Abusos, violencia, acoso, se han transformado en una sección obligada en los medios de comunicación estas semanas. La llamada ola feminista ha llegado a la agenda pública para quedarse y ha mostrado diferentes dimensiones del entramado de violencia que vivimos las mujeres a diario.
¿Cómo erradicar dicha violencia? El