La postal se repite semana por medio. Marcha por la educación que termina con graves destrozos ocasionados por grupos de encapuchados; y horas más tarde dirigentes estudiantiles que emiten declaraciones condenando los hechos y pidiendo que no se criminalice a todo el movimiento estudiantil pues sólo se trata de un grupo aislado de delincuentes. El grueso de la escena consiste en eso, pero sus víctimas van variando. Hace unos días fue la iglesia de la Gratitud Nacional, semanas atrás fue la vida de Eduardo Lara -guardia de seguridad de una farmacia en la ciudad de Valparaíso-, en otras ocasiones les ha tocado a los comerciantes y dueños de locales por donde transitan las marchas, etc.
El problema es que llevamos años considerando estos hechos como cuestiones aisladas, como hechos individuales que se repiten marcha tras marcha y que solo responden al oportunismo de sus autores.
Olvidamos que estos actos de violencia ocurren en un contexto marcado por discursos que promueven la violencia y la lucha de clases. Olvidamos que estos destrozos ocurren rodeados por ideologías que los sustentan, y que sus autores justifican en ellas. Doctrinas que hoy la extrema izquierda difunde sin temor alguno; que dividen la sociedad entre opresores y oprimidos, y que en virtud de dicha división, justifican la violencia entre unos y otros.
Hemos sido ingenuos en creer que los actos de violencia en las manifestaciones no tienen vinculación alguna con esas ideologías que hoy han vuelto a tomar fuerza. Por esto, a los grupos y colectivos de extrema izquierda, que proliferan en la política estudiantil, sí les cabe una cuota de responsabilidad por los actos de violencia que reiteradamente vemos en las manifestaciones.
[cita tipo=»destaque»] Es urgente que como sociedad entendamos que la única forma para convivir pacíficamente en comunidad, es mediante una condena firme y transversal a todo tipo de violencia. Porque, aunque la memoria a veces traiciona, los chilenos no debemos olvidar que la última vez que imperaron los discursos de lucha y confrontación –de uno y otro lado- por sobre el respeto y el diálogo, fue la época en que nuestro país se quebró. [/cita]
No se trata de sostener de que fueron los dirigentes de extrema izquierda quienes incendiaron el edificio en Valparaíso, o quienes atacaron la iglesia de la Gratitud Nacional. Sin embargo, en política, quién aporta el sustento ideológico también comparte un grado de responsabilidad con quien toma dicho contenido y lo lleva a la práctica.
Aunque parezca increíble, hoy en el siglo XXI, las federaciones de estudiantes de las principales universidades del país, tienen a la lucha de clases como elemento fundante de su ideología política. Por eso, no extraña que todas las condenas de los dirigentes estudiantiles a los actos de violencia sean “con reserva”, por tratarse de actos “contra los de su clase” o “contra un chileno del pueblo”, o por tratarse de una iglesia “donde se condenaron las violaciones a los derechos humanos en dictadura”, y nunca contra la violencia en general como medio para actuar en política.
Es urgente que como sociedad entendamos que la única forma para convivir pacíficamente en comunidad, es mediante una condena firme y transversal a todo tipo de violencia. Porque, aunque la memoria a veces traiciona, los chilenos no debemos olvidar que la última vez que imperaron los discursos de lucha y confrontación –de uno y otro lado- por sobre el respeto y el diálogo, fue la época en que nuestro país se quebró.
Es hora de que empecemos a cuidar y resguardar las formas democráticas; y que entendamos que el diálogo y el respeto entre nosotros, no son sólo medios sino valores en sí mismos.
Debemos entender que la violencia en las marchas no se erradicará mientras no erradiquemos la violencia en los discursos.