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El triunfo de Donald Trump: hasta que pasó en Estados Unidos


Algunos escritores son visionarios o pitonisos. No obstante, nadie los toma en cuenta en calidad de oráculos. Nos encanta jugar a que nos digan o lean el futuro (vía naipes o demás tonteras parecidas), pero cuando una mujer o un hombre de letras nos dicen con seriedad y preocupación en sus ficciones ‘cuidado, miren, nos acercamos a un precipicio’, lo ignoramos.

En Estados Unidos hay una larga tradición de escritores que advirtieron sobre el peligro de que el país torciera a la extrema derecha. The Iron Heel (1908) de Jack London; Nathael West con su obra A Cool Million (1934); y se corona en la primera mitad del siglo XX con Sinclair Lewis (1985-1951), Premio Nobel de Literatura en 1930, quien publicó en 1935 la novela titulada It Can’t Happen Here (No puede pasar aquí).

Y ya no tan atrás, en la era de la Presidencia de George W. Bush (2000-2008), Philip Roth (1933) publicó La conjura contra América (2004) (recordemos que para los estadounidenses su país es y lo llaman América). Pues bien, La conjura… es lo que se llama una ucronía, es decir, un libro donde se explora en la ficción una alternativa a la realidad histórica, un mundo donde “que habría pasado si…”. En este caso, Roth imagina que en 1940 Charles Lindbergh, el famoso aviador, pro nazi y partidario de Hitler, le gana en 1940 la elección presidencial a Franklin D. Roosevelt (FDR). Y lo que viene es un gobierno racista antijudío, aliado de Alemania y Japón. Nacionalista y aislacionista. Y la persecución se desata, muchos judíos huyen a Canadá para evitar deportaciones internas, y la democracia estadounidense colapsa. No contaré la resolución de la trama. Solo diré que hoy la novela adquiere mucha vigencia.

Pero sí diré que Roth ancla en los años posteriores a la Gran Depresión que se iniciaron en 1929 y se extendieron hasta los inicios de la II Guerra Mundial (IIGM). Esa fue precisamente la época en que la ultraderecha filonazi en Estados Unidos sacó músculo con su ideología que combinaba un discurso donde se mezclaba el nacionalismo, la xenofobia, el aislacionismo y la judeofobia. Sus adalides más destacados fueron Henry Ford (a pesar de que los autos de su empresa eran los preferidos por el público, los judíos no los compraban y eran firmes partidarios de FDR); el mismo Lindbergh; y el padre católico Charles E. Coughlin, quien avivaba la cueca ultraderechista en sus programas radiales con miles de miles de oyentes (se habla de hasta 40 millones).

Quien logró detenerlos democráticamente, a estos y otros muchos nacionalistas, aislacionistas y judeofobos, fue precisamente FDR, quien gobernó entre 1933 y 1945 (murió ejerciendo el cargo, un poco antes de que su vicepresidente-sucesor, Harry Truman, el nuevo Comandante en Jefe que poseía la clave nuclear, ordenara bombardear Hiroshima y Nagasaki).

Cuenta Saul Bellow (1915-2005), Premio Nobel de Literatura en 1976, que en esos años difíciles, los estadounidenses se iban los fines de semana a los parques a hacer picnic y se instalaban pegados a sus autos. A la hora señalada, prendían la radio y escuchaban a FDR. El presidente con su voz cautivadora y mecedora les transmitía esperanza, los calmaba, les decía vamos a salir, y los estadounidenses le creían. Así, gracias al New Deal (Nuevo Trato), el origen del Estado Bienestar según algunos historiadores, la economía fue remontando, el desempleo disminuyendo, y se fue restableciendo el poder adquisitivo de las clases trabajadoras.

Y luego vino la IIGM y FDR fijó una doble estrategia. Por un lado, no provocar en un primer momento a los aislacionistas, quienes no querían alianzas bélicas (con los llamados Aliados) contra Hilter ni ir a la guerra. Para los aislacionistas y nacionalistas era un conflicto de Europa. Por otro, FDR decidió apoyar firmemente en materia militar a Inglaterra y la Unión Soviética. El error de Japón de atacar Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, inclinó por fin la balanza en favor de FDR. Los aislacionistas se quedaron sin argumentos, y Estados Unidos y sus soldados hicieron despegar los aviones y cruzaron los mares para combatir en terreno al Eje. Fue el triunfo de los estadounidenses internacionalistas.

[cita tipo= «destaque»]Termino con mi propia ucronía: ¿qué habría pasado si Bernie Sanders hubiese ganado las primarias a Clinton y sido el candidato de los demócratas? Perdió 40-60. Hizo una campaña de ideas, tiene una ética y un CV impecable, y no uno dudoso como Hillary, quien les dice una cosa en sus charlas a los lobos de Wall Street, quienes le pagan muy bien, y otra muy distinta al pueblo estadounidense.[/cita]

Ni que decir tiene que Roth sabe muy bien sobre todo esto. Pero vale la pena hoy citar sus palabras en 2004 sobre su misma novela, más bien su optimismo cauto, de que en Estados Unidos no puede pasar: “No es mi punto que esto puede pasar y pasará; más bien, es que al momento que debería haber pasado, no pasó. La conjura contra América es un ejercicio de imaginación histórica. Pero la historia tiene la última palabra. Y la historia dijo otra cosa” (The Story Behind The Plot Against America”, The New York Times, 19/12/2004, la traducción es personal).

