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Clase media versus la élite: ¿nueva lucha de clases? Opinión

Clase media versus la élite: ¿nueva lucha de clases?

Pablo Torche
Por : Pablo Torche Escritor y consultor en políticas educacionales.
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Si se quiere estar a la altura de los desafíos del nuevo ciclo, se requiere en primer lugar una modificación completa a la forma de funcionar del Estado. Ya no se trata solo de montar consejos consultivos o ciudadanos de modo temporal, menos aún de recurrir a la clásica “comisión de expertos” (por ejemplo, “comisión de élite”), se requiere un conjunto nuevo de instituciones permanentes que viabilicen la participación más amplia y transparente de la sociedad, en todo un conjunto de diseños y decisiones, que de otra forma, no contarán con legitimidad.


El concepto de clase media es sin duda polisémico. Algunos lo definen, desde el punto de vista educacional, como aquella primera generación que accede a la universidad; otros optan simplemente por una definición económica, buscando establecer un determinado nivel de ingreso; y hay, también, algunos que privilegian una lógica cultural, para definir a la clase media en torno a un determinado estilo de vida, patrones de consumo y gustos. Más que elegir alguna de estas miradas o delimitar un nuevo segmento, quisiera proponer aquí una definición alternativa, complementaria: la clase media, más que como un grupo determinado de la población, como un modo de actuar, un conjunto de procedimientos, un ethos.

La clase media no sería así un grupo determinado de la población, sino más bien una nueva forma de comprender las relaciones sociales, fundamentadas en un sustrato valórico determinado, transversal a la sociedad en su conjunto.

La clase media se definiría entonces como la adopción de nuevos valores y mecanismos de organización social: la meritocracia y el esfuerzo individual, vinculados a la expectativa de movilidad social, la creencia en la igualdad de oportunidades y el rechazo de cualquier forma de privilegio, discriminación y exclusión.

Aunque parezcan casi de sentido común, son en verdad valores novedosos para la sociedad chilena, de alguna forma contrahegemónicos. Se oponen al ethos dominante de la élite, que ha prevalecido hasta ahora, basado en privilegios heredados y esquemas de inclusión y exclusión articulados sobre la base de prejuicios clasistas y racistas, reproducidos a través de mecanismos de gestión cupular y endogámica: los contactos, los pitutos, el amiguismo.

Desde este punto de vista, ser de clase media no se relacionaría tanto con cuánto gana un individuo, qué nivel de educación ha alcanzado o cuáles son sus gustos culturales, sino más bien respecto a de qué forma concibe las relaciones sociales y qué tipo de mecanismos de interacción e inclusión privilegia. Es una definición, si se quiere, más política.

La crisis de legitimidad del Chile actual puede ser comprendida desde la perspectiva de esta nueva lucha de clases, esta confrontación entre dos formas de entender la organización social y funcionar en ella, que son excluyentes, opuestas entre sí.

[cita tipo= «destaque»]El mundo privado, particularmente el económico-empresarial, también debe modificar completamente sus prácticas, en un sentido profundo, estructural, no simplemente previniendo casos rampantes de colusión, explotación del medio ambiente u otros. Los empresarios, las empresas, deben preocuparse no solo de producir de manera eficiente, sino también de contar con legitimidad social.[/cita]

Por un lado, está la pulsión a seguir funcionando como se ha hecho hasta ahora, es decir, a través de la reproducción de un grupo pequeño de poder –la élite–, que se protege a sí mismo y mantiene sus privilegios a través de mecanismos cupulares, los arreglos, la colusión, los pitutos. Por otro lado, está la presión dominante a adoptar una nueva forma de funcionar, basada en un acceso justo y equitativo a los beneficios, donde todos tienen la misma oportunidad sobre la base de criterios meritocráticos, y transparentes.

