Publicidad

La violencia del patriarcado

Publicidad
Marisol Águila
Por : Marisol Águila @aguilatop Periodista. Magíster(c) en Ciencia Política y Magister(c) en Gobierno y Gerencia Pública.
Ver Más


Como si la historia se ensañara con las mujeres para evidenciar la persistencia del sistema patriarcal y la violencia que de él se desprende, el mismo 8 de marzo Día Internacional de la Mujer ocurrieron dos brutales femicidios, llegando al triste récord de uno diario durante casi una semana y totalizando 11 en lo que va de este comienzo de año (en tres meses un cuarto del total de femicidios de todo el año pasado).

En Paredones en la Región de O´Higgins, una mujer que había denunciado violencia psicológica en la comisaría ese mismo día, fue asesinada con estocadas en el cuello por su conviviente que la violentó en su lugar de trabajo como trabajadora de casa particular. De un hachazo en el cráneo por parte de su pareja, murió otra mujer este 8 de marzo en Reinaco, Región de la Araucanía.

Un día antes en Talcahuano, se produjo otro femicidio en que la víctima fue una mujer postrada producto de un accidente cardiovascular, que fue degollada por su esposo tras sufrir años de violencia, por lo que familiares y vecinos habían denunciado a la justicia las constantes agresiones que sufría. Y tres días antes en Maipú, otra mujer resultó muerta a manos de su pareja, que la golpeó con un bate de beisbol hasta quitarle la vida a la vista del hijo de la mujer, de tan sólo tres años.

Para enlutar aún más la conmemoración del día en que trabajadoras textiles murieron quemadas por exigir mejores condiciones laborales en 1908 en Nueva York, en una de las semanas más violentas contra las mujeres un joven colombiano confesó la autoría del femicidio de su pareja de la misma nacionalidad, a quien descuartizó y botó sus restos al río Mapocho. El tratamiento que le dio el diario La Cuarta en su portada a este nuevo caso de femicidio, atribuyendo el asesinato al amor y los celos, evidencia los estereotipos sexistas y discriminadores que subsisten en la prensa en nuestro país, que en vez de educar en derechos, alimenta y reproduce un modelo centrado en la discriminación y la violencia. Es necesario que de una buena vez se entienda que amor no mata; el machismo, sí.

Para agravar aún más el panorama, un grupo de mujeres y feministas -entre las que se encontraba una familiar de una víctima de femicidio- fueron duramente reprimidas, insultadas, golpedas y violentadas sexualmente con tocaciones indebidas por Fuerzas Especiales de Carabineros en una manifestación frente a La Moneda. Mientras pedían una «alerta de género» contra los femicidios, los efectivos las conminaban a estar en sus casas y no en la calle, discurso clásico de los agentes del Estado que refleja su visión de las mujeres como esposas y madres que se desarrollan en el ámbito privado y no en el público y que envía un mensaje y una amenaza al resto de las mujeres: si osas expresarte y protestar en la calle (que no es tu lugar), ya sabes lo que te va a pasar. En una paradoja inexcusable por parte de Carabineros, las mujeres que denunciaban violencia de género fueron víctimas de ella.

Es un patrón que se repite una y otra vez en el marco de movilizaciones sociales, las mujeres históricamente han sufrido violencia sexual por parte de los agentes del Estado. Sucedió durante las manifestaciones estudiantiles de 2011, en que varias jóvenes liceanas sufrieron tocaciones indebidas, violencia verbal denigratoria de contenido sexual y hasta fueron obligadas a desnudarse en las comisarías.

En dictadura, más de tres mil mujeres chilenas sufrieron violencia sexual como forma de tortura, otra de las deudas de la democracia que aún no la condena judicialmente. A pesar de que organizaciones de mujeres han presentado querellas planteando la violencia sexual como un delito de tortura específico de género, hasta ahora los tribunales no han dictado sentencias condenatorias contra agentes del Estado.

Como en un contínuo, la violencia sexual como tortura aparece en tiempos de paz y también en momentos de conflicto armado. Los cuerpos de las mujeres en tiempos de guerra han sido entendidos por los militares y agentes del Estado como campos de batalla: la apropiación de los territorios también pasa por apropiarse sexualmente de los cuerpos de las mujeres del bando contrario.

Pero recientemente en Guatemala en un innovador fallo del Juzgado de Mayor Riesgo de la Ciudad de Guatemala, un teniente militar y un paramilitar fueron condenados por un tribunal nacional a 360 años de cárcel por delitos de lesa humanidad que incluyeron esclavitud sexual de mujeres en Sepur Zarco, durante la guerra civil de 1982.

El veredicto sentó un precedente en casos de justicia transicional para abordar la esclavitud doméstica y sexual como crímenes de guerra, que se basaron en el testimonio de las sobrevivientes (que se presentaron al juicio tapando sus rostros por miedo y vergüenza) cuando ya no hay evidencias físicas disponibles de las violaciones sufridas. Después de 30 años, la justicia llegó para las mujeres guatemaltecas a las que les arrebataron a sus maridos por oponerse al despojo de sus tierras, que vivieron años de violencia sexual, denigración, hambre y pobreza, y que durante el juicio se vieron nuevamente expuestas cuando la defensa de los militares insinuó que eran prostitutas.

Esperemos que la justicia también llegue para las mujeres colombianas desplazadas y violentadas sexualmente durante el conflicto interno entre el Estado, la guerrilla y los paramilitares que ya lleva más de 50 años, realidad que ha sido silenciada manteniéndose en total impunidad. Mejores tiempos se avizoran con los diálogos de paz en el marco de un proceso de justicia transicional post conflicto y la creación de una Jurisdicción Especial para la Paz, en que la violencia sexual no será amnistiable como delito de lesa humanidad, tal como el genocidio y los graves crímenes de guerra, como la privación de libertad, tortura, desplazamiento forzado, desaparición forzada y ejecuciones extrajudiciales.

