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¿La devaluación de la verdad o el desprecio a la política?

Paula Ahumada
Por : Paula Ahumada Abogada, Universidad de Chile; Master en Derecho, Duke University
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El problema es que la forma en la cual las personas procesan la información parece estar cada vez más determinada por creencias e ideas previas, o por lo que los demás dicen creer. La mayor parte de los rumores se refieren a personas o a temas sobre las que no se tiene un conocimiento personal, directo o acabado. Entonces, frente a la propia ignorancia, qué mejor que guiarse por lo que otros afirman es lo correcto.


(*) Uno de los legados que deja la reciente elección presidencial en Estados Unidos, es el redescubrimiento de los riesgos y vicios de una comunicación virtual desatada. Varios artículos destacan, con preocupación, la amplia divulgación de información falsa a través de las redes sociales y sus efectos nocivos para el sistema político. Por lo mismo, se ha sostenido que presenciamos una época de la “posverdad”, donde la audiencia es persuadida, no tanto por la veracidad de los hechos, sino antes bien, por su potencialidad de parecer verdaderos.

Pero la relación entre la verdad y la política siempre ha sido difícil. Conceptualmente, la verdad pertenece al pasado, y al ser “aquello que no podemos cambiar” aunque proporcione la estabilidad necesaria para la acción, su naturaleza no es política; por otro lado, metafóricamente bien puede ser descrita como “el suelo en el que nos paramos y el cielo que se levanta sobre nosotros”. En este segundo sentido, constituye los cimientos desde los cuales se piensa la acción política, porque en su ausencia, la identidad colectiva se vuelve oscura, sino imposible de aprehender. Por eso se entiende la reciente alarma pública frente al aumento de información falsa, aunque el apelativo a la supuesta llegada de una ‘época de la posverdad’ puede parecer un tanto forzado.

Tal como lo escribió Arendt a fines de los sesenta, la tergiversación de la verdad y la retórica como recurso persuasivo, no son cuestiones que sean precisamente nuevas en el campo político. La verdad factual frecuentemente ha desafiado los intereses de la autoridad pública, ya que tal como lo habría afirmado Madison: all governments rest on opinion, y ni el más tirano de los dictadores podría desconocerla. Ejemplos históricos abundan. Sin ir más lejos, son tristemente recordados los infames titulares del vespertino La Segunda, a través de los cuales se buscaba ocultar la verdad en dictadura: sin negar la muerte, se la disfrazaba. Y, quienes osaban intentar romper el cerco del engaño, arriesgaban la vida misma. En este caso, el que hablaba con la verdad estaba actuando políticamente y era tan peligroso como el más convencido de los disidentes.

Pero en la actualidad la farsa adquiere otro carácter. No es ejercida desde la cúspide jerárquica de una administración. No tiene adversarios determinados. No pretende ocultar hechos incómodos o vergonzosos para el poder político y no tiene fronteras definidas. Si bien puede ser menos sofisticada que la tradicional, es más pretenciosa en su alcance, porque el espacio de acción es infinito y sus efectos son todavía indeterminados. Y deja nuevamente al descubierto la debilidad de la verdad frente al poder, y lo peligroso de entregarla al poder de la opinión pública.

Los rumores se propagan como el fuego en el mercado de las ideas virtual. Una explicación a este fenómeno son las dinámicas sociales que rodean el flujo de la información, que contravienen frontalmente la tradición de la libertad de expresión norteamericana que se basa en que la mejor prueba de la verdad es el poder que tienen las ideas de hacerse aceptar a través de la competencia en el mercado (Abrams v. United States, 1919). Recordemos que la libertad de expresión es considerada como uno de los más importantes símbolos culturales en EE.UU. Con casi un siglo de jurisprudencia, la bandera de la libertad de expresión se ha levantado en las cortes norteamericanas tanto para quemar la propia bandera, proteger discursos racistas, como también para defender el financiamiento privado de la política. La justificación de tan elevado estándar de protección, sostiene que la libertad de expresión cobra más sentido cuando se trata de aquellas ideas que incomodan, molestan o incluso, repugnan a la comunidad, atenuando el daño que pueden causar las palabras. Se resguarda la inmunidad expresiva porque no puede existir algo así como las ideas falsas, o incluso, reconociendo que es posible la divulgación de hechos falsos, se defiende un espacio protegido para hacer posible que el debate libre pueda respirar (el llamado breathing space). Así, se repite todavía como mantra aquella frase que el juez Holmes incluyera en su disenso de 1919: “la mejor prueba de la verdad es el poder que tienen las ideas de hacerse aceptar a través de la competencia en el mercado”.

