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El lugar de los viejos: las arrugas que nos ponen frente a la pared

Tuillang Yuing Alfaro
Por : Tuillang Yuing Alfaro Doctor en Filosofía. Docente Facultad de Pedagogía Universidad Academia de Humanismo Cristiano
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Cuando una abuela de 82 años es capaz de protestar en las puertas de una AFP por una rebaja que considera injusta y que atenta contra su bienestar, es momento de interrogar a un modelo que abriga cómodamente la marginación de sus personas mayores. Así, también, la trágica muerte de Eduardo Lara el pasado 21 de mayo puso en evidencia las precarias condiciones laborales de alguien que, con 71 años, se veía obligado a trabajar un día feriado y al margen de toda garantía.

Se trata de un síntoma que merece atención. Estos casos son el signo alarmante del drama silencioso que sufre un segmento no menor de la ciudadanía, aquel que por envejecer se ve destinado a empobrecerse y sufrir. Y es que pese al ornamentado discurso social experto sobre la tercera edad, los abuelos y abuelas de nuestro país son indudablemente personajes carentes de impacto político.

Alejados de la contingencia ruidosa, sin la fuerza suficiente para movilizarse ni hacer visibles sus demandas, están condenados a la inexistencia ciudadana. Al contrario de la vitalidad rebosante que cada cierto tiempo renueva al movimiento estudiantil, los decaídos y escasos reclamos de nuestros ancianos no tienen casi destinatario, puesto que, al estar alejados del mundo del trabajo, su inacción no es más que el reposo esperable en su momento de la vida. La huelga de nuestros viejos es una escena de brazos caídos, pero no por protesta sino por cansancio. Sin ruido y sin efecto.

El anciano desafía al arquetipo del emprendedor: los viejos y viejas ya no compiten ni producen. Su senil silueta yace en las afueras de un mercado que funciona como medida del capital humano bien invertido. El prototipo del hombre activo, que emplea su astucia y esfuerzo en la abierta competencia del mercado, goza de una autonomía individual que dista de la dependencia sumisa que requieren nuestros abuelos para subsistir con dignidad.

Ellos ya no pueden trabajar: sus pensiones de miseria exigen el aporte de quienes les rodean, si es que tienen la suerte de estar protegidos por redes de afecto. Ellos ya no pueden moverse con ligereza: la torpeza de su andar ruega por apoyos –no simbólicos sino físicos– que hagan menos riesgosos sus desplazamientos; ello al precio de una lentitud que no se condice con la velocidad del tráfico urbano ni de la licuefacción social.

Muchas veces nuestros viejos no pueden ver ni escuchar suficientemente: el déficit de sus sentidos agotados los mantiene lejos de una sociedad que resuelve casi todo virtual e impersonalmente: ¿Qué pasa cuando un anciano que transcurre –comprensiblemente– buena parte del día viendo televisión, sufre el corte de su servicio de cable? Los sistemas de comunicación de las empresas vía operadores telefónicos simplemente los aniquilan como clientes. ¿Cómo recarga un abuelo su teléfono móvil por internet? ¿Cómo se entiende con un banco que funciona “en línea”?

El lenguaje y la gramática de las empresas de hoy no están hechos para quienes han juntado años, condenándolos a la inatención y a conformarse con servicios deficientes, cuyos métodos de regulación los ningunean.

En definitiva, los ancianos son la negación en acto del mito de la retribución proporcional al despliegue de la autonomía y el sacrificio personal. Los viejos representan la cara oculta de un neoliberalismo que se sostiene en la ficción canalla de un individuo soberano de todas sus capacidades, hecho a pura voluntad y esfuerzo egoísta.

En esta lógica, la pobreza es fruto de la flojera y el anciano no es más que la estela de su pasado: sus pensiones bajas son la cosecha de una juventud perezosa. Nuestros viejos pagan la “poca viveza” de otros tiempos –o el no haberse levantado aún más temprano– con una vida miserable frente a la cual no hay otra salida que la resignación.

[cita tipo=»destaque»]Sin embargo, así como se dice que “todos tenemos un muerto en el clóset”, así también parece que todos tenemos un anciano que, con su mera presencia, refuta un sistema que homologa sacrificio con competencia salvaje. Se trata de un abuelo, un tío o nuestros mismos padres. Este viejo invade nuestras reflexiones con palabras como ‘soledad, ‘abandono’, pero también como ‘cuidado’ o ‘dignidad’.[/cita]

Sin embargo, así como se dice que “todos tenemos un muerto en el clóset”, así también parece que todos tenemos un anciano que, con su mera presencia, refuta un sistema que homologa sacrificio con competencia salvaje. Se trata de un abuelo, un tío o nuestros mismos padres. Este viejo invade nuestras reflexiones con palabras como ‘soledad, ‘abandono’, pero también como ‘cuidado’ o ‘dignidad’.

En la intimidad de nuestros afectos su silueta nos confunde y traiciona: quisiéramos tenerlo lejos –ojalá en una institución especializada– donde no estorbe nuestra dinámica cotidiana centrada en la producción y podamos, de paso, escondernos de aquel paisaje que puede ser también nuestro destino. Pero al mismo tiempo –y sobre todo si estos viejos son nuestros padres– queremos retribuir sus sacrificios que construyeron, en gran medida, nuestro actual bienestar.

Los ancianos visibilizan hoy la indiferencia y necedad de un modelo que no valora el afecto ni la colaboración; un modelo social que no cree en los sistemas de protección desinteresados ni en los cuidados mutuos. No obstante –arrinconados en nuestras casas o recluidos en un asilo con olor a orina–, hoy comienza a estallarnos en el rostro la vehemencia de una vida rica en años, frente a la cual no sabemos qué hacer.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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