Publicidad
El Tribunal Constitucional desatado (2): La Constitución protege el abuso Opinión

El Tribunal Constitucional desatado (2): La Constitución protege el abuso

Fernando Atria y Constanza Salgado
Por : Fernando Atria y Constanza Salgado profesores de derecho constitucional
Ver Más

El tribunal puede desatarse porque sabe que siempre habrá profesores, abogados y “líderes de opinión” que, por compromiso político o por defensa de los intereses de sus clientes, dirán que la sentencia es correcta. De hecho, la sentencia sobre el Sernac ya ha sido celebrada por profesores de derecho constitucional de la Universidad Católica, uno que redactó el “téngase presente” de la Confederación Nacional del Comercio y otra que alegó en su momento que las costas que pagan las Isapres en los procedimientos de protección en que son rutinariamente condenadas por violación de los derechos fundamentales de sus afiliados son “gastos necesarios para producir la renta”.


Si bien el problema constitucional tiene muchas dimensiones, la más evidente, cuyas consecuencias es imposible ignorar, es la constitucionalización del abuso. Para entender esto no necesitamos recurrir a un análisis profundo sobre la política neutralizada de la Constitución tramposa. Basta, como ya lo hemos hecho, con mirar cómo está funcionando una de las trampas de la Constitución de 1980: el Tribunal Constitucional. Como vimos en la Columna 1, el “poder insoportable” (Kelsen) en que consiste el Tribunal Constitucional, se ha desatado. Comentaremos ahora dos sentencias importantes del tribunal, en que este ha constitucionalizado un régimen que descansa en el abuso. Al decir que ha constitucionalizado el abuso, lo que queremos decir es que el tribunal desatado ha declarado que la Constitución prohíbe usar mecanismos eficaces de protección del ciudadano o los bienes comunes. Obligados a usar mecanismos poco eficaces, la protección de esos bienes comunes o del ciudadano en sus tratos con el poder económico es escasa. Y si la protección es escasa, el abuso se hace probable.

En efecto, el desenfreno del tribunal desatado en las sentencias rol 3958, sobre la Dirección General de Aguas (DGA), y rol 4012, sobre el Servicio Nacional del Consumidor (Sernac), ha abierto (o mejor dicho, ha prohibido cerrar) las puertas al abuso. Al menos es de esperar que después de esta sentencia los que defienden la Constitución tramposa dejen de repetir, absurdamente, la idea de que la Constitución no le importa al ciudadano común.

Al leer las sentencias en cuestión, salta a la vista la marca más notoria del tribunal desatado: su manifiesto desprecio tanto del derecho vigente como de las instituciones existentes. Como veremos, estas sentencias descansan, en lo fundamental, en dos ideas: que es inconstitucional que los órganos de la administración pública den directamente instrucciones a la fuerza pública, y que es inconstitucional que dichos órganos estén facultados para imponer sanciones por conductas ilegales. Pero estas dos ideas son y han sido parte habitual del derecho administrativo chileno y comparado, aunque serían incompatibles con un imaginario “derecho público universal” que el tribunal desatado saca del sombrero.

Estas sentencias son el equivalente chileno de la sentencia de la Corte Suprema norteamericana en Lochner vs New York (1905), que es recordada hoy como el paradigma de una decisión en la que un tribunal, abandonando su deber de decidir conforme a derecho, asumió el rol de constitucionalizar lo que hoy (no entonces) sería llamado “neoliberalismo”. Estas sentencias del tribunal desatado retrotraen el derecho chileno prácticamente un siglo.

En lo que sigue, comentaremos las razones ofrecidas al tribunal desatado para justificar sus decisiones. Recuérdese que esta (decidir por referencia a argumentos plausibles y justificar sus afirmaciones con argumentos) es una de las marcas de la labor de un tribunal. La columna será más larga de lo habitual, porque queremos mostrar con cierto detalle cómo el tribunal se desentiende de esta obligación.

La finalidad buscada por el legislador: eficacia en la protección de lo común o del abuso

El objetivo principal de los proyectos de ley sobre la DGA y sobre el Sernac era mejorar la eficacia de ambos órganos en la protección de las aguas (un “bien nacional de uso público”) y de los derechos de los consumidores. A la DGA, el proyecto de ley le entregaba competencias para recurrir directamente a la fuerza pública en ciertas ocasiones y para sancionar infracciones; al Sernac le entregaba competencias sancionatorias y normativas, entre otras. Todo esto no fue del gusto del tribunal desatado, que entonces declaró inconstitucionales todas las reglas que les entregaban dichas competencias, con argumentos totalmente insuficientes, como veremos.

