Nicanor Parra: Pregón para iluminar
Señor Director:
Tal era mi admiración por ciertos escritores, en especial Nicanor Parra, que a mediados de los 80 entré a estudiar literatura en el Campus Oriente. Lo leía con entusiasmo y tenía la expectativa de algún día conocerlo personalmente. Hasta que una tarde, luego de buscar algunos libros en la biblioteca del Centro de Estudios Humanísticos de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Chile, nos topamos en las escaleras. Aunque venía bajando a gran velocidad, no estaba dispuesto a dejarlo pasar, así que con mucho temor lo detuve, saludé y le pregunté de inmediato por su casa de las Cruces, que fue lo único que se me ocurrió en ese momento para poder entablar una conversación. Mi familia había vacacionado varias años en Las Cruces y al igual que una buena parte de sus habitantes, teníamos una gran admiración por La Pajarera, sus imponentes torres y estructura completa de madera. Esta casa había estado en venta y un hermano de mi mamá quería que la compráramos. Incluso mi abuela auspiciaba la iniciativa asegurando que teníamos un grado de parentesco con su dueño original. Pero el entusiasmo no fue suficiente para convencer a mi madre y a las tías, aduciendo la inviabilidad de mantener limpia una casa tan grande. Frente a la pregunta por La Pajarera, entre los escalones, Parra se puso serio, y me dijo que luego de recorrer muchas ciudades del mundo, sintió que esta casa era la más bella de todas las que había conocido y que cuando la vio de inmediato supo que lo había estado esperando. Pero al poco tiempo de adquirirla, sucedió la catástrofe. Durante el incendio, muchas personas lloraron mientras se consumía entre las llamas. Recuerdo bien que unos pescadores me aseguraron que la habían quemado intencionalmente los militares que tienen un centro de veraneo en Las Cruces, porque Parra era comunista. Cuando le mencioné esta acusación, el poeta me dijo que eso no le importaba. Sus ojos se empaparon en lágrimas y nos despedimos. Al poco tiempo se hizo de la propiedad vecina a la siniestrada, la remodeló en madera que pintó negra y se instaló allí en lo que hoy será una eternidad.
En los ´90 lo volví a encontrar, esa vez en la Feria del Libro de la Estación Mapocho y me acerqué para solicitarle una dedicatoria a mi padre, también académico de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile, en un ejemplar del recién lanzado libro “Poemas para combatir la calvicie”. Durante esa década en Las Cruces fue muy hermético y reservado con los crucinos. Mantenía una fría distancia que generaba desconcierto y hasta desagrado. A tal extremo llegaron las malas lenguas, que en una reunión con los pescadores, algunos lo llamaron Nicanor Perra. Extrañado les pregunté por qué ese calificativo y me respondieron que se lo merecía porque se había llevado a vivir a una chiquilla del pueblo de 16 años para las labores domésticas y que sospechaban que mantenían una relación sentimental.
Luego del cambio de milenio, esta situación cambió. Parra se integró a todas las actividades del pueblo. Se le veía en las celebraciones de San Pedro, funerales y todo tipo de ceremonias. Recorría las calles de Las Cruces como un vecino más. En esa misma época, Las Cruces comenzó a poblarse de artistas que encontraron en el balneario un lugar ideal para residir, alentados por el nombre de Parra, Neruda, Huidobro y Couve, en lo que se llamó el “Litoral de Los Poetas”. En esos años viví un par de meses en La Reina. Mi patio terminaba donde comienza la cordillera. Otros meses los pasé en una casa en el Arrayán alto. Literalmente, estaba entre la cordillera y el mar, pues viajaba todas las semanas a la casa de Las Cruces que luego de la muerte de mi abuela la adquirió mi madre y quedó en un completo abandono, siendo yo el único habitante temporal de esta vivienda. Un día me encontré con Gustavo Frías, que también se encontraba viviendo en Las Cruces. Gustavo escribió el guión de las películas “Julio comienza en Julio”, “Caluga o menta” y “Amnnesia”. Habíamos trabajado juntos en una editorial en Santiago, donde nos hicimos amigos, y luego en la edición de la Revista PC Magazine para Latinoamérica. Gustavo era un hippie de tomo y lomo con el que me entendía a la perfección. Entonces decidí remodelar la otrora casa familiar transformándola en un amplio loft frente las rocas donde las olas rompen formando el llamado Abanico de Las Cruces. Gustavo se encaminaba a diario en largas caminatas por la playa grande junto a su majestuoso “Perro”, el más grande y temido del balneario, pero sumamente dócil con las personas cercanas a él. Luego de morir “Perro”, todos los nuevos perros que tuvo les puso el mismo nombre, igual de grandes y temidos que el original. Para hacer sus caminatas, Gustavo se programaba con el calendario de las mareas, de modo que la playa estuviese descubierta para poder transitarla con el espacio que Perro necesitaba para jugar libremente correteando a las gaviotas y otras aves. En esa época trabajaba en su novela “Tres nombres para Catalina: Catrala”, la primera de una trilogía sobre la Quintrala. Me decía que durante sus caminatas encontraba la inspiración para organizar la narración de la vida de Catalina de los Ríos y Lisperguer, La Quintrala, desde los cambios femeninos de la luna y las mareas. Gustavo, al igual que otros artistas de Las Cruces, acompañaron a Parra con frecuencia en sus últimas décadas. Ese libro le significo a Gustavo el premio a la mejor obra literaria editada en 2002 en la categoría novela. Con el dinero que recibió por el premio arregló la casa donde vivían con su madre en Las Cruces. Llenó de arbustos y flores su amplio patio. Las Cruces, con Parra, Frías y otros artistas que llegaron a vivir a las Cruces, rápidamente transmitieron esa identidad de poesía a los lugareños. El jardinero de Gustavo habitualmente pasaba a visitarme a mi casa y recitaba un verso propio como antesala a cualquier otra conversación. Me explicó, con una ancha sonrisa, que regalar un verso a quien visitas en Las Cruces era ahora lo habitual. Parra y su pregón para iluminar ya bañaban las costas de este balneario.
La última vez que vi a Gustavo fue en 2015. Su madre había muerto y el jardín se había descontrolado. Era una selva casi impenetrable y adentro los brotes de enredaderas asomaban por cielos y muros. Mi casa la había vendido para comprar mi actual casa en La Reina. Gustavo me comentó que se encontraba preparando una propuesta de guión cinematográfico sobre la vida de Salvador Allende. Mi hijo de 9 años se inquietó en extremo con el enorme y dócil nuevo “Perro” que dormía al lado del sofá de Gustavo, y con la infinidad de objetos extravagantes que adornaban cada lugar del living. Gustavo se sorprendió al verme con otra mujer y antes de despedirnos por última vez me dijo al oído: “Las mujeres pasan, los amigos quedan”. En 2017 falleció en Las Cruces. Su muerte pasó casi inadvertida.
Volviendo a los primeros años del dos mil, cuando la tenía en venta, una mañana Nicanor Parra llegó a conocer mi casa de Las Cruces. Se sentó en el sillón del living y al poco rato comenzó a recitar décimas, improvisando. Luego hablamos de Neruda y dijo que era inteligente y se le notaba. También dijo que otra cosa es con guitarra. Hablamos de su libro “Poemas para combatir la calvicie” y me comentó que originalmente se iba a llamar “Poemas para combatir la narcolepsia”, pero que el editor colombiano lo obligó al nombre final. Yo lo veía pasar todas las tardes caminado a paso decrépito con el mar de fondo. Pero en mi casa gesticulaba con la vitalidad de un niño. Le hice saber mi impresión y me dijo que la vejez solo reside en el cuerpo. Le mostré la casa, nos quedamos un rato en silencio en el balcón del segundo piso contemplando el mar. Luego bajó raudo la empinada escalera y en el momento de la despedida, frente a la puerta de acceso a la calle, en un momento de agitación trastabilló en uno de los peldaños del estacionamiento y casi cae de espalda contra el cemento, pero se estabilizó con extrema rapidez. Nos reímos mucho con la frase que surgió espontáneamente: “Aquí murió Parra”. Se subió a su escarabajo blanco y partió con la velocidad de un citadino en medio de los trámites diarios.
El jardinero de Gustavo, quien también era salvavidas, una tarde de verano me indicó a una mujer le atraía, pero que sentía temor de hablarle ya que era la directora del centro de investigación de biología marina de la PUC en Las Cruces y lo tenía identificado a él y sus primos entre los que robaban locos en la zona de protección de La Punta del Lacho. Así que me acerqué a ella y nos hicimos amigos. No me acuerdo su nombre pero su apellido era Fernandez. Esta argentina acompañaba a Parra a todos lados. Ella lo llevó a mi casa.
En 2006, cuando Pablo Azócar editaba La Nación Domingo, le ofrecí entrevistar a Raúl Ruiz en un breve paso que haría por Chile. Luego de la entrevista, Ruiz me invitó al Japonés de Marcoleta. Era amigo del dueño, quien cerró el restorán solo para nosotros. A la mesa llegaron los mejores vinos de la reserva personal. Ruiz se entonó y se puso a recitar décimas, improvisando. El dueño me dijo conocía a Ruiz hace muchos años y muy pocas veces ocurría eso, que era un privilegio. Le conté a Ruiz que Parra también había improvisado en mi casa y que me había dicho “otra cosa es con guitarra”. Y Ruiz contestó, claro, otra cosa es sin guitarra. Luego me contó que Parra era la envidia de todos los de su generación. Que por qué cresta la gusta tanto a las mujeres. No les daba oportunidad. Siempre se iba con la más rica. Las hipnotizaba, al parecer. Y me explicó que Parra nunca ganaría el Nobel porque su poesía es solo para los chilenos. Solo lugares comunes. Intraducible.
En fin, historias como esta deben haber muchas, lo que rescato es que Nicanor Parra logró instalar entre los chilenos y chilenas el gusto por una poesía que se había perdido en la solemnidad de Neruda, la lejanía de Mistral, el dolor de Rokha y el creacionismo de Huidobro. Parra devolvió el gusto a hacia lo popular, sin ser vulgar, con genio y maestría, alcanzando todos los rincones de este país, pregonando lo mismo que Raúl Ruiz decía pero que no lograba en el público masivo con películas hechas para pasarlo bien y entretenerse, aunque la mayoría las veían con solemnidad tratando de entenderlas, y terminaban siendo un deleite solo para la élite cultural francesa. Parra logró aquello de simplificar, hacer comprensible y disfrutar lo cotidiano, cercano, el humor, las tristes verdades, los sueños y contradicciones. Desenredó las complejidades, las cristalizó y encontró allí la belleza. Parra hizo reír a los chilenos y las chilenas con una luz en medio de la oscuridad de los 80 como ningún otro artista lo ha logrado con la literatura. Un poeta desde el pueblo y para el pueblo, con todas sus letras.
Entre la Reina y Las Cruces, entre la cordillera y el mar. La poesía de Nicanor Parra representa esta luz durante todo el proceso de individualización de la modernidad tardía en Chile. Con un pregón destinado al hombre y la mujer de la calle, rescató la picardía y el ingenio del habla común, las identidades, incluidas las religiosas, y enfrentó desde sus versos las paradojas de un modelo neoliberal impuesto a la fuerza por la dictadura con las carencias de las libertades individuales.
Alfonso Osvaldo Vergara Egert