Recientemente la Corte Suprema revocó la sanción aplicada a miembros de un Tribunal Oral en lo Penal que, en el ejercicio de sus potestades jurisdiccionales, declararon abandonada una defensa. A partir de una queja disciplinaria y sin forma de juicio alguna, la Corte de Apelaciones –en decisión dividida– los sancionó. Uno de esos jueces recurrió de amparo gremial, el que fue acogido por el directorio de la Asociación de Magistrados, pero todos debieron pasar por una larga e injusta tramitación, antes de lograr la revocación de la sanción.
Las sanciones sumarias, sin debido proceso, son habituales en el Poder Judicial y las amenazas de sanción, más comunes aún, lo que resulta una paradoja intolerable entre quienes se ocupan precisamente de garantizar y adjudicar los derechos de quienes recurren a los tribunales.
Nada ha redituado más en favor de la modernización del Poder Judicial que la mejora de los procedimientos penal, de familia y laboral, pero, como una casa vieja a la que se le restaura y hermosea solo un ala de la construcción, dejando ver un duro contraste con las zonas no reparadas, las reformas han evidenciado la necesidad de avanzar en el mismo camino respecto de procedimientos anclados todavía en la prehistoria del juzgamiento.
En ese panorama de contrastes, los procedimientos no reformados han quedado expuestos al juicio comparativo y al develamiento de su propia irracionalidad. De entre ellos, el procedimiento disciplinario aplicable a los jueces se erige como una pieza de arqueología inquisitorial, casi un estandarte del oscurantismo, la ausencia de garantías y la discrecionalidad.
Esta realidad se ha modelado gracias a que el actual diseño está concebido para ejercer un control funcionario jerárquico, intramuros de la burocracia judicial, desatendiendo el valor más relevante de una organización judicial en democracia: la independencia de la función pública de juzgar, que ha de garantizarse para hacer realizable la exclusiva vinculación del juez con las normas que resuelven el caso.
[cita tipo= «destaque»]Esta realidad se ha modelado gracias a que el actual diseño está concebido para ejercer un control funcionario jerárquico, intramuros de la burocracia judicial, desatendiendo el valor más relevante de una organización judicial en democracia: la independencia de la función pública de juzgar, que ha de garantizarse para hacer realizable la exclusiva vinculación del juez con las normas que resuelven el caso.[/cita]
Por siglos se han desarrollado múltiples prácticas al amparo de estas normas, propias de un panorama en que la imparcialidad está extraviada y donde las garantías para el juez investigado son imposibles, porque son una contradicción genética, a pesar del trato indulgente ocasional: “Pasadas a Pleno” normalmente por decisiones jurisdiccionales (que aunque no se concreten en investigaciones cumplen plenamente su bien decantado rol de amenaza), sanciones sumarias, investigaciones incoadas con órdenes genéricas de investigar, fases secretas que exceden las prescripciones reglamentarias, investigaciones sucesivas, imposibilidad de rendir probanzas, conocimiento en cuenta en tribunales colegiados, confusión de lo funcionario con lo jurisdiccional, compromiso del órgano judicial con la investigación (orden regular de formular cargos cuando el fiscal requiere sobreseimiento) y, en casos de mayor exposición y según la relevancia de la Corte comprometida, filtración de información reservada, con lo que el factor mediático (“juicios paralelos”) se suma, en desmedro del investigado, al prejuzgamiento condenatorio que lo afecta.
No ha sido extraño entonces que desde su creación, en 2007, el amparo gremial que tutela la independencia y la dignidad de la función pública judicial de nuestros asociados y asociadas haya develado estas prácticas –símil del amparo profesional que asiste a otros colegios y asociaciones en casos de atropello a su ejercicio– promoviendo el debate y su difusión, pero también generando incomodidad, al sacar a flote lo que nos avergüenza o debiera avergonzarnos. Se trata de un arbitrio objetivo, porque aprovecha –sin respecto de quien sea– a quien estime amagada su independencia, permitiéndole accionar contra cualquier acto o procedimiento que la amanece y se dirige generalmente contra quienes ejercen la potestad disciplinaria.
La tensión inevitable del último tiempo (precisamente cuando hemos acentuado la demanda crítica contra el modelo disciplinario llegando incluso al Tribunal Constitucional) se ha traducido en incomodar incluso a quienes, siendo asociados, se sienten compelidos por mandato legal y posición jerárquica a aplicar el régimen disciplinario, lo que pareciera impedir un juicio crítico sobre las normas que aplican y advertir los caminos institucionales existentes para cuestionarlas.
Esa incomodidad de unos pocos, no nos resulta indiferente, pero, ponderados los intereses en juego, necesariamente cede ante la lesión permanente y gravísima de la independencia interna que el disciplinario y sus prácticas infligen a la Jurisdicción misma.
Es indispensable afirmar que no hay nada más lejano de nuestro compromiso que postular un sistema sin responsabilidad de quienes ejercen la relevante función pública de juzgar. Pero una jurisdicción moderna impone establecer un sistema objetivo y eficaz de responsabilidad de los jueces basado en las normas de debido proceso que hoy no tenemos.
Por ello, cualquier intento de autorreforma corporativa en esta materia, por bien intencionada que sea, estará destinado al fracaso.
De las tres dimensiones que comprende: orgánica, procesal y catálogo infraccional, apenas tibiamente ha podido avanzarse en la segunda, pero no es posible alcanzar los estándares de debido proceso para un régimen de responsabilidad de los jueces, sin consagrar órganos independientes, procedimientos adecuados y un catálogo objetivo de conductas sancionables.
La superación de este estado de cosas, exige necesariamente que una reforma constitucional elimine la actual superintendencia disciplinaria de la Corte Suprema y el rol que a las Cortes les cabe como verdaderas intendencias de aquella y una reforma legal que consagre órganos, procedimiento y tipificación ajustados a un proceso racional y justo.
En el intertanto, abogamos por que prime la mayor racionalidad en el juzgamiento de unos jueces sobre otros; trabajamos para ampliar el juicio crítico sobre el modelo disciplinario vigente, en pos de sustituirlo por un régimen de responsabilidad con reserva legal, confiados en nuestra capacidad colectiva y experiencia gremial para contribuir al forjamiento de uno adecuado.
Y no desatendemos la urgencia. Pues el día a día está plagado de jueces enjuiciados sin proceso y porque se trata de una cuestión de principios, donde el rito irracional, asume tonalidades, pero se repite una y otra vez lesionando la independencia, sin importar los nombres propios.
Sin importar quién juzgue ni quién es juzgado.