Gran parte de los conflictos y desarrollos del último tiempo se inscriben de manera muy nítida en esta dinámica. Desde el procesamiento judicial de algunos de los más connotados miembros de la élite política y económica por corrupción, cohecho y evasión de impuestos, hasta el escándalo por el millonario negocio irregular en el que estuvo involucrado el hijo de la Presidenta, pasando por las abultadas pensiones de algunas personas vinculadas a la élite política, el obsceno tránsito entre cargos públicos y directorios empresariales, la colusión de la élite empresarial, las dietas excesivas de los parlamentarios, y varios otros.

En todos estos casos lo que está en tela de juicio no es un determinado caso judicial, sino el ethos mismo de la élite, una forma de funcionar basada en el ejercicio de privilegios y arreglos privados, para reproducir el poder de unos pocos, en vez de la distribución justa de beneficios de acuerdo a criterios meritocráticos y transparentes.

Resulta interesante destacar que todas estas prácticas y problemáticas siempre han existido en Chile, aún más, diría que siempre se ha sabido que han existido. Es solo que ahora se vuelven, por primera vez, indignantes, inaceptables. En este sentido, las investigaciones judiciales y los hallazgos periodísticos, son, en algún sentido, solo expresiones de un cambio cultural más profundo, un movimiento tectónico de los pilares valóricos en los que se sustenta la sociedad chilena. El ethos que anteriormente imponía la élite, que de alguna forma resultaba aceptado, aceptable, hoy simplemente ya no va más. Esa forma de hacer las cosas caducó y existe una demanda muy fuerte, creciente, por hacer las cosas de forma distinta.

El gran desafío del Chile actual es ajustar su forma de funcionar, vale decir, su política y sus instituciones, a este nuevo ethos cultural de “clase media”, o sea, abierto, participativo, meritocrático, algo que está resultando sin duda más complejo de lo que se había pronosticado.

En algunos casos ha habido avances, pero, en lo sustantivo, el país sigue funcionando de una manera que entra en crisis con la forma de ver las cosas que impera en la actualidad.

Si se quiere estar a la altura de los desafíos del nuevo ciclo, se requiere en primer lugar una modificación completa a la forma de funcionar del Estado. Ya no se trata solo de montar consejos consultivos o ciudadanos de modo temporal, menos aún de recurrir a la clásica “comisión de expertos” (por ejemplo, “comisión de élite”), se requiere un conjunto nuevo de instituciones permanentes que viabilicen la participación más amplia y transparente de la sociedad, en todo un conjunto de diseños y decisiones que, de otra forma, no contarán con legitimidad.

En la esfera propiamente política, lo que se requiere son partidos capaces de construir las visiones ideológicas y programáticas desde las bases, no a través de acuerdos cupulares y gustos personales de los líderes de turno. Esa lógica –que pudo haber resultado efectiva en otro período histórico–, ya expiró. Para el momento actual, se requieren nuevas formas de funcionar, pero no solo para garantizar un mínimo de participación y transparencia interna (que obviamente también es necesaria), sino también para permitir una expresión efectiva de un conjunto mucho más amplio de actores.

Asimismo, es necesario comprender que no basta con la obtención de acuerdos a nivel “político” (con lo que se quiere decir, habitualmente, acuerdos de la “élite política”); es necesario lograr que estos acuerdos cuenten también con legitimidad social (una dimensión que prácticamente no se visibilizaba hasta ahora).

El mundo privado, particularmente el económico-empresarial, también debe modificar completamente sus prácticas, en un sentido profundo, estructural, no simplemente previniendo casos rampantes de colusión, explotación del medio ambiente u otros. Los empresarios, las empresas, deben preocuparse no solo de producir de manera eficiente, sino de contar con legitimidad social. La responsabilidad social no es así un apéndice periférico de las empresas, se convierte cada vez más en una dimensión esencial de su funcionamiento.

La crisis actual de Chile se puede atribuir a un cambio muy rápido, en gran medida imprevisto, de los valores y procedimientos básicos que hasta ahora habían resultado hegemónicos para regular la organización social, y su reemplazo por otros de naturaleza contrapuesta.

Su solución dependerá de la celeridad y eficacia con que se ajusten los modos de funcionamiento a las nuevas demandas que comienzan a adquirir supremacía.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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