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Se inunda nuestra modernidad líquida

Eddie Arias Villarroel
Por : Eddie Arias Villarroel Sociólogo. Vecino del Barrio Yungay.
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En el nudo Kennedy, el agua se metió en los túneles y salió tanto por la Costanera Norte como por la Costanera Sur y anego las vertebrales avenidas y calles del ex barrio alto de la capital. El agua hizo liquidez de nuestra modernidad recordándonos que provenimos de un Chile pobre al cual todo le ha costado. Un Chile pobre, ese antropológico que llevamos en nuestra inseguridad diminutiva, en ese solapamiento tan patrio.

Nuestra modernidad se inunda cada vez que llueve, las obras de la modernidad líquida chilena se sumergen en un agua barrosa que empaña esa imagen de OCDE que nos muestran con una semiótica de edificios altos, malls y autopistas. Es el derecho a la ciudad de los actores fuertes, los actores preponderantes que la modelan con sus intervenciones que suponen fuertes flujos de inversión.

Esa cultura de la vitrinología paisajística que muestra una ciudad de acuario que funciona en la rapidez y concreto con que se diseña una imagen metropolitana feliz.

Una ciudad construida para que fluya la inversión inmobiliaria y se destrocen barrios completos de características patrimoniales. Procesos de gentrificación producidos a una escala de destrucción creativa para generar un lenguaje impersonal de edificios en altura. Donde la otredad no existe y vivimos un vivir más bien intimista.

Se construyen autopistas para buscar una conectividad total, la ciudad es reinventada en la intensidad del despliegue de las mercancías, grandes catedrales comerciales son levantadas con obscenidad fetichista. Se construye una idea de nuevo Chile que resulta ser de un material insolvente, discurre en un deslave comprometedor para cualquier discurso de modernidad verosímil.

El Estado neoliberal se define en una episteme muy clara, actúa para promover el negocio de los privados, es el que promueve las inversiones. Ahí se instala el sistema de las concesiones públicas como una trama que ordena una cesión política de intereses públicos, porque al final el Estado opera de manera abierta para la generación de capital.

La tecnología de las concesiones demuestra el déficit de responsabilidad pública en que termina la gestión de lo público en los límites de un “nanoestado”, la fiscalización y prevención tienen una difícil resolución en las eficacias de su gestión.

Cuando las responsabilidades son privadas tienen los límites de la rentabilidad asociada a la ganancia, se encapsula el aspecto político público de las obras públicas, su fin, en tanto busca la perspectiva de un bien colectivo, ese objetivo político queda preso de una rentabilidad privada.

Los límites de los reclamos del alcalde metropolitano son la lógica sobre la cual se sustenta el modelo de las concesiones estatales. La pragmática lógica privada que termina ahogando el bien público como objetivo estatal, que es su misión contractual democrática. Esa es la matriz que articula un engranaje donde siempre terminaremos anegados con el agua hasta el cuello de nuestra infraestructura país.

Es una escena que nos inscribe en la reiterada y abusada teleología del desastre, solo que lo hace en plena iconografía de barrios de bien, de barrios limpios y pujantes. Providencia opera como una traslación del centro cívico, hay un circuito que se hace muy céntrico y, por tanto, homologa en otro contexto el centro histórico. Su embarramiento tiene una suscrita ironía de cómo lo bello también puede ser devastado y ensuciado.

La hermenéutica del interés privado tiene un principio donde predomina el interés privado, y la lógica de lo público debería tener por definición democrática un interés público.

 [cita tipo=»destaque»]La inundación es un síntoma de la fragilidad de nuestra “modernización”, sin planificación territorial, con falta de aplicación de modelos de gestión de riesgos que demuestra además un Estado con pocas capacidades técnico-políticas.[/cita]

Las posibilidades de confluir para construcciones públicas puede tener los márgenes estrictos del bien común, cuándo el interés privado se subordina a esa lógica es un asunto de análisis de política pública que debe ser abordado con una responsabilidad más profunda. No con la tecnocracia positivista que elude la posibilidad de discutir políticamente las concepciones de los bienes públicos y las tecnologías de su implementación en la ciudad.

El desborde del río no es culpa de las lluvias isotérmicas como un rasgo ya instalado en el marco de un proceso más global de cambio climático, sino de las ingenierías de las obras públicas, de su nula planeación del riesgo por parte de Costanera Norte.

Se montó una escena de dilución vial muy categórica, un sketch frente a la soberbia y poco estética prepotencia del edificio Costanera Center, un garabato urbano que representa la obsesión capitalista criolla por demostrar con sello personal la presencia en un sitio.

La inundación es un síntoma de la fragilidad de nuestra “modernización”, sin planificación territorial, con falta de aplicación de modelos de gestión de riesgos que demuestra además un Estado con pocas capacidades técnico-políticas.

El MOP, especialista en estos menesteres, procesará los alcances y las culpabilidades, pero el problema seguirá disolviendo la viabilidad del interés colectivo en la lógica de un esquema absolutamente jibarizado.

Las lluvias se irán con un ciclo de retorno, se llevarán varias cosas, entre ellas esa imagen invulnerable de una “modernidad” con dos caras, que al final se manifiesta en la vulnerabilidad tan característica de nuestro ideario nacional.

Y la estantería tecnológica calculista se nos viene abajo, y aparece ese desinfle entre lo prometido y lo realizado, y las autoridades no asumen porque no hay en la política una concepción de país, se trabaja con las coyunturas del periodo, y con muy poca gestión sobre las cuestiones fundamentales del país, aquellas que pueden ser “impopular hacerlas”, pero hay que hacerlas, ese sentido goza de ausencia plausible ahora que se humedecen las avenidas de nuestra modernidad nacional.

Mostrando una licuación literal, plausible, trágica y terrible, como profundamente irresponsable y negligente. Para qué son todas esas certificaciones de calidad que se venden como magia organizacional, y al final los procesos de gestión conducidos por humanos terminan en el agua.

Y qué será de las capacidades de fiscalización del MOP, los marcos jurídicos, la geopolítica del Estado se traduce en la expresión de una gestión pública siempre limitada. Los aspectos de planificación territorial en Chile no existen, todo crece y se hace de acuerdo a la voluntad del mercado.

Ese es el vector que nos tiene cubiertos los espacios, y no hay posibilidad de revertirlo, es como una gran fuerza gravitacional diseminada que al final nos hace seguir por un rumbo sin un sentido nacional y colectivo, en el fondo esta es la demostración de la pérdida de un sentido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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