El problema es que la forma en la cual las personas procesan la información parece estar cada vez más determinada por creencias e ideas previas, o por lo que los demás dicen creer. La mayor parte de los rumores se refieren a personas o a temas sobre las que no se tiene un conocimiento personal, directo o acabado. Entonces, frente a la propia ignorancia, qué mejor que guiarse por lo que otros afirman es lo correcto. Por ejemplo, en el caso de las elecciones en EE.UU., una persona decidió creer en el pizzagate sobre Clinton porque reforzaba su opinión negativa sobre ella, aunque no hubiese tenido mayor conocimiento o razones para hacerlo. Dos, tres, cinco, diez personas hicieron lo mismo. Y, al llegar a la número once –incluso si hubiese dudado de la veracidad de la historia- su escepticismo habría sido vencido por la fuerza del número de convencidos. Una vez que un conjunto de personas ha llegado a sostener una historia determinada, los demás tenderán a creerla verdadera, por mucho que pueda sonar inverosímil, formándose verdaderas cascadas de información (Sunstein, 2014). Otra dinámica que refuerza la propagación de rumores por Internet son las cascadas de conformidad, donde solo en apariencia las personas creen una historia, ya que lo hacen por la presión social que el grupo ejerce sobre ellos.

Ante este panorama, se encienden las alarmas de quienes sostienen que Internet es el Jardín del Edén del siglo XXI. Y puede ser que a pesar del pecado, a pesar de los vicios y a pesar de la devaluación de la verdad, sea necesario mantener este breathing space con una mínima regulación. Porque, no será el salvavidas perfecto, pero sí uno bastante necesario ante la concentrada y uniforme plataforma informativa, caracterizada por una industria consolidada bajo grandes conglomerados mediáticos transnacionales. Y -más vale tarde que nunca-, llegamos al problema que ha permanecido camuflado entre las alarmas y los eslóganes de la posverdad: el rol de los medios tradicionales de comunicación. Los diarios, la televisión y la radio no están obsoletos ni son testigos ajenos a lo que está pasando en el mundo paralelo en la web. Por el contrario, siguen marcando la agenda informativa y se benefician de los canales virtuales para expandir su influencia y potenciar su discurso. Sin embargo, ahora asumen un rol pasivo, y apuntan el dedo acusador a las nuevas tecnologías, a las redes sociales, y a todos los ciudadanos-consumidores-iletrados-ignorantes que finalmente, están creyendo cualquier cosa.

Por supuesto, el problemático resultado de la elección en EE.UU. no es culpa de Internet, ni de Rusia, ni de la ambición de algunos creativos de Europa del Este. Sin duda que son muchos los factores que la explican, pero antes que apelar a un término tan esquivo como el de la ‘posverdad’, es necesario revisar el fenómeno de la transformación de la democracia en mero entretenimiento (Streeck, 2014) y el papel que han jugado los medios de comunicación en la promoción de este espectáculo. A pesar de los reclamos permanentes de Trump contra la prensa, su campaña tuvo una extensa cobertura. En una desafortunada pero reveladora frase, el director de la CBS declaró que la candidatura de Trump a la presidencia “puede que no sea buena para EE.UU., pero es genial para nosotros“. Precisamente ese es el reclamo de Bernie Sanders. Para los medios fue mucho más atractivo cubrir los dichos políticamente incorrectos de Trump, sus insultos y controversias, que abarcar la discusión sobre las razones de la decadencia en el nivel de vida, la desigualdad o las reformas al sistema de salud.

Allan Lichtman -profesor del departamento de Historia de la American University, y que fue uno de los que anticipó el triunfo de Trump-, sostiene que el error fue la cobertura diaria de las campañas: “hay que hacer menos caso a los sondeos, a los comentaristas, e intentar entender y exponer con más claridad cómo serían las presidencias de cada candidato”. Seguidamente, cuestiona:

“¿Acaso se acuerda usted de una, tan sólo una, de las frases sobre la campaña electoral que han comentado los llamados expertos políticos que pasan horas hablando en las grandes cadenas de televisión? ¡No! Intentan afectar la opinión pública sin basarse en mucho, centrándose en episodios particulares e ignorando las cuestiones centrales de una campaña: el contenido”.

La lección que deja la cobertura de las elecciones en EE.UU. es que la relación de la verdad con la política pasa por un extraño momento de convergencia: mientras se devalúa la primera, se desprecia a la segunda. Y en este juego de suma cero, la democracia se entiende solo como entretenimiento.

(*) Publicado en RedSeca

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