Claro, pienso yo, Barack Obama no es FDR, aunque es también un magnífico orador. Pero no se podía presentar por tercera vez, es negro (aunque de madre blanca), anatema para quienes votaron por Trump, y por más que lo intentó junto a su esposa Michelle, no pudo pasarle el bastón a Hillary Clinton.

Y quizá lo más importante, dejará la Presidencia y al país más polarizado de lo que lo encontró (incluido el tema racial), y no fue capaz de responder con efectividad a aquellos(as) estadounidenses muy golpeados(as) por el neoliberalismo, la globalización y la era digital. En especial los(as) llamados(as) red necks, es decir, blancos(as) con menores niveles de educación y, por ende, de ingresos mermados y un futuro económico, social y cultural incierto.

Un 58% de los(as) blancos(as) votaron por Trump, en tanto que solo un 37% por Clinton. Esta brecha fue insalvable para la ex Secretaria de Estado, pues el 44% de la población estadounidense es de clase trabajadora blanca. Todas las otras etnias (negra, hispano-latina, asiática, y otras) favorecieron a Clinton, pero no fue suficiente. Bill Clinton intentó atraer a los(as) rednecks, apelando a su propio origen sureño, diciendo que era uno de ellos, primera generación con estudios universitarios: “Ustedes saben, soy básicamente vuestro estándar redneck”. No le creyeron, y de nada le sirvió, pues además Hillary dijo en la campaña: “Ellos son racistas, sexistas, homofóbicos, xenófobos, islamofobos –ustedes pueden llamarlo como quieran”. Esta es una postura típica de la elite blanca que los(as) mira con mirada oblicua desde la altura, y les costó muy caro.

Los(as) rednecks son los(as) blancos(as) a quienes el “sueño americano” se les ríe en la cara. Vociferan y patean, y creen que un millonario como Trump les permitirá cumplir la promesa defraudada. Según Keil Smith, columnista del New York Post: “… ellos(as) piensan que han obtenido un amigo en lo más alto”.

Bernie Sanders, el candidato de izquierda en este largo camino a la Casa Blanca, entiende bien el dilema, y no despreció a los(as) rednecks, todo lo contrario. Cerraré más adelante estas líneas con unas palabras al respecto.

Diamela Eltit señaló recién sobre lo que ocurre en Estados Unidos: “Hay que entender con claridad meridiana la violencia que se incuba en la población estadounidense” (La Tercera, 9/11/2016). Estoy muy de acuerdo, solo invito a reflexionar que siempre estuvo allí. Y lo más grave es que esta vez esa violencia larvada por muchos, muchos años, ahora hizo trizas los contrapesos con que se había logrado detenerla. Y ahora tendremos un presidente de ultraderecha que, como nunca antes, le pone más y más leña al fuego.

Mi deseo es que el voto popular dividido 50 y 50, y no por delegados de cada estado, se traduzca de aquí en adelante en ese optimismo cauto de Roth: habrán ganado la elección, pero Estados Unidos no terminará siendo un país neofascista. Pero, ¡ojo!, Hitler subió al poder por voto popular en 1933.

Termino con mi propia ucronía: ¿qué habría pasado si Bernie Sanders hubiese ganado las primarias a Clinton y sido el candidato de los demócratas? Perdió 40-60. Hizo una campaña de ideas, tiene una ética y un CV impecable, y no uno dudoso como Hillary, quien les dice una cosa en sus charlas a los lobos de Wall Street, quienes le pagan muy bien, y otra muy distinta al pueblo estadounidense.

Bernie ha sido por años un senador independiente de Vermont. Se sumó a la primaria de los demócratas, peleó por su programa con altura de miras, dijo a la prensa y al país que no discutieran temas menores (los famosos correos electrónicos de Clinton). Las prioridades eran otras. Entusiasmó a los jóvenes y les habló con profundidad y alternativas, desde la vereda de izquierda antineoliberal, a los rednecks. Lo trataron de populista, de ser el Trump de la vereda opuesta. Pero Bernie nunca cedió. Perdió la primaria, y se sumó con lealtad y energía a la campaña de Hillary. Logró que parte de sus ideas fueran incorporadas al programa de Clinton, bien que bien, 2 de 5 demócratas lo apoyaron en la primaria.

Pero lo que no tuvo solución es que el establishment neoliberal de la ex Primera Dama y su estrategia no entusiasmaron a los jóvenes como lo hizo Obama, ni mucho menos a los(as) red necks.

Escribió Robert Cohen en The New York Times sobre Bernie Sanders, en un artículo que tituló “Still Feeling the Bern”, cuatros días antes de la elección:

«Después de las primarias, él dijo: ‘La principal tarea política que debemos enfrentar juntos en los próximos cinco meses es asegurarnos que Donald Trump sea derrotado, y derrotado del todo’. Y en la Convención Demócrata: ‘Hillary Clinton será una presidenta sobresaliente y estoy orgulloso de estar aquí con ella’. Y en una suerte de resumen: ‘Hay un sentimiento muy fuerte de que ya es suficiente, que necesitamos cambios fundamentales, que el establishment –ya sea económico, político o mediático– le está fallando al pueblo estadounidense'».

Suena tan conocido: ¿qué más puedo decir? Bernie es un político de fuste, izquierdista y demócrata cabal. ¿Tenemos uno(a) en Chile que nos lidere en la presidencial de 2017? Más bien, alguien que encarne las ideas y un programa que nos represente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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