El discurso recurrente es invitar a votar, pero vale la pena preguntarse si la participación electoral voluntaria (o incluso a la fuerza) es la solución a nuestros problemas institucionales. Pensemos, por ejemplo, el caso en que millones de jóvenes habilitados votaran por un proyecto política y económicamente transformador, ¿se acaba ahí el dilema? Alan Greenspan diría: “Tenemos la fortuna, gracias a la globalización, de que las decisiones políticas han sido largamente reemplazadas por las fuerzas del mercado global. Dejando el tema de la seguridad de lado, es difícil que algún candidato haga una diferencia. El mundo es gobernado por las fuerzas de mercado”. Estas fuerzas tienen muchas veces convergencia transversal en la elite gobernante y su efectividad no recurre a la existencia o no de una norma, sino a la naturaleza asumida de que los márgenes de lo político están dados por la eficiencia económica.
Así, para neoliberales (de izquierda, centro o derecha) los mercados deben disciplinar la democracia. José Piñera, en el tristemente célebre “Revolución Laboral” (1990) sostenía esta visión y de cierto modo intentaba rayar la cancha de lo posible. Pero el economista daba cuenta de otro tipo de desconfianza, una que vendría desde la elite a los ciudadanos, por cuanto las deliberaciones democráticas de estos no contendrían las máximas de la eficiencia que naturalmente considera el mercado. Y entonces en ese escenario surge el relato de la participación electoral, es decir, el desempeño más urgente de nuestras democracias.
Votar significaría un tipo de selección con motivación ideológica o muchas veces intencionado por la mera casuística, sin embargo, para el primer segmento, aquel que considera al mecanismo electoral como un medio para el mantenimiento o cambio de régimen, son sumamente prudentes las preguntas en torno a la efectividad.
En dicho aspecto, el asunto no pasa simplemente por la cantidad de electores sino por la capacidad que tenga nuestra institucionalidad de capturar y traducir dichas demandas en acción política de gobierno. Y aquí es donde la economía política cruje, por cuanto nuestra democracia consolidó en exceso y en estrechos márgenes el peso político programático del aspecto económico. Tanto así que dicho factor pasó a determinar lo posible e imposible en el ámbito social y delimitó, a su vez, las que serían consideradas buenas y malas políticas públicas. Ese esquema binario redefinió lo políticamente serio hasta la consolidación de un dañino espejismo; serían algunos economistas, los serios y responsables, quienes fijarían el umbral de lo discutible. ¿El resto? Los llamaríamos a votar de vez en cuando y, de no asistir, los invitaríamos a superar la desconfianza.
En esta perspectiva, la participación electoral (a pesar de ser importante) no puede constituir la piedra angular del sistema político. Los partidos tienen el rol fundamental de presentar a la ciudadanía proyectos que rompan los umbrales y movilicen a los ciudadanos, así el voto no tan solo significaría igualdad política, sino un mecanismo efectivo para decidir la mantención o el cambio de un modelo de desarrollo, este, sin duda, es el desafío fundamental de nuestra época y generación. Votar es muy importante pero debe tener consecuencias. Si un Estado no tiene otra opción que seguir instrucciones de sus acreedores, no hace la diferencia quién es elegido, ni cómo (Streeck, 2016).
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Así el imperativo de las coaliciones de izquierda y centroizquierda no solo implica revisar y promover un horizonte político y económico más amplio, sino también deberá considerar una tarea mucho más importante y seria: proponer una institucionalidad que pueda capturar y traducir lo votado en una forma pragmática de hacer política y gobierno. Lo preocupante es que los errores de gestión de la actual administración y la experiencia de desencuentros en la Nueva Mayoría se transformarán en el supuesto trauma de nuestra generación, lo que sin duda utilizará la elite para exigirnos moderación y aceptar el statu quo.
En dicho escenario solo cabe proponer una política inversa al eje neoliberal, donde la democracia discipline al mercado y las reglas de lo posible se configuren en el seno del debate democrático. Si en algo debemos volver a confiar es en la política como fundamento y ejercicio de la soberanía, la cual desarrollada por representantes fija y acuerda, por reglas de mayoría, un horizonte de desarrollo nacional más o menos compartido.