La DGA y su posibilidad de recurrir a la fuerza pública

El artículo 1 Nº 13 del proyecto sobre la DGA modificaba el artículo 129 bis 2 del Código de Aguas. El artículo hoy vigente autoriza a la DGA para “ordenar la inmediata paralización de obras o labores que se ejecuten en los cauces naturales de aguas corrientes o detenidas que no cuenten con la autorización competente y que pudieran ocasionar perjuicios a terceros”. Después de haber ordenado esta paralización, hoy la DGA debe solicitar al intendente o gobernador el auxilio de la fuerza pública previa autorización del juez de letras competente. Para mejorar la eficacia de la DGA, el proyecto la facultaba para requerir el auxilio de la fuerza pública directamente, sin la mediación del intendente o gobernador (pero manteniendo la autorización previa del juez de policía local). Lo mismo buscaba la reforma al actual artículo 138 del Código de Aguas.

Ambas reglas fueron declaradas inconstitucionales. Y no solo eso, el tribunal desatado lo hizo con displicencia, sin dar mayor explicación. Su argumento es que la Constitución no permitiría a la administración requerir el auxilio de la fuerza pública sin la intervención previa de un juez: “por regla general, la autoridad administrativa no puede sin más ejercer un acto de coacción con miras a imponer sus resoluciones, obviando acudir a los tribunales para que la situación pueda ser encauzada conforme a derecho”. El tribunal no hace esfuerzo alguno por justificar esta “regla general”, ni por explicar cuáles son los casos en los que vale la regla general y cuáles son los casos excepcionales.

Si no fuera porque ya sabemos que se trata de un tribunal desatado, sorprendería el radical desprecio por el derecho vigente: la “regla general” es totalmente imaginaria. El artículo 4º de la Ley Orgánica Constitucional de Carabineros, por ejemplo, establece que Carabineros «prestará a las autoridades administrativas el auxilio de la fuerza pública que estas soliciten en el ejercicio legítimo de sus atribuciones». Los intendentes, por su parte, tienen el deber de «velar por que en el territorio de su jurisdicción se respete la tranquilidad, orden público y resguardo de las personas y bienes», para lo que la ley los faculta para «requerir el auxilio de la fuerza pública en el territorio de su jurisdicción, en conformidad a la ley».

Por su parte, no hay nada en el texto constitucional que permita sostener que los tribunales tienen el monopolio del uso de la fuerza pública, porque la fuerza pública en la Constitución no es una policía judicial. De hecho, ella misma dispone en el artículo 101 que las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública «existen para dar eficacia al derecho, garantizar el orden público y la seguridad pública interior”, y que “dependen del Ministerio encargado de la Seguridad Pública” (inc. 2° in fine).

Y nótese que lo que el tribunal desatado declaró inconstitucional fue una regla que modificaba el texto actual de ciertos artículos del Código de Aguas para eliminar una referencia a intendentes y gobernadores, que por cierto son también autoridades administrativas. El efecto de la sentencia es, entonces, que el texto de esos artículos no sufrirá modificación, y la DGA seguirá habilitada para requerir el auxilio de la fuerza pública a través del intendente o gobernador. Es decir, lo que el tribunal desatado quiere evitar (las instrucciones directas de la administración a la fuerza pública) seguirá tal cual. La única contribución del tribunal desatado aquí es asegurar una menor eficacia a la acción de la DGA.

La potestad sancionatoria de la DGA

El inciso 1° del artículo 306 del Código de Aguas dispone que el incumplimiento de ciertas medidas es sancionable con multa. Los incisos siguientes disponen que esa multa será impuesta por el Juez de Policía Local respectivo. El proyecto suprimía estos incisos, de modo que la competencia sancionatoria quedaba radicada en la DGA. El proyecto del Sernac también entregaba potestades sancionatorias a este (arts. 1º Nº 26 a 34 del proyecto, principalmente), es decir, potestades para resolver luego de un proceso administrativo si los proveedores habían infringido la Ley 19496, Sobre Protección de los Derechos de los Consumidores.

