Señor Director:
La reciente apertura de calle Bandera en el centro de Santiago, nos recuerda la relevancia que esta y otras vías han tenido en la formación de nuestra identidad. Somos un país acostumbrado a catástrofes -terremotos, mega incendios, inundaciones y aludes, entre otros avatares- que nos han obligado a relacionarnos con la destrucción, con la constante rehabilitación de edificios o la definitiva pérdida de ellos. Así, se vuelve difícil encontrar un patrimonio material que nos identifique, por eso, y a diferencia de otros lugares, nuestra memoria, más que en las construcciones, está en la calle: en las vías ruidosas y vitales que han visto pasar nuestra historia y donde nos hemos construido como país y sociedad, espectadoras de nuestros triunfos, derrotas y fracturas, también contenedoras de nuestras más significativas expresiones.
Las calles de nuestras ciudades son nuestro mayor patrimonio no solo desde el punto de vista urbano, sino también desde el aspecto económico, social e histórico. Como señala el antropólogo español Manuel Delgado en El espacio público como ideología. Madrid: Los libros de la Catarata, “la calle es el lugar para la mediación entre sociedad y Estado –lo que equivale a decir entre sociabilidad y ciudadanía–, organizado para que en él puedan cobrar vida los principios democráticos que hacen posible el libre flujo de iniciativas, juicios e ideas”
Es en la calle donde se verifica el valor de lo patrimonial -al menos en los atributos ambientales o de contexto urbano- una Zona Típica o de Conservación Histórica, por ejemplo, es sobre todo una valoración de las vías, de su fisionomía, lenguaje y proporciones, al mismo tiempo de usos y prácticas de ese espacio público. En la valoración de la ciudad practicada, la calle se transforma en patrimonio al momento de usarla, recórrela, detenerse y estar en ella. El desafío es, entonces, preservar las condiciones que hacen posible esas prácticas como lo está haciendo hoy la renovada Bandera, antes reservada para el uso casi exclusivo de autos y micros.
Esta arteria sumada a otras tan relevantes de Santiago como la Alameda, Meiggs, Avenida La Paz o simplemente las de nuestro barrio donde el tiempo y el espacio nos hacen iguales, “son nuestra herencia recibida de los antepasados y que viene a ser el testimonio de nuestra existencia, de nuestra visión de mundo, de nuestras formas de vida y de nuestra manera de ser, y es también el legado que se deja a las generaciones futuras”, (UNESCO, definición de Patrimonio Cultural). Por eso no es extraño que la calle hoy se resignifique con nuevos habitantes –inmigrantes por ejemplo- y usos del espacio en el que hay cabida para cocinerías, artistas, política, etc.
Hemos vuelto a sentir la necesidad de estar en la calle, la pasión por el (des)concierto o la coreografía de las relaciones en el espacio público. A los santiaguinos nos gusta la calle, lo dijo Benjamín Vicuña Mackenna: “No hay nada que interese más vivamente al hombre, después del hogar en que nace i muere, que la calle tras de cuyos muros pasa al menos dos tercios de su vida, calle arriba i calle abajo, callejeando (sic)”.
Isabel Serra B
Arquitecta
Laboratorio Ciudad y Territorio
Universidad Diego Portales