[cita tipo=»destaque»]Las mujeres alrededor del mundo sufren una situación de subordinación en relación a los hombres, siendo víctimas de violencia en todas sus formas, discriminación y femicidios. La esclavitud sexual a las que son sometidas por el Estado Islámico, el rapto del que nunca regresaron las niñas secuestradas desde su escuela en Kenia por Boko Haram y las que son sometidas a ablación en zonas rurales de Etiopía o a matrimonios forzados a temprana edad en regiones del África, oriente Medio o Asia, dan cuenta de que las mujeres y las niñas está lejos de alcanzar el pleno goce de sus derechos humanos.[/cita]

El tratamiento diferenciado de la violencia sexual y que no sea amnistiable ni indultable, responde a una larga lucha dada por las organizaciones de mujeres y feministas por el acceso a la justicia para las mujeres y las niñas sobrevivientes de este tipo de violencia en tiempos de conflicto armado. En definitiva, la violencia sexual será investigada y juzgada por la jurisdicción especial para la paz que creará el acuerdo.

Porque no se trata sólo de sancionar penalmente a los responsables de la violencia sexual, sino de obtener el reconocimiento público de la veracidad de lo ocurrido, la gravedad de la violencia sexual y la necesidad de pactar acuerdos sociales que excluyan la validación de este tipo de prácticas, tanto en tiempos de guerra como de paz, señalan las organizaciones de mujeres colombianas.

Mujeres violentadas

Una nueva conmemoración del Día Internacional de la Mujer encontró a nuestra región latinoamericana desgarrada por el asesinato de la lideresa indígena hondureña, defensora de derechos humanos y activista ganadora del Premio Medioambiental Goldman, Berta Cáceres, que luchó contra la instalación de la represa Agua Zanca logrando detener el proyecto. Berta fue asesinada en su propio hogar, a pesar de que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) había solicitado al Estado de Honduras que adoptara medidas cautelares para protegerla de las amenazas que había recibido.

Asimismo, el homicidio de dos jóvenes turistas argentinas en Montañitas, Ecuador, ha generado una oleada de comentarios que dejan entrever las profundas discriminaciones y estereotipos de género de origen patriarcal y machista que aún subsisten en nuestras sociedades. Más que la condena contra los asesinos, las críticas apuntaron a la familia de las jóvenes por haberlas dejado viajar “solas” o hacer dedo y terminaron revictimizando a las propias víctimas muertas, como culpables de las agresiones que sufrieron.

La culpa es de las mujeres, parecieran creer quienes justifican la violencia verbal, sexual y física diversas expresiones de violencia que en nuestro país reconoce haber sufrido un 70% de las mujeres-, cuando sus argumentos surgen de la todavía demasiado arraigada estructura patriarcal como sistema de relaciones sociales y políticas, basada en una asimetría de poder entre hombres y mujeres.

Las mujeres alrededor del mundo sufren una situación de subordinación en relación a los hombres, siendo víctimas de violencia en todas sus formas, discriminación y femicidios. La esclavitud sexual a las que son sometidas por el Estado Islámico, el rapto del que nunca regresaron las niñas secuestradas desde su escuela en Kenia por Boko Haram y las que son sometidas a ablación en zonas rurales de Etiopía o a matrimonios forzados a temprana edad en regiones del África, oriente Medio o Asia, dan cuenta de que las mujeres y las niñas está lejos de alcanzar el pleno goce de sus derechos humanos.

En el documental “Él me llamó Malala”, la joven activista pakistaní y ganadora del Premio Nobel Malala Yousafzai, quien a los 15 años fue baleada en la cabeza por los talibanes y hoy dedica su vida a fomentar la educación de las niñas, comenta que en su país “no podíamos ir al mercado, ni a la escuela. Por eso alcé la voz”. Según datos del Instituto Estadístico de la Unesco, 16 millones de pequeñas entre 6 y 11 años nunca irá a la escuela primaria -duplicando al número de niños que no lo harán-, seguramente obligadas a hacer los quehaceres domésticos, a cuidar a sus hermanos más pequeños o a otros miembros de su familia en vez de educarse. A 66 millones de niñas en el mundo se les priva de educación, afirma Malala. Por eso ella iba a la escuela en secreto y por eso y su activismo, la balearon.

La mayoría de los inmigrantes que escapan de Siria, Irak y otros países en conflicto con la esperanza de que Europa les abra las puertas, son mujeres y niños. También lo son los que actualmente están atrapados en campos de refugiados -que más parecen de concentración- en Macedonia en la frontera con Grecia, en una de las peores crisis humanitarias de la historia reciente desde las guerras mundiales.

En definitiva, en nuestro país y en el mundo entero las mujeres enfrentan peores condiciones de vida que los hombres y, a pesar de los esfuerzos de los organismos internacionales y los avances en las legislaciones nacionales, siguen sufriendo situaciones de discriminación.

La violencia contra las mujeres y sus diversas manifestaciones no puede seguir siendo naturalizada, como hasta ahora: debe ser condenada enérgicamente por distintos actores sociales y políticos que logren por fin dejar atrás modelos machistas y patriarcales que reproducen estereotipos de género, y entiendan que no se puede avanzar hacia sociedades más justas, democráticas e igualitarias sin las mujeres.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias