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Celebrar el 5 de octubre

Guillermo Larraín
Por : Guillermo Larraín Economista, Facultad de Economía y Negocios Universidad de Chile
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El 5 de octubre de 1988 fui apoderado de mesa por el No en Lo Espejo. Fue unos de los momentos más emocionantes de mi vida: nos abrazábamos todos, incluyendo los conscriptos que custodiaban el recinto. “Sin miedo, sin violencia”, más del 50% de los mayores de 18 años votamos para derrotar al dictador en nuestra cancha: la de la democracia. Silenciosamente en la urna, dimos vuelta una página que para decenas de miles de chilenos significó muerte, persecución, exilio y violencia.

El recuerdo de ese 5 de octubre debiera ser una fiesta nacional. En lugar de eso, celebramos el “encuentro de dos mundos” el 12 de octubre, fiesta sin significado para los chilenos y que solo sirve para tener un fin de semana largo más. Lo que no significa nada lo celebramos mal y lo que más significado tiene, las nuevas generaciones lo desconocen y sospechan de él.

¿Por qué la Concertación no protegió este, nuestro patrimonio republicano? La historia dará respuestas más definitivas, pero una parte al menos está en cómo apreciamos los acuerdos de la transición: las reformas constitucionales pre-democráticas, la mantención de Pinochet en la Comandancia en Jefe, la desmovilización de los grupos que siempre apostaron por la vía armada como forma de terminar la dictadura.

[cita tipo=»destaque»]No contaminemos la celebración del logro histórico del triunfo en el plebiscito con el debate legítimo de cuánto queremos separarnos del legado institucional de la dictadura. Eso pasa por recuperar el significado del 5 de octubre como una fiesta de la democracia y por elevar la calidad del debate público respecto del país que queremos construir.[/cita]

Son puntos que vale la pena discutir, pero con la perspectiva necesaria. ¿Qué gracia tiene decir hoy que, crecientemente entre 1990 y 1994, las condiciones para un nuevo golpe de estado fueron desapareciendo? Reescribir la historia no cuesta nada. Hoy lo podemos hacer al aire libre cualquier tarde de primavera.

¿Fueron excesivas las concesiones ante los representantes del dictador? Es difícil saberlo sin reescribir la historia. Lo que sí sabemos es que el terrorismo de Estado terminó, que el Informe Rettig dio luz sobre los detenidos desaparecidos y en buena parte gracias a él hoy está presa una cantidad inédita de violadores de derechos humanos. Ninguna otra transición a la democracia puede mostrar tales logros.

Los críticos dicen que ello se hizo a costa de aceptar demasiados elementos del entramado jurídico, político y económico de la dictadura. Es así. Pero no nos podemos quedar en esa constatación trivial. El problema que enfrentó el presidente Aylwin y su equipo, era muy complejo: el riesgo real de perder la reconquistada democracia y volver a la violencia política versus aceptar esas condiciones pero con justicia frente a los violadores de los derechos humanos.

La opción de Aylwin, Lagos, Boeninger, Foxley, Ominami, Valdés, Cumplido y tantos otros merece todo nuestro respeto y solidaridad. Si entendieron que frente a ese dilema había que optar por la pacificación del país y perfeccionar en el tiempo la política, la sociedad y la economía, es porque una persona sensata, puesta en sus zapatos, habría decidido algo parecido. Hago mía esa decisión.
Las suspicacias hoy de sectores que en los años ochenta habían apostado por la vía armada son injustas. Algo similar, pero por otras razones, pasa con las de los dirigentes y movimientos políticos jóvenes que miran y juzgan esos hechos casi 30 años más tarde.

Poner hoy en duda esas negociaciones solo es consistente – debieran reconocerlo, en particular desde el Partido Comunista que hoy forma parte del gobierno – con reafirmar que a la dictadura había que sacarla a balazos. No solo entonces, también hoy parece una aventura absurda. Por suerte no la seguimos, nos ahorramos derramar sangre y muchas vidas.

Si valoramos la vía pacífica como se recuperó la democracia, debemos honrar la decisión de Aylwin asumiendo las consecuencias que ella tuvo. Si somos críticos de aspectos o la totalidad de la institucionalidad actual, debemos esforzarnos por reformarla inteligentemente con “ardiente paciencia”.

No contaminemos la celebración del logro histórico del triunfo en el plebiscito con el debate legítimo de cuánto queremos separarnos del legado institucional de la dictadura. Eso pasa por recuperar el significado del 5 de octubre como una fiesta de la democracia y por elevar la calidad del debate público respecto del país que queremos construir.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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