provocación retórica.

Suelen cargar con los reproches históricos de la demora. Como se supone que la historia progresa aunque sea a tropiezos, los conservadores opondrían los obstáculos, lastre de su tendencia feudal a instalar peajes. Y si se trata de conservadores con poder, entonces son causa de una demora colectiva, insoportable cuello de botella aún no descorchada para quienes conciben la historia como el continuo striptease del absoluto.

Están los conservadores que se piensan a sí mismos haciendo una especie de resistencia que muchos pueden no entender, pero que la posteridad terrenal o celeste recompensa. En cambio, desde fuera se los ve aprovechando cualquier eventualidad para evitar el fin del mundo –como si el fin de mundo consistiese forzosamente en algo malo para el mundo–, que obviamente solo se desmorona en sus mentes alarmistas.

Estos conservadores son la mejor versión porque en muchos casos sienten una genuina responsabilidad con el mundo. Observan una serie de logros que deben ser preservados de la devastación de quienes vienen recién entrando al gobierno de las cosas, como niños que se abalanzan con sus juguetes nuevos entre la vieja porcelana de un living room. Y claro, observan esos asuntos como logros porque conocen de las inclemencias del pasado. En tal sentido, para estos conservadores todo pasado no necesariamente fue mejor.

Están además aquellos conservadores del mero sentido común. Estos ejercen la resistencia de la despreocupación. Como nada los turba ni los espanta, pues confían a ciegas en la modorra de la naturaleza humana, no colaboran en ese rating que otorga el estado de alerta permanente de los conservadores responsables. Gracias a estos segundos conservadores las asambleas del desesperado fundamento lucen a medio llenar o vaciar, según las esperanzas que se tenga en el apiñamiento. En su Divina Comedia, a Dante se le pasó la pluma al condenar a estos estabilizadores del mundo, poniéndolos en una extraña órbita que rodeaba los círculos del Infierno propiamente tal; Dante decía que el cielo y el infierno los habían rechazado.

Y es que hay tantos conservadores como la diversidad de la tradición.

Están también aquellos que pueden ser llamados minoría graciosa (“graciosa” en acepción de que están benditos): los conservadores sublimes. Esos que mantienen la dignidad en medio de un after office; esos que velan las armas de la caballería andante, como don Quijote. Aspectan a locos pero ganan la simpatía de muchos porque se les nota que tienen harto que perder, y el tener bastante que perder es una señal de honestidad.

Y hablando de aquellos conservadores sublimes, están sus contrarios, unos que no sé bien si hay que llamarlos conservadores, pues –como dijo Dante– pudiesen así recibir cierta gloria de los otros. En realidad exclusivamente comparecen para efectos muy puntuales, por no decir pedestres. Estos últimos son lo que podríamos llamar los conservadores de baja estofa, aquellos que ocupan ciertos rincones de la mediocridad porque se manejan a ras de suelo o cuando mucho en el vuelo rasante, aquellos que chantajean a la multitud con su membresía, esos seres de la inmanencia que, por cuanto tales, pueden estar de este lado como de aquel otro de la moneda. En Chile, tanto los conservadores decididos como los progresistas, especialmente los de izquierda, han dado grandes espíritus (poetas, historiadores, científicos, músicos, juristas), excepto estos últimos supuestos conservadores cuyos aportes son escasísimos, que se han especializado en el negocio a fuerza de licitaciones y subsidios de nivel medio-alto, en un doble lenguaje de resentimiento con trasfondo clasista.

[cita tipo=»destaque»]Y es que hay tantos conservadores como la diversidad de la tradición. Están también aquellos que pueden ser llamados minoría graciosa (“graciosa” en acepción de que están benditos): los conservadores sublimes. Esos que mantienen la dignidad en medio de un after-office; esos que velan las armas de la caballería andante, como don Quijote.[/cita]

Cuesta hablar de conservadores a secas tratándose de ellos, porque la indefinición los define. Como en la famosa fábula de gran ilustrado español Tomás de Iriarte (devoto del poeta Horacio). En esta fábula en verso el águila y el león (dos animales habituales en escudos) se reúnen para decidir ciertos asuntos de gobierno. Entre estos asuntos está la clasificación del murciélago, que entre las aves se dice ave y, entre los mamíferos, mamífero. Cuando le conviene exhibe ora el hocico ora las alas, y el águila y el león, que son señores de su pertenencia, deciden expulsarlo de sus respectivos subreinos. Entonces el murciélago, que es conservador por la inercia de no decidirse a ser, en tanto hace de aquella manera de no-ser su humilde comercio, comienza a vagar solitario sin derrotero.

En otros tiempos el ingenio de los conservadores poderosos se desplegó con una maestría apabullante. Cuando Europa temblaba bajo el paso de Napoleón Bonaparte y se hablaba de inseguridad total y de él como un ya predicho Anticristo, el príncipe de Metternich (que era un príncipe de veras) organizó magistralmente la ruina del emperador advenedizo. El príncipe de Metternich fue un Salieri que controló el ajeno genio desbordado, envolviendo a todo el continente en una pupa de intrigas aristocráticas contra la cual no pudieron los cañones franceses.

En otros casos, quizá porque no haya involucrado genio desbordado, ocurre que unos conservadores descansan sobre los usos de los de baja estofa, que son tal vez un primer mecanismo disuasorio.

Con todo, más que desdeñar a los conservadores, habría que admirarlos de vez en cuando, especialmente cuando lucen éxitos no explicables por la mera mano dura. Quizás de esta manera el murciélago de Iriarte emprenda el vuelo ante la amenaza del amanecer.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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