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El Tedeum Evangélico y la invención de la tradición Opinión

El Tedeum Evangélico y la invención de la tradición

Gustavo Guzmán
Por : Gustavo Guzmán Doctorando en Historia, Tel Aviv University. Twitter: @guguzman
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Lo que algunos consideran una “tradición” a ser defendida es, desde un punto de vista histórico, una práctica política inventada en dictadura con fines bastante poco santos: ante la sola posibilidad de que pudieran constituirse espacios de oposición política al alero de las distintas iglesias, el régimen aprovechó los legítimos deseos de grupos religiosos, como los evangélicos, para cooptarlos políticamente y convertirlos en entidades que validaban públicamente su gobierno de facto.


A mediados de 1983, mientras en Chile comenzaban a desarrollarse las Jornadas de Protesta Nacional, el famoso historiador británico Eric J. Hobsbawm publicó en Cambridge el que sería uno de sus libros más influyentes: The Invention of Tradition. En él, Hobsbawm plantea que las tradiciones nacionales del mundo occidental son a menudo bastante menos antiguas de lo que pensamos y que, en muchos casos, son derechamente inventadas.

En tal sentido, las tradiciones se diferenciarían de las costumbres en una cuestión fundamental: mientras las costumbres tienen un carácter más bien espontáneo y popular, haciendo que sus orígenes históricos sean difíciles de rastrear, las tradiciones son creadas desde arriba, por el poder político y/o religioso, con el objetivo de inculcar determinadas normas de comportamiento en la población por medio de la repetición ritual. Así, sin ir más lejos, la chicha y las empanadas serían genuinas costumbres chilenas, mientras que el himno nacional y la parada militar constituirían tradiciones, propiamente tales.

La invención de la tradición, tema aparentemente abstracto y circunscrito al mundo académico, ha salido a la palestra esta semana luego de la humillante experiencia sufrida por la Presidenta de la República en la Catedral Evangélica. Tras el vergonzoso episodio del domingo pasado, han sido varias las figuras públicas que han cuestionado la pertinencia de un acto como el Tedeum Evangélico, argumentando que en un Estado laico como el chileno no corresponde que las autoridades elegidas democráticamente se sometan al escrutinio de instituciones que, en cuanto religiosas, se consideran a sí mismas depositarias de verdades eternas y reveladas. Quienes, por el contrario, defienden la participación de la Presidencia de la República en el Tedeum Evangélico –y otras instancias similares–, han argumentado persistentemente que se trata de una tradición y que, como tal, debe ser respetada.

[cita tipo=»destaque»]La humillación sufrida por Michelle Bachelet durante el Tedeum Evangélico pone bajo serio cuestionamiento la participación de autoridades públicas en actos de esa índole. No solo por la brutalidad con que fue tratada la Presidenta de la República, como represalia a la ley que despenaliza el aborto en tres causales, sino principalmente por el fundamento último de una ceremonia como el referido Tedeum, que atenta contra la separación efectiva de Estado e Iglesia.[/cita]

Ahora bien, si aplicamos las ideas de Eric Hobsbawm –un historiador judío, ateo y marxista que, por su propia historia e identidad, se mantuvo siempre distante del poder eclesiástico– para escudriñar en la “tradición” del Tedeum Evangélico, nos encontraremos con más de una sorpresa.

¿Qué tan antigua es esta “tradición”? Data de mediados de los años setenta, vale decir, tiene apenas cuatro décadas de antigüedad. ¿Qué tan espontáneo o popular fue su nacimiento? Fue iniciada por un dictador, Augusto Pinochet. ¿A qué se debió el origen de esta “tradición”? A que, desde la fundación del Comité Pro Paz y luego de la Vicaría de la Solidaridad, Pinochet y sus colaboradores civiles se dieron cuenta de que tanto la Iglesia católica como el resto de las religiones existentes en el país podían convertirse en eventuales espacios de oposición al régimen.

En consecuencia, y como una manera de fortalecer su poder y neutralizar cualquier oposición al alero de las iglesias, el régimen comenzó un proceso de acercamiento a diversos grupos religiosos. Así, por ejemplo, se estrecharon los lazos con el catolicismo ultraconservador del Opus Dei, Pinochet comenzó a visitar anualmente la sinagoga durante las celebraciones de Yom Kipur (“tradición” que duró solo unos pocos años, por cierto) y, en el caso puntual de las iglesias protestantes, se dio inicio al Tedeum Evangélico.

Vale decir, lo que algunos consideran una “tradición” a ser defendida es, desde un punto de vista histórico, una práctica política inventada en dictadura con fines bastante poco santos: ante la sola posibilidad de que pudieran constituirse espacios de oposición política al alero de las distintas iglesias, el régimen aprovechó los legítimos deseos de grupos religiosos, como los evangélicos –que históricamente habían ocupado un espacio de marginalidad, desplazados por el catolicismo imperante–, para cooptarlos políticamente y convertirlos en entidades que validaban públicamente su gobierno de facto. Como destaca la prensa de la época, en aquellas oportunidades los pastores evangélicos y sus feligreses oraban entusiastamente por el éxito del “Presidente” Pinochet (a quien, ciertamente, jamás llamaron “asesino”).

Indudablemente, la humillación sufrida por Michelle Bachelet durante el Tedeum Evangélico pone bajo serio cuestionamiento la participación de autoridades públicas en actos de esa índole. No solo por la brutalidad con que fue tratada la Presidenta de la República, como represalia a la ley que despenaliza el aborto en tres causales, sino principalmente por el fundamento último de una ceremonia como el referido Tedeum, que atenta contra la separación efectiva de Estado e Iglesia.

¿Por qué las autoridades de la República de Chile, democráticamente elegidas, se prestan para ello? Los ciudadanos esperamos respuestas. Eso sí, el argumento de las “tradiciones” no basta.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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