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Catalunya y el candado del ‘78

Igor Alzueta Galar
Por : Igor Alzueta Galar Académico de la Universidad Andrés Bello (UNAB).
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Hablar de España en estos días es hablar de Catalunya. Un constante diluvio de noticias nos inunda con unos términos que resuenan en nuestras cabezas: secesionismo, referéndum, ilegalidad,  represión, son algunos de los más habituales.

Lo cierto es que no parece quedar claro qué ocurre, cuáles son las razones que motivan a cada uno de los actores en disputa, no se vislumbra en el horizonte una alternativa a este “choque inminente de trenes”.

El conflicto catalán tiene su fundamento histórico primigenio en 1640 cuando se produce la primera revuelta catalanista y de la que surge su himno “Els segadors”. Con la muerte sin descendencia del último rey de la dinastía Habsburgo en España, entre 1701 y 1714 se produce la guerra de sucesión, la cual enfrentó por un lado a la familia Borbón -quien sigue siendo la dinastía reinante- promotora de un modelo centralizado, y por otro lado la familia Austria –a quien apoyaría Catalunya–, quien abogaba por un modelo de monarquía federal tal y como había existido hasta ese momento desde la unión entre Fernando de Aragón e Isabel de Castilla.

De la contienda salió victoriosa la Familia Borbón, y sus consecuencias para Catalunya, como derrotada, fue perder los derechos históricos vinculados al autogobierno y autogestión de sus recursos.

Catalunya nunca ha olvidado estos acontecimientos ni su condición de nación, al punto que su día nacional se celebra un 11 se Septiembre en conmemoración del día en que perdieron esta guerra.

A lo largo de los siglos venideros, las tensiones entre Catalunya y España se han expresado en varias ocasiones teniendo especial relevancia las acontecidas en 1931, 1934, 1936 y 1977, las tres primeras durante la Segunda República y la cuarta durante la transición. En todos estos momentos Catalunya se ha expresado como nación, como pueblo, con diferentes objetivos y demandas, pero siempre en un ejercicio de sociedad democrática y madura.

La situación actual, como todo acontecimiento en la historia, a la vez de beber de lo pasado contiene matices nuevos que obligan a todos los sectores implicados a leerla en otros términos.

El nudo gordiano tiene dos características fundamentales, que no solo afectan a Catalunya, sino que impactan a todo el país: la Constitución de 1978 y el fin de sus consensos, por un lado, y por el otro, el quiebre generacional, ambos relacionados entre sí y agudizados por el contexto económico.

La crisis económica supone el punto de no retorno en el que la sociedad española se encuentra anclada, en una disputa, en la que la única certeza existente es que la España anterior a 2008 nunca va a volver. Es precisamente ese corrimiento de tierra, ese movimiento telúrico que produjo la crisis y que tiene su expresión política en el 15M –el movimiento de los indignados–, el que acelera la licuación de unos sólidos que se mantenían estables desde la aprobación de la Constitución y que tenían su correlato político en los gobiernos del turno que encabezaba el bipartidismo de PP y PSOE, apoyándose en algunas de las fuerzas nacionalistas catalanas y vascas.

[cita tipo=»destaque»]El país es consciente de que tarde o temprano en Catalunya habrá un referéndum vinculante para definir su relación con el conjunto del país, de que tarde o temprano la Constitución habrá que modificarla o elaborar una nueva, puesto que como todo sistema histórico tiene un inicio y un fin.[/cita]

Con el fin de los consensos y la incorporación de nuevas formas y sujetos políticos, la realidad se volvía desafiante y tumultuosa a la vez, desafiante porque los márgenes de lo posible volvían a estar a debate, y tumultuosa ante la incapacidad de vislumbrar en qué términos y con qué códigos se iban a expresar esos nuevos debates y hacia donde se encaminarían los nuevos consensos.

En paralelo, una generación nacida en Democracia, con tímidos recuerdos de infancia de la Guerra Fría emerge profundizando las contradicciones existentes al interior de esos consensos de la Transición. No tenían miedo al “ruido de sables” puesto que habían nacido en una democracia consolidada, no tenían miedo del comunismo puesto que sus historias de vida se encontraban alejadas del telón de acero, no tenían miedo de la guerra puesto que la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial interpelaba a sus padres, y finalmente, no tenían miedo a la diversidad, a la diferencia y a la pluralidad puesto que eran hijos de la modernidad.

Surgieron lecturas diferentes y de corte progresista, antes se nombraba el 15-M, lo hizo Podemos, así como las Marchas en defensa de la Salud Pública, la Educación, y en defensa del derecho a la vivienda a través de la P.A.H. Pero también surgieron respuestas de carácter liberal y neoliberal como aquellas que abogaban por reducir el Estado de Bienestar y priorizar el pago de una deuda de orígenes dudosos frente a dar garantía a derechos sociales. Y así como en el conjunto del Estado estas lógicas resultaron transversales y se podrían reconocer en el eje clásico “izquierda-derecha”, para el caso de Catalunya y los diferentes territorios históricos, estas mismas tensiones se vieron también marcadas en el discurso por otro eje, el territorial, tambaleándose con ello el encaje autonómico, basado en un autogobierno relativo y desigual entre unas regiones y otras, heredero de la transición.

Las problemáticas asociadas a la crisis fueron identificadas en estas naciones históricas como consecuencia de la centralización, exigiendo, como es en el caso catalán, recuperar competencias en materia económica y política; el desmantelamiento de la práctica total del nuevo Estatuto de Autonomía por parte del Tribunal Constitucional aprobado en 2006 que otorgaba mayor autogobierno a Catalunya desembocó en la Diada del 11 de Septiembre de 2010, rompiendo el catalanismo político y haciendo emerger el independentismo de masas, tal como afirma el politólogo Héctor Pujol.

En esa fecha nace “El Proces”, como ha sido denominado el nuevo contexto político catalán, que apuesta por llevar a cabo un referéndum vinculante en el que, al modo de Escocia, defina la relación que Catalunya tendrá con el Estado español. El movimiento y la adhesión a este han ido creciendo paulatinamente ante el inmovilismo del Estado central y su negación a buscar una salida dialogada, cerrando cualquier posibilidad de negociación. Las escenas de extrema violencia por parte de las fuerzas policiales ante población civil desarmada que hace dos semanas se pudieron ver por televisión tan solo son el último capítulo, y más sangrante, de esta escalada de tensión que parece no tener fin.

La creciente confrontación entre las partes, y la pésima gestión que de los acontecimientos se lleva haciendo desde 2011 por parte del gobierno central, reduce la capacidad de acción del Estado a la reproducción por dominación siendo consciente que la batalla por los símbolos la tiene perdida. Este hecho lleva al Gobierno encabezado por Mariano Rajoy a realizar una gestión del conflicto como partido, con calculadora electoral, y no con responsabilidad de Estado, profundizando la brecha.

La respuesta del gobierno central a los acontecimientos acaecidos durante la última semana, en la que el Parlamento de Catalunya ha suspendido su declaración de independencia abriendo un espacio para el diálogo, ha sido de nuevo una respuesta de ese viejo país del que se hablaba antes, anterior a 2008: la amenaza en aplicar el artículo 155 de la Constitución el cual sería una suspensión de su autogobierno, y la advertencia de que todo diálogo se encuentra reducido a la carta magna.

Constitución no como marco de convivencia si no como candado infranqueable.

España ya no es la que era en 1977, la democracia se encuentra consolidada, su sociedad ha cambiado haciéndose más abierta y cosmopolita y, por lo tanto, los problemas y las formas de resolver estos también deben cambiar. Cada día más se exige participación vinculante, transparencia, diálogo y confrontación de ideas y argumentos.

El país es consciente de que tarde o temprano en Catalunya habrá un referéndum vinculante para definir su relación con el conjunto del país, de que tarde o temprano la Constitución habrá que modificarla o elaborar una nueva, puesto que como todo sistema histórico tiene un inicio y un fin. Los españoles pueden asumir este momento como una oportunidad para ello, para corregir los errores y las limitaciones que contiene la Constitución elaborada cuando la dictadura todavía no había terminado de morir, para abrir el diálogo y construir nuevos marcos de convivencia, nuevos consensos que permitan avanzar como sociedad democrática y se logre encontrar un encaje territorial en el que las naciones históricas que forman parte España se encuentren cómodas en torno a valores de fraternidad.

El diálogo, un diálogo sereno, sosegado y franco entre las partes, pero también como país, es la única receta posible para resolver esta situación compleja y dolorosa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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