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Los clásicos, obras que se alimentan de las llagas siempre abiertas de la humanidad

Patricio Segura
Por : Patricio Segura Periodista. Presidente de la Corporación para el Desarrollo de Aysén.
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En el debate sobre subir o bajar los impuestos, en el de abrir o cerrar las puertas a los migrantes, en el de legalizar la marihuana o aprobar el aborto libre. En la regionalización, descentralización, democratización o como quiera llamársele. En todos ellos, hay mucha reflexión previa. De años, décadas, centurias.


Lo he expresado en múltiples escritos, artículos, recuerdos. Y no me cansaré de reiterarlo. Porque para mí, la frase ya es un clásico por derecho propio.

En alguna ocasión, en mis tempranos 90, en el Artes y Letras o en la Revista de Libros (no tengo claridad, fue en alguna de esas publicaciones), tuve la suerte, privilegio, de leer lo que un -aún hoy- anónimo crítico respondiera ante la pregunta sobre cómo definiría aquellos libros eternos, luces incandescentes, que nunca pasarán de moda. Los que alumbran el camino de los que estuvieron, de los que están, de los que estarán. Cómo describiría los clásicos.

“Son, dijo el desconocido, aquellas obras que, como vampiros en la noche, se alimentan de las llagas siempre abiertas de la humanidad”. Tales fueron sus palabras. O tal es el recuerdo que hoy, pasados los años y las vivencias, retengo.

Vapuleado, en el tráfago de la modernidad y la materialidad mercantil, está el conocimiento pasado. Se menosprecia a los que reflexionaron previo a nosotros, a los que miraron con otros ojos lo que siempre ha estado ahí. Aburridos, extemporáneos, inútiles, son algunos de los títulos que se les ofrendan.

Nunca estará demás reivindicar el saber precedente. Pero no desde el egocéntrico, propietarista enfoque de la acumulación, sino desde la humildad de comprendernos como solo una parte más de la construcción de la consciencia universal, intergeneracional.

He ahí la diferencia. He ahí la digresión. Porque dos (quizás más, pero para estos efectos opera la dualidad) íntimos caminos se abren frente al acceso al conocimiento.

Uno, el tradicional. El ordinario, como bien me han dicho por acá. Sentirse satisfecho por, supuestamente, saber más que los demás. Por, cual enciclopedia, acumular datos, nombres, reflexiones, los cuales enrostrar a ellos, los ignorantes. Hacer patente la diferencia, hacer propia la elitización. Sabernos, creernos más bien, mejores que los otros. Los que no saben. Los que no conocen. Los que quedaron atrás.

Da lo mismo el por qué de su atraso (si así lo fuera). Da igual el por qué de mi avance (si así lo fuera). Yo sé más que los demás. Y eso lo debo dejar de manifiesto.

El otro, el distinto. El especial. El extra-ordinario. Ese que nos muestra que la ruta hoy por nosotros recorrida otros lo han andado ya. Que nuestras reflexiones no son nuevas, quizás con una vuelta de tuerca más. Son fruto de lo que otros han hecho ya. Como aporte a esta posta de aprendizaje en que todos nos necesitamos. Los que estuvieron, los que están, los que estarán.

Es entender, de una vez por todas (o quizás no, las conclusiones son tan concluyentes, tan fin de un camino, cuando la vida no es más que movimiento), la potencia del solo sé que nada sé. O del mientras más sé advierto que menos sé. Como una pirámide, mientras más me alzo del suelo efectivamente tengo la posibilidad de ver más allá de mi entorno inmediato. Pero asimismo noto que, en proporción al horizonte que se abre ante mis ojos, es ínfimo lo que alcanzo a entender.

Del primer camino, nace la arrogancia. Del segundo, la sencillez.

Del primero, la prepotencia. Del segundo, la humanidad.

En la discusión sobre la asamblea constituyente, en los viejos y nuevos referentes políticos, con sus acuerdos y desencuentros, en la corrupción y el neoliberalismo, en la relación nuestra con la naturaleza. En el debate sobre subir o bajar los impuestos, en el de abrir o cerrar las puertas a los migrantes, en el de legalizar la marihuana o aprobar el aborto libre. En la regionalización, descentralización, democratización o como quiera llamársele. En todos ellos, hay mucha reflexión previa. De años, décadas, centurias.

Clásicas obras son las que han descubierto esa llaga siempre abierta de la humanidad que se esconde tras esa discusión contingente, actual. Los que han hecho el recorrido no son los padres de un pensamiento, los que lo hacen hoy no han descubierto la rueda. Todos somos parte de la posta intergeneracional. A todos y todas debemos agradecer. Eso es parte de entendernos como un colectivo que cruza la barrera temporal.

Ese sí que es un aprendizaje que nunca estará demás.

Ese es un clásico, en realidad.

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