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Donald Trump y el terrorismo


El triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos deja al descubierto no solo la sorpresa demócrata, una crisis financiera y económica aún no resuelta, los problemas de la globalización respecto al desempleo y el flagelo del terrorismo al descubierto, sino la lucha interna de una nación entre dos de sus mayores temores fundantes: el miedo al extranjero que hoy revive más que nunca el terrorismo islámico y el terror a la tiranía absoluta.

En parte, el discurso de Trump debe ser comprendido dentro de lo que los analistas llaman “principio de ejemplaridad”, el cual se encuentra arraigado muy fuertemente en la concepción nacional estadounidense.

Esta doctrina sugiere que los “americanos” son un grupo “humano especial”, dotado y elegido por Dios para llevar a cabo en la tierra su plan divino. Desde su concepción, el “espíritu puritano” no solo ha modificado las bases culturales de gran coloso del Norte, sino que además ha jugado un rol importante en la configuración de la práctica política. Centrados en una cultura del “logro” (achievement), los estadounidenses se esfuerzan por demostrar su superioridad ética en todo lo que emprenden, y esa es la principal debilidad que puede llevarlos hacia la dictadura.

Expliquemos el concepto con mayor claridad. Para el ciudadano promedio la pobreza no es la condición necesaria para la asistencia, sino una carga, una muestra de la incapacidad para ser parte de ese club de elegidos. Más allá de este punto, la idea de pertenecer a grupo ejemplar sugiere dos cosas importantes. La primera es que las leyes no aplican para quienes se sienten diferentes, y la segunda es que esa diferencia lleva a estar pendientes de la mirada del otro.

Desinteresados de la política internacional, pero preocupados de cómo el mundo los percibe, los estadounidenses han desarrollado una idea patológica del otro, el cual siempre es un “enemigo” potencial. Si el miedo a la tiranía preocupaba a los padres republicanos, hecho por el cual se establece un régimen democrático de poderes y contrapoderes, el miedo “al extranjero” toma igual fuerza en la cultura americana.

Combinando “el deseo de hacer América grande de nuevo”, con un temor manifiesto a ese otro “peligroso”, Trump no solo sorprende al mundo sino que hace mella en una sociedad agobiada por las mezquindades políticas, una crisis terminal irreversible, y la amenaza del terrorismo internacional. Si Hillary Clinton emulaba, en esta conflagración cuasimítica, el temor a la tiranía del “único”, Trump hacía lo propio resaltando la incapacidad del Partido Demócrata para manejar a ISIS. Particularmente, y lo que vengo enfatizando en otros escritos, el terrorismo parece erosionar una de las bases de la confianza dentro de Occidente, introduciendo no solo la semilla del miedo, sino destruyendo el concepto occidental de hospitalidad.

[cita tipo= «destaque»]La eficacia del terrorismo no radica en el daño que produce, sino en el terror que despierta la “probabilidad” de un nuevo ataque de mayor envergadura. Esta idea no solo despierta un pánico sin precedentes sino también debilita la confianza necesaria por medio de la cual se ofrece hospitalidad. El signo de Trump es, sin dudas, la muerte de la hospitalidad en manos del terrorismo, pero también la lucha entre dos de los temores que hacen débil a los Estados Unidos de América, el miedo al otro y una siempre difícil obsesión por la libertad.[/cita]

Gracias a la hospitalidad indoeuropea, los estados nacionales se expandieron, logrando un mayor intercambio de personas y mercaderías móviles dentro de un territorio específico a cuyos ciudadanos se les obligó a coexistir con la identidad como mediadora central. Ser chileno o estadounidense, además de una construcción social, apela al sentido de pertenecer a un conjunto colectivo constituido por la confección de leyes específicas preexistentes. Por ese motivo, el Estado nacional es el garante principal del orden y la propiedad pero, por sobre eso, de la movilidad.

En sus inicios, el Estado americano se debatía sobre la idea de pertenecer o romper lazos con la Corona Británica. Culturalmente, los británicos desarrollaron una forma de hacer política bastante particular, ser altamente coactivos con la periferia, pero desarrollar la idea de libertad en los centros urbanos del Reino Unido. La traumática experiencia de los colonos con su madre patria, Inglaterra, aceleró la idea de independencia, pero también forjó un andamiaje jurídico para evitar el totalitarismo. Unas de las mayores preocupaciones de Madison era la posibilidad de que un grupo concentrado monopolizara la mayor cuota de poder respecto a otros grupos. Esta idea, la cual acompañó la forma de hacer política en Estados Unidos, generó dos efectos bien concretos.

El primero es la indiferencia del poder político por las demandas populares, requerimientos que toma Donald Trump en su discurso. Debido a que “el pueblo nunca sabe lo que quiere”, el poder central dispone de acuerdo a la racionalidad en ejercicio de la libertad de la cual son garantes.

Segundo, partiendo de la base de que la libertad es la única arma eficaz contra la tiranía, los padres fundadores exacerbaron el derecho a la propiedad como una forma de impedir el potencial ascenso de las tiranías. Por último, pero no por eso menos importante, si mi libertad se ejerce cuando sigo mis intereses (rechazando los intereses impuestos), la propiedad privada primero y el mercado después, son las dos expresiones vividas de una democracia sana. El discurso estadounidense sugiere que, habiendo sido un experimento democrático exitoso, debe ser importado al mundo, para lograr la mayor felicidad posible para todos.

El dilema se da porque para Trump hay un mundo que parece resistirse al proyecto americano, y porque se resiste es que debe ser disciplinado.

En su historia, Estados Unidos ha oscilado entre políticas intervencionistas y aislacionistas, ello no es nada nuevo, la diferencia es que el terrorismo parece haber cambiado las reglas del juego en forma sustancial. Atacando turistas, viajeros y periodistas en todo el mundo, los grupos terroristas buscan hacer más eficaz su mensaje de terror, reduciendo notablemente sus costos. El imaginario colectivo americano proyecta que los atentados sobre sus compatriotas o ciudadanos de otras potencias mundiales, si suceden en espacios turísticos, de relax o consumo (es decir, lugares ordinarios), lo mismo puede suceder dentro de suelo americano, con cualquier y en cualquier momento.

La eficacia del terrorismo no radica en el daño que produce, sino en el terror que despierta la “probabilidad” de un nuevo ataque de mayor envergadura. Esta idea no solo despierta un pánico sin precedentes sino también debilita la confianza necesaria por medio de la cual se ofrece hospitalidad. El signo de Trump es, sin dudas, la muerte de la hospitalidad en manos del terrorismo, pero también la lucha entre dos de los temores que hacen débil a los Estados Unidos de América, el miedo al otro y una siempre difícil obsesión por la libertad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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