Antes que nada, un comentario: aunque esta es formalmente una columna de opinión se trata más bien de un breve recuento histórico acerca de la ley de aborto en Chile porque creo que a veces los hechos hablan por sí mismos.
La prohibición absoluta del aborto consentido en nuestro país se encuentra en el art. 119 del código sanitario, introducido por la ley 18.826 dictada por la junta militar a mediados de septiembre de 1989, misma que convirtió a Chile en uno de los cinco países del mundo en adoptar esa postura.
Lo cierto es que el aborto consentido ha sido sancionado desde la época colonial, por la aplicación de las dispersas leyes de la corona española al entonces “reino de Chile”. Estas mismas restricciones fueron recogidas sin mayores cambios sustanciales, con posterioridad a la independencia, en el Código Penal de 1874, que con un marcado tenor moralista ubica al delito de aborto en el título VII “contra el orden de las familias y la moralidad pública”, en un texto que sigue prácticamente intacto al dia de hoy. No obstante, y precisamente por el carácter de inmoralidad que justificaba su prohibición, ésta nunca fue entendida como absoluta. Así, por ejemplo, el caso del riesgo de vida de la madre ni siquiera fue considerado propiamente como un aborto, sino que, con más sabiduría que nuestros actuales legisladores, era visto como un terrible problema de salud pública.
Así, el Código Sanitario de 1931 dictado bajo el gobierno de Carlos Ibáñez, señalaba en su art. 226 que: “Sólo con fines terapéuticos se podrá interrumpir un embarazo o practicar una intervención para hacer estéril a una mujer, lo que requerirá la opinión documentada de tres médicos facultativos”. Adicionalmente y con el propósito claro de proteger la vida de la mujer, la norma establecía que “Cuando no fuere posible proceder en la forma antedicha, por la urgencia del caso o por falta de facultativos en la localidad, se documentara lo ejecutado por el médico y dos testigos, quedando en poder de aquél el testimonio correspondiente».
Con el tiempo y lejos de escandalizar a la sociedad, esta idea se fue profundizando, lo que quedó plasmado en la reforma al código sanitario en 1968 bajo el gobierno de Frei Montalva, que modificaba el mencionado artículo pasando entonces a ser el art.119, cuyo texto era más flexible que el anterior y rezaba: “Sólo con fines terapéuticos se podrá interrumpir un embarazo. Para proceder a esta intervención se requerirá la opinión documentada de dos médicos-cirujanos». Esta versión del art. 119 del Código Sanitario estuvo vigente aun durante toda la dictadura militar, por lo que antes de la súbita prohibición de 1989, la indicación que denominamos como “aborto terapéutico”, es decir, la interrupción voluntaria del embarazo causada para salvar la vida de la madre en riesgo, fue permitido a lo largo de toda la historia de Chile.
¿Cómo se explica, entonces, el cambio abrupto dado en 1989?
La historia de esta ley nos ilustra al respecto. Despues del golpe, en 1974, cuando se redactaba la nueva constitución, fue cuando apareció por primera vez la idea de la prohibición absoluta. Así, en el acta de la sesión respectiva se expresa que el señor Jaime Guzmán sostenía que “La vida no empieza con el nacimiento, empieza con la concepción. Luego, en el aborto, se trata lisa y llanamente de un homicidio (…) La madre debe tener el hijo aunque éste salga anormal, aunque no lo haya deseado, aunque sea producto de una violación o, aunque de tenerlo, derive su muerte.”
[cita tipo=»destaque»]Más de 27 años han pasado y el amarre legal sigue –al igual que el discurso de la inminente degeneración total- plenamente vigente, pateado mes tras mes en la agenda del único gobierno que, al menos en teoría, tiene poder suficiente para terminar uno de los ejemplos más insignes del modus operandi de la dictadura. Los llamados “cómplices pasivos” son, como vemos, muchos más de los que parecen a simple vista.[/cita]
Esta propuesta fue rechazada por los demás miembros de la comisión constituyente. Por ejemplo, el Sr. Evans –dice la misma acta- “estima que desde la posición de la moral individual, para quienes tienen la convicción religiosa del señor Guzmán, que él comparte, para quienes creen que desde el momento de la concepción ese ser tiene alma, no hay duda que el aborto está proscrito. Pero donde sí le asaltan dudas es si se tiene el derecho de proyectar esa concepción personal e individual a la vida colectiva en una sociedad pluralista”. Se suma a esta posición el Presidente de la comisión, señor Ortúzar que: “señala que aunque cree que el señor Guzmán tiene razón, desde el punto de vista de la ortodoxia de los principios católicos (…) disiente de su criterio, ya que desde una posición humana y social debe ser consecuente, pues si debiera afrontar el día de mañana el problema de decidir entre la vida de seres queridos, entre el derecho a la vida de la madre o del hijo, optaría por el de aquella (…) Le parece, asimismo, que el problema hay que estudiarlo desde el punto de vista social, de las necesidades colectivas, como señalaba el señor Evans, cuyas observaciones comparte.” Finalmente el otro miembro, señor Ovalle agregaba: “que pide a sus colegas que, dentro de lo más profundo de sus convicciones religiosas, no pretendan proyectar la cabalidad de ellas en una Constitución que está destinada a regir a todos los chilenos, sean o no católicos.”.
El cambio, por tanto, no prosperó ni siquiera entre los más férreos partidarios del nuevo régimen y el aborto terapéutico siguió siendo legal durante toda la dictadura.
Fue cerca de un año después de conocidos los resultados del plebiscito de 1988, en el que triunfó –como todos sabemos- el No, y a apenas un par de meses del cambio de mando que la propuesta volvió a renacer. Esta circunstancia fue determinante, tal como se aprecia en la moción del proyecto de ley, presentada por el entonces miembro de la Junta de Gobierno, representante de la Armada, Almirante José Toribio Merino (cito): “Esta comisión [la armada] considera que (…) la mejor y quizás la última oportunidad de legislar la ofrece el periodo que resta del Gobierno de las Fuerzas Armadas y de Orden (…) Frente a los retrocesos valóricos que sufren hoy aquellos países que fueron nuestros modelos, luz y guías, no cabe sino aprender la lección, fortificar nuestra plaza y sostener nuestros principios. Todos sabemos quiénes están detrás de los “avances” de la sociedad actual y conocemos sus propósitos. No podemos esperar, entonces, que nuestro sistema haya cambiado, pues las herramientas con que hoy contamos, no estarán; y es posible que, en un poco tiempo más, el trasbordo ideológico ya esté produciendo frutos de modernismo que las generaciones futuras deban sufrir con la desintegración de valores tan fundamentales como la familia, la vida humana y la patria”.
Esta iniciativa fue, tal como la anterior, rechazada por los otros tres miembros de la Junta, que eran más bien reticentes a la prohibición absoluta defendida por Merino. No obstante, fue la presión ejercida por importantes sectores, en particular la alta jerarquía de la Iglesia nacional y la doctrina liderada por el ya mencionado fundador de la UDI, la que terminó por imponerse. Una muestra clarificadora de la intervención eclesiástica nos la ofrece la carta del entonces obispo de Rancagua, Sr. Jorge Medina – que forma parte del registro oficial sobre el proceso de formación de la ley- quien en estos términos se dirige a la junta: “Por desgracia el camino para la masificación del aborto en Chile está abierto. Recuerdo que en tiempo de la Unidad Popular este [el aborto terapéutico] fue el camino para realizar abortos bajo el amparo legal. Es posible que no exista otra oportunidad como la presente para enmendar el rumbo de una legislación que contradice la moral cristiana y cuyos efectos pueden ser nefastos para la vigencia de los grandes valores que forman el alma nacional y pienso que Uds. tienen una ocasión única para librar a la sociedad chilena de tan infamante práctica. (…) Movido por esta preocupación y no queriendo que en Chile lleguemos a situaciones que hoy ocurren en países desarrollados y que constituyen un atentado a la persona humana y contra los valores más esenciales de la cultura occidental cristiana de nuestros antepasados, me he permitido escribirles para que evitemos en nuestra querida Patria uno de los males más horrendos que hoy envilecen al mundo, haciendo así honor a los principios que el Supremo Gobierno ha enunciado desde 1973″.
Posterior a dicha “emotiva” intervención, la junta cambió de parecer y decidió aprobar de forma unánime el proyecto. Así y con mucha claridad aparece que la motivación de la ley era, por un lado, aprovechar los últimos momentos de poder de la Dictadura, para amarrar una legislación que impidiera una suerte de degeneración inminente de los supuestos “valores de la patria”, y en segundo lugar, imponer por medio de una herramienta coactiva y secular, la consagración en el orden temporal de un dogma religioso y una opinión eclesiástica determinada.
El resto de la historia se cuenta sola. Más de 27 años han pasado y el amarre legal sigue –al igual que el discurso de la inminente degeneración total- plenamente vigente, pateado mes tras mes en la agenda del único gobierno que, al menos en teoría, tiene poder suficiente para terminar uno de los ejemplos más insignes del modus operandi de la dictadura. Los llamados “cómplices pasivos” son, como vemos, muchos más de los que parecen a simple vista.