Ambos proyectos no hacían sino que poner al día a la DGA y al Sernac en materia sancionatoria: hoy la legislación entrega habitualmente a la administración competencias sancionatorias. En efecto, esta competencia la tienen todas las superintendencias (de Bancos, de Valores, de Medio Ambiente, de Seguridad Social, etc.), algunos ministerios (por ejemplo, el de Educación puede cancelar la personalidad jurídica de las corporaciones ante incumplimientos graves) y muchos otros órganos de la administración del Estado (como el Servicio Agrícola y Ganadero o la Dirección del Trabajo). Para el tribunal desatado esto es indiferente, porque el derecho vigente le es irrelevante.

El tribunal desatado cree que el solo hecho de que el proyecto autorice a un órgano administrativo a sancionar, implica que «los preceptos del proyecto bajo análisis menoscaban del todo el derecho de las personas de acceder a un tribunal independiente e imparcial que resuelva las controversias entre el Estado y los particulares, o terceros que también pudieren verse perjudicados, lo que dentro de un Estado de Derecho constituye una garantía de aquellas frente a la potestad sancionatoria del Estado» (c. 27). Esta afirmación, sin embargo, no solo es falsa, es temeraria. En efecto, no menciona siquiera el hecho de que contra las resoluciones de la Dirección General de Aguas el afectado siempre puede reclamar ante la Corte de Apelaciones respectiva (art. 137 CAg). Podrá discutirse o no si ese recurso es suficiente, pero un tribunal que entiende su deber de justificación no puede decir que la sanción administrativa “menoscaba del todo” el derecho a acceder a un tribunal independiente sin siquiera mencionar que el afectado siempre puede acceder a un tribunal independiente para impugnar la resolución que le afecta.

El mismo lenguaje temerario es usado por el tribunal desatado al referirse a una regla del proyecto que disponía que el juez de policía local debía imponer una sanción “con el solo mérito de la resolución administrativa, fijando el plazo para su pago”. Dada esta regla, queda “impedido el infractor de reclamar judicialmente y de manera eficaz la determinación de la multa o su cuantía” (c.24), lo que importa “infringir” su derecho al debido proceso “en orden al derecho a contradecir en sede judicial las decisiones de la autoridad administrativa” (c. 25). Pero esto es trivialmente falso, porque el infractor no se ve “impedido” de reclamar la multa, ya que tiene derecho a reclamar de ella ante la Corte de Apelaciones (art. 177 CAg).

Para el tribunal desatado no solo es indiferente el derecho vigente, también lo es el significado de las palabras que ocupa.

La potestad sancionatoria del Sernac

En lo que se refiere a la declaración de inconstitucionalidad de la potestad sancionatoria del Sernac, por su parte el tribunal, más que exagerar, argumenta de manera totalmente incoherente. Su objetivo es sostener más o menos lo siguiente: que la potestad sancionatoria es una potestad jurisdiccional, y que por ello es inconstitucional entregarla al Sernac. La justificación de esta afirmación se encuentra en los considerandos 33 a 39 de la sentencia.

En primer lugar, el Tribunal Constitucional comienza su justificación asumiendo que la potestad sancionatoria es una potestad jurisdiccional, cuando esta afirmación debiese ser no la premisa, sino que la conclusión de su argumento: las potestades que el proyecto confiere al Sernac, de “arbitrar conciliaciones, sancionar a los proveedores y adoptar toda clase de medidas conservadoras y cautelares respecto de los derechos de los consumidores”, se refieren a cuestiones “que solo pueden ser adoptadas por un tribunal independiente e imparcial… ellas no pueden residir en un organismo meramente administrativo, en virtud de un principio básico del derecho público universal, cual es el de separación de funciones” (c.33). Esto parece interesante, porque usa palabras que son atractivas para los abogados, pero ¿dónde está el argumento?

Ciertamente, no en esa parte; quizás en la siguiente: “se encuentra arraigada la concepción de que la investigación y fiscalización de los ilícitos pertinentes se debe encomendar a una entidad administrativa, en tanto que su sanción y corrección ha de confiarse a los tribunales de Justicia” (c.34). ¿“Se encuentra arraigada”? ¿Qué tipo de argumento constitucional es este? En el pasado, la ley no ha dado al Sernac potestades sancionatorias, bien, pero ¿qué muestra esto sobre la constitucionalidad de dichas potestades? Precisamente como la Constitución no las prohíbe, las superintendencias y muchos otros órganos de la administración sí las tienen.

Algo similar aparece más adelante: “si las contiendas entre proveedores y consumidores actualmente se resuelven en sede jurisdiccional, como naturalmente corresponde, los legisladores en esta ocasión debieron tomar nota que ello fue aprobado por esta Magistratura mediante STC Rol N° 251-97 (considerando 6°) y Rol N° 411-04 (considerando 6°), donde se insistió que esta competencia se condice y es conforme con el artículo 77 de la Constitución, referido expresamente a las ‘atribuciones de los tribunales’” (c.37). Pero el que las contiendas entre proveedores y consumidores “actualmente” se resuelvan en los tribunales no significa que este es el lugar que “naturalmente corresponde”, sino que solo significa que las contiendas entre proveedores y consumidores actualmente se resuelvan en los tribunales. Obviamente, una cosa no se sigue de la otra; obviamente, que la ley lo establezca así no significa que no pueda haber otra ley que disponga algo distinto. Lo importante es que dispone el texto constitucional y hasta ahora solo hay palabras vacías, no argumentos.

¿Y por qué el tribunal se permite decir que “los legisladores en esta ocasión debieron tomar nota” de lo que ha dicho en el pasado el Tribunal Constitucional? El tribunal no puede dar instrucciones al legislador, solo puede declarar algunas reglas inconstitucionales. Y además, la cuestión es totalmente impertinente aquí. En los considerandos que el propio tribunal desatado cita (rol 251, c.6 y rol 411, c.6), el Tribunal Constitucional solo estaba diciendo que ciertas disposiciones que entregaban competencias a los tribunales para resolver las infracciones de los proveedores eran ley orgánica constitucional. Nada más. Pero sobre eso el tribunal desatado se siente autorizado para colegir que “se sigue que la materia -según lo prescrito en el artículo 76, inciso primero, de la Carta Fundamental- ‘pertenece exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley’, esto es, siguiendo el Diccionario de la Lengua Española, que les corresponde única y solamente a ellos, de manera privativa o excluyente” (c.37). ¿Pero cómo puede alguien sostener que porque una ley da ciertas atribuciones a los tribunales, dichas atribuciones “pertenecen exclusivamente a los tribunales” en el sentido de que una ley posterior no puede dárselas a otros órganos? No se puede, si lo que a uno le interesa cuando habla o escribe es mostrar la coherencia o justificación de sus conclusiones. Pero al tribunal desatado no le interesa eso: sabiendo que habrá abogados y profesores que defenderán cualquier cosa que diga porque aprueban la decisión final, solo quiere usar palabras que llenen páginas para que haya algo que parece una justificación.

Todavía a la búsqueda de un argumento, el tribunal desatado observa que el proyecto de ley atribuye al Sernac no solo potestades para sancionar. Adicionalmente, establece un procedimiento en que puede mediar, llamar a conciliación obligatoria, resolver el cese de las conductas infractoras, la restitución de los cobros que le parezcan improcedentes y otras similares; también dota el proyecto al Sernac de la facultad de “adoptar indeterminadas medidas para evitar supuestas infracciones futuras (uno se pregunta cómo infracciones futuras podrían no ser “supuestas”), al modo de una sentencia que acoge una acción de amparo, y en que un juez cumple las funciones conservadoras que le atribuye el artículo 3° del Código Orgánico de Tribunales” (c.35). Según el Tribunal Constitucional, “todo este conjunto de antecedentes, analizados y concatenados entre sí, revelan inequívocamente que en estos casos el Sernac entraría a ejercer ‘jurisdicción’, definida esta -al hilo de la jurisprudencia constitucional- como aquella actividad tendente a la solución de un conflicto u oposición de relevancia jurídica entre partes interesadas” (c.36).

Todo esto es un sinsentido. No es “inequívoco” que la potestad para sancionar y las facultades anexas al procedimiento administrativo sancionatorio supongan ejercicio de jurisdicción. Esto es, de hecho, lo que el tribunal debe todavía justificar. Por otra parte, el procedimiento sancionatorio no es una “actividad tendente a la solución de un conflicto u oposición de relevancia jurídica entre partes interesadas”: no se trata de un conflicto similar al penal o civil, que típicamente se resuelve en tribunales, sino de un procedimiento administrativo que tiene por objeto constatar de manera eficaz y oportuna si los proveedores han infringido la ley 19496, con la finalidad de maximizar el cumplimiento de los proveedores con la ley. El “conflicto” relevante, ese que debe ser resuelto por los tribunales ejerciendo jurisdicción, es el que surge entre la administración y el sancionado, y para este conflicto el proyecto de ley sí establecía la posibilidad de recurrir ante tribunales.

También carece de sentido sostener que las facultades orientadas a proteger los derechos de las personas (presumiblemente esto es lo que el tribunal desatado quiere decir con eso de las “facultades conservadoras”), son solo para los tribunales, y que la jurisdicción no es la única forma de proteger derechos. En ninguna parte el texto constitucional dispone algo parecido, sino precisamente lo contrario. En efecto, su artículo 5° extiende a todos los órganos del Estado el deber de “respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución”.

Por eso, es cansadoramente engañoso que el Tribunal Constitucional afirme que “incluso, de admitirse que un órgano administrativo pueda ejercer funciones jurisdiccionales, en este caso tampoco podría hacerlo el Servicio Nacional del Consumidor, por no reunir los requisitos previstos al efecto por la jurisprudencia de este Tribunal, en el sentido de que, en todo caso, debe tratarse de un tercero independiente e imparcial” (c.38). Esto es engañoso, porque no es un argumento para mostrar que es inconstitucional que el Sernac tenga facultades sancionatorias, sino que el Sernac no es un tribunal. Y esto último por cierto es efectivo. Si la potestad sancionatoria es siempre jurisdiccional, no podría tenerlas ni el Sernac ni ningún órgano de la administración. Pero la potestad sancionatoria que se atribuye al Sernac no es jurisdiccional, y hemos visto que los “argumentos” en contra que ha dado el tribunal no alcanzan a ser malos argumentos, no son argumentos.

¿Por qué sanciones administrativas?

Es importante destacar el sentido de la evolución del derecho administrativo durante el último siglo que el tribunal desatado está ignorando con su sentencia. La administración es hoy en día el poder del Estado llamado a realizar (proveyendo educación y salud, por ejemplo) y proteger (a través de sus potestades fiscalizadoras y sancionatorias) en lo más concreto los derechos de las personas. Esto no es una afirmación teórica o conceptual o política, es descripción del derecho vigente, le guste o no a la bancada mayoritaria del tribunal desatado.

El supuesto de esto, por cierto, es que la función de la administración es diferenciable de la de los tribunales. Y esto es por cierto así. A diferencia de los tribunales que no tienen más función que aplicar la ley al caso particular, y para ello requieren ser independientes e imparciales, la función de la administración es realizar una finalidad, promoviendo alguna dimensión del interés general (o “bien común”, como lo llama el art. 3° ley 18575): por ejemplo, la finalidad de que los proveedores tiendan a cumplir con la ley salvaguardando los derechos de los consumidores. Como se trata de perseguir finalidades de interés general, la administración nunca será imparcial e independiente tal como los tribunales lo son. De hecho, de una superintendencia o servicio que no esté capturado por el regulado, uno esperaría que adoptara una interpretación de la ley tan favorable al ciudadano como sea posible, y que de vez en cuando, por exceso de celo, llegara algo más allá y tuviera que ser contenida por los tribunales, que sí tienen un deber de imparcialidad. Por eso, por ejemplo, la ley encomienda a la Superintendencia de Salud la función de “velar por que la aplicación práctica de los contratos celebrados… no afecten los beneficios a que tienen derecho el afiliado o sus beneficiarios” (art. 110 N°9). Y nótese que no tiene el deber adicional de velar, porque esos contratos no afecten los intereses de las Isapres.

Por esta razón es incoherente que el Tribunal Constitucional sostenga que la administración, y en este caso el Sernac, no puede sancionar porque “nos encontramos frente a un órgano de la Administración que interviene en la relación entre consumidores y proveedores de un servicio representando los intereses de una de las partes, lo que le resta las condiciones indispensables de independencia e imparcialidad con que debe enfrentarse el ejercicio de la jurisdicción” (c.38). Efectivamente, el Sernac tiene la finalidad de velar por el cumplimiento de la Ley 19496 Sobre Protección de los Derechos de los Consumidores, y por lo mismo, no es un tribunal. Es un órgano de la administración que debe maximizar el respeto por los proveedores de los derechos de los consumidores, que son la parte más débil de la relación de consumo. El tribunal desatado, que a veces tiene pretensiones poéticas, afirma que “es esta alteridad o el reconocer la presencia del otro -del prójimo- (los proveedores), lo que obsta aceptar como jurídicamente válida cualquier ley cuyo objeto reporte utilidad a una de las partes involucradas en una relación comercial, pero al precio de negar o preterir los derechos propios de los demás” (c. 39). Pero no es esto lo que hace la ley. Ella busca proteger eficazmente, no negar ni preterir derechos.

El Tribunal Constitucional ignora por completo la función de la administración y la forma en que esta ha de actuar para cumplir dicha función: las potestades del Sernac, entre ellas la sancionatoria, no tienen por objeto reportar utilidad a los consumidores por la vía de negar los derechos de los prójimos-proveedores, sino controlar que estos cumplan con la ley. ¿Por qué es necesario un servicio como el Sernac para esto? Por las mismas razones que son necesarias superintendencias u otros órganos que velen por los derechos de los afiliados a Isapres o AFP, clientes de bancos, trabajadores, etc. Porque las condiciones de la contratación masiva no son como la compraventa de una casa o como los negocios entre empresas, en que las partes que transan son más o menos iguales. La relación de consumo, al igual que la relación laboral (y la relación entre el afiliado y la AFP o la Isapre, o entre el banco y sus clientes, etc.), es asimétrica: el consumidor está en una posición de sujeción a las condiciones que los proveedores ofrezcan; para cada consumidor litigar con un proveedor es notoriamente más difícil que para los proveedores, etc.

Uno de los desenvolvimientos más importantes en lo que nos interesa ahora del siglo XX fue el surgimiento de esferas masificadas de producción y distribución. Esto modificó la manera en que esas esferas eran reguladas. En efecto, si el caso central es un contrato entre dos personas que concurren en igualdad de condiciones, y de hecho están en condiciones para discutir detalladamente los términos del contrato, el derecho de contratos y el Código Civil son suficientes. Pero con la masificación de la producción y del consumo, la esfera de la contratación, que era una esfera de simetría entre las partes, se transforma en una esfera caracterizada por la asimetría estructural entre afiliados y AFP o Isapre, entre clientes y bancos, entre consumidores y proveedores, entre trabajadores y empleadores. Aplicar a un contexto de asimetría la lógica de un contexto de simetría es asegurar posibilidades de abuso para quienes, en esas relaciones asimétricas, son más fuertes. Eso es lo que explica el surgimiento de órganos o agencias públicas reguladoras y sancionatorias. En su desenfreno, el Tribunal Constitucional cree que la Constitución proscribe estas formas, y nos obliga a volver a una regulación propia del siglo XIX. En los hechos, eso es dar protección constitucional al abuso.

¿Cómo es esto posible?

¿Cómo es posible que el Tribunal Constitucional tome decisiones tan absurdas e injustificadas como estas?

Hay varias razones, algunas de las cuales irán desenvolviéndose en el resto de esta serie. Pero aquí ya podemos mencionar una. El tribunal puede desatarse porque sabe que siempre habrá profesores, abogados y “líderes de opinión” que, por compromiso político o por defensa de los intereses de sus clientes, dirán que la sentencia es correcta. De hecho, la sentencia sobre el Sernac ya ha sido celebrada por profesores de derecho constitucional de la Universidad Católica: uno que redactó el “téngase presente” de la Confederación Nacional del Comercio y otra que alegó en su momento que las costas que pagan las Isapres en los procedimientos de protección en que son rutinariamente condenadas por violación de los derechos fundamentales de sus afiliados son “gastos necesarios para producir la renta”.

[cita tipo=»destaque»]Pero con la masificación de la producción y del consumo la esfera de la contratación, que era una esfera de simetría entre las partes, se transforma en una esfera caracterizada por la asimetría estructural entre afiliados y AFP o Isapre, entre clientes y bancos, entre consumidores y proveedores, entre trabajadores y empleadores. Aplicar a un contexto de asimetría la lógica de un contexto de simetría es asegurar posibilidades de abuso para quienes, en esas relaciones asimétricas, son más fuertes.[/cita]

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias