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La frontera de la cohesión social: donde acaba la ambición sana y se inicia la codicia Opinión

La frontera de la cohesión social: donde acaba la ambición sana y se inicia la codicia

Maria Fernanda Villegas
Por : Maria Fernanda Villegas Ex ministra de Desarrollo Social.Directora de proyectos del Centro de Estudios del Trabajo
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Hablo de la ruta corta, de la evasión, de la elusión, los paraísos fiscales, las sociedades espejo o del nombre que tenga, del no querer hacerse parte del desarrollo del país distribuyendo mejor la riqueza que se extrae de nuestra tierra, de nuestro mar, y con nuestra gente. Hablo  del reparto inequitativo de utilidades, del exigir apretarse el cinturón en tiempos difíciles y no distribuir en los de bonanza. Hablo también de la pequeña triquiñuela para ahorrarse unos pesos, de la declaración de impuestos a medias, del omitir información o de manejarla para obtener dividendos a corto plazo, hablo de saltarse la institucionalidad, de validar en distintos niveles y ámbitos el pituto y el amiguismo, hoy denominados “redes”.


Qué podrían tener en común hechos ocurridos en el país como las cientos  de personas estafadas por Madame Gil, los ciudadanos inversores que confiaron su suerte a AC Inversións, los empresarios, políticos y variopintos destacados personajes incorporados a la copiosa nomina del capítulo chileno en el “Panama papers”, la denominada colusión de los pollos de hace un tiempo o el más actual cartel del papel higiénico. En apariencia, poco o nada. Todos son casos disímiles en sus actores, coberturas, tiempos de ocurrencia, montos involucrados.

Sé que en esta lista –no exhaustiva, por cierto– refiero casos de personas de a pie y otros, por el contrario, connotados chilenos; en unos se trata de personas naturales y, en otros, se involucran instituciones de diversas nomenclaturas comerciales.

Pero aguzando más el olfato y la mirada a los hechos antes nominados –registrados profusamente en la prensa nacional– todos han producido secuelas y precuelas de ciclos de desarrollo bastante parecidos. Todos han despertado, aparejados de la denuncia, la sorpresa inicial, el acaparamiento de pautas y portadas escritas y audiovisuales, luego las réplicas y descargos de los involucrados o representantes, dando paso a la  indignación social bastante extendida, seguida de la intervención más o menos tibia de agentes fiscalizadores y/o del Poder Judicial, según correspondiera, para luego ir en un lento olvido diluyendo de a poco el alcance pedagógico o  reparatorio que pudiese haber tenido la resolución ejemplar de estos hechos para nuestra sociedad. Aunque hay que señalar que, a la hora de esta columna, hay algunas de estas ocurrencias que recién están en las primeras fases del ciclo y que, además de ellas, varias tienen connotaciones extrafronterizas.

Pero encontramos otros aspectos allí que son del interés de quien escribe: un espacio colectivo, un sustrato común, un escenario, forjándose por años y que sirve para representar todas estas escenas en el país. Veamos algunos de esos elementos.

La consideración experta –y no conservadora– señala que a una empresa puede considerársele sana cuando genera utilidades que bordean el 20 % (previo al pago de impuestos). Según este criterio en Chile, pese a las complejidades de los ciclos económicos, a buena parte de la industria y los servicios se les consideraría entonces rozagantes.

Los datos son elocuentes. Por ejemplo, una investigación de Ciper indica que para el caso de la minería “el promedio de las grandes mineras ha mostrado rentabilidades de 50% y más. Incluso hay casos donde se han registrado utilidades de más del 100 por ciento”.

A mayor abundamiento, el Ranking 2014 preparado por América Economía Intelligence muestra las utilidades promedio por sectores. De los diez sectores económicos analizados, nueve presentan excelentes promedios y la única excepción la constituyó transporte. Hablamos del retail, con una utilidad promedio de 133,8%, energía con un 187,8%, minería con 226%, forestal con 101,6%, petróleo con 104,4% y otros más modestos, como la banca con  69,9%, telecomunicaciones con 53,2 %, alimentos con 40, 9% y construcción con 31,5%

Por su parte, y más actual aun, información financiera del área especializada de El Mercurio y replicada en la web de la Sofofa, nos señala, en el análisis de primer semestre de 2015, que “306 sociedades, representativas del 62%, elevaron sus ingresos durante la primera mitad del año, pese al escenario de desaceleración económica que enfrenta el país.”

No ignoro otros datos tales como el término del superciclo de commodities o el ritmo de crecimiento que bordea un magro porcentaje o que el valor del cobre denominado y con justa razón “el sueldo de Chile” está por debajo de las expectativas o que los niveles de productividad laboral dejan bastante que desear. Todo es efectivo y no pretendo discutirlo y, por cierto, comprendo que esto impacta haciendo disminuir los porcentajes de márgenes de utilidades con que han trabajado las compañías. Pero ese no es el punto de interés para esta reflexión, lo que digo es que hay acostumbramiento a obtener ganancias más allá de lo razonable.

Esta realidad no se ha acompañado de una mejor distribución de la riqueza y el índice de Gini (indicador que mide esta situación), prosigue casi inmutable ante estas golosas cifras.  Lo que digo entonces es que esta danza de millones es la película que, sentados como espectadores y no como actores, observan rabiosamente sobre el 70 % de los trabajadores y trabajadoras asalariadas en Chile que tienen ingresos inferiores al hoy famoso guarismo de los $ 400.000.

Son muchos los y las chilenas que en estas circunstancias se preguntan «y por qué no yo, por qué no puedo tener ‘un golpe de suerte'», y prueban entonces  los juegos de azar, las pollas organizadas en la empresa, la feria o el taller, cualquier posibilidad para hacer cierto el tan merecido sueño de tener más. De oídas, por el poderoso boca a boca, aparece un milagro, una posibilidad cierta de no seguir lidiando con el Transantiago, con independizarse, dejar de hacer horas extras, de vivir de las rentas. Alcanzar la aspiración expresada publicitariamente con el popular y notable “Chao Jefe”, que después, dado el acierto, sumó también una campaña comunicacional de carácter publica con el “Chao suegra”.

Una posibilidad de obtener rápida utilidad y liquidez con poco o menos esfuerzo. Allí se van los ahorros, allí se comprometen las escuálidas herencias que dejaron padres añosos o el resultado del pago de las indemnizaciones de un despido que ahora no dolió tanto. Allí estaban disponibles las financieras y la banca para conceder el crédito que se considera “un capital de trabajo”, ahí están los sueños de una clase media que ya no está tan segura –a pesar de la incipiente reforma– de que la educación sea la llave maestra de la movilidad social. Ahí está el caldo de cultivo para hacer tan fáciles las estafas piramidales y masivas. No hay educación financiera ni Sernac posible que pueda hacerle frente a esa atractiva posibilidad, transformada en quimera.

Es el mismo elemento base que movió las acciones antes descritas  de personas y las de compañías a trasladar sus utilidades a paraísos fiscales y otras mañas del sistema financiero internacional, el que nutrió en su origen a Adam Smith en su libro Teoría de los sentimientos morales, donde menciona a una Mano Invisible para referirse a esta poderosa fuerza y la introduce en la economía, entendiéndola como una motivación virtuosa que estimula el desarrollo. Sin embargo, es en este momento que cabe recordar la frase del filósofo pesimista A. Schopenhauer que nos señala: “La riqueza material es como el agua salada; cuanto más se bebe, más sed da».

Ahora sí, llegué al centro de esta reflexión y de lo que veo detrás de todos estos hechos: la codicia, ese “deseo excesivo” –como lo define la RAE–, irrefrenable de tener más, de tener riquezas y que ha estado presente a lo largo de la historia humana, con sus diferentes rostros y expresiones, pero que ciertamente es en esta fase del neocapitalismo, caracterizado por el individualismo exacerbado y el consumismo apoyado de la economía financiera, donde se expresa con mayor magnitud y profundidad.

No se confunda esto con legítimo derecho a la justicia social o la sana aspiración a vivir con dignidad que se alcanza a través del trabajo decente y bien remunerado y la organización de los trabajadores y trabajadoras o el sano emprendimiento, de la igualdad de oportunidades de acceso a los bienes y servicios del Estado, de la equidad normativa o impositiva (tributaria) que una sociedad, como fruto de un proyecto colectivo, es capaz de alcanzar en el tiempo y a partir de procesos democráticos.

[cita tipo= «destaque»]Ahora sí, llegué al centro de esta reflexión y de lo que veo detrás de todos estos hechos: la codicia, ese “deseo excesivo” –como lo define la RAE–, irrefrenable de tener más, de tener riquezas y que ha estado presente a lo largo de la historia humana, con sus diferentes rostros y expresiones, pero que ciertamente es en esta fase del neocapitalismo, caracterizado por el individualismo exacerbado y el consumismo apoyado de la economía financiera, donde se expresa con mayor magnitud y profundidad.[/cita]

Hablo de la ruta corta, de la evasión, de la elusión, los paraísos fiscales, las sociedades espejo o del nombre que tenga, del no querer hacerse parte del desarrollo del país distribuyendo mejor la riqueza que se extrae de nuestra tierra, de nuestro mar, y con nuestra gente. Hablo del reparto inequitativo de utilidades, del exigir apretarse el cinturón en tiempos difíciles y no distribuir en los de bonanza. Hablo también de la pequeña triquiñuela para ahorrarse unos pesos, de la declaración de impuestos a medias, del omitir información o de manejarla para obtener dividendos a corto plazo, hablo de saltarse la institucionalidad, de validar en distintos niveles y ámbitos el pituto y el amiguismo, hoy denominados “redes”. Todas estas acciones declaradas en público como nocivas, pero  practicadas en privado, silencio y a veces hasta sin conciencia y, en el caso de los poderosos, con la complicidad de algunos profesionales, autoridades y organizaciones inescrupulosas establecidas especialmente al efecto.

Cierto, aclaremos que todo esto ocurre en escalas muy distintas y con efectos sociales también diferenciados. En unos el alcance de sus prácticas será acotado. A los de a pie, cuando se rompe el sueño, los afectados son personas y familias destruidas que deambularán por los tribunales buscando justicia y pidiéndole a un sistema que funcione y volviendo a la dura realidad del Transantiago, a la doble jornada y/o la tarjeta de crédito reventada.

Para los otros, en cambio, los poderosos, serán los aparatos de defensas corporativas, asesores legales, lobbistas, comunicacionales y de administración, los que se encarguen del control de daños y de que esto (la fisura, la filtración o el conocimiento del acto reñido con la ética o fuera de la ley, o ambos ), no sea  más que un tropiezo transitorio y un mal recuerdo en la exitosa carrera por tener más y si, en el peor de los casos, alguien tuviera que pagar, serán siempre otros: empleados, trabajadores, consumidores o ciudadanos, los que deban asumir las consecuencias directas e inmediatas.

Ante algunos de estos hechos (los que afectan a los poderosos), personeros de distintos colores han señalado apuradamente la honestidad de los chilenos y la transparencia de sus instituciones, esto para promover la estabilidad económica o por una responsabilidad republicana extrañamente entendida.

En mi opinión, creo que efectivamente este país es bastante honesto y menos corrupto que otros… Pero convengamos que ya no somos los mismos de antes y, por cierto, compararnos no sirve de mucho, salvo para autoengañarnos. La opacidad se agrava en un país con crisis de representación social y política y falta de confianza en autoridades y liderazgos de todo orden. Esto, por favor, ya pasa de la anécdota y se vuelve sistemático.

Se hace urgente e indispensable, para controlar esta pandemia, que hoy se hagan más y mejor las cosas sobre esta materia. Se requiere emprender acciones simultáneas y coherentes para transparentar y no afectar la libertad de información, administrar justicia de modo ejemplificador y a tiempo, fiscalizar con celo, cambiar la norma, fortalecerla cuando es débil, promover la ética en las instituciones públicas y privadas y dotar de capacidad de control social a la ciudadanía. Esa tarea corresponde a todas y todos, pero debe ser impulsada y liderada por un Estado más autocrítico, promotor celoso del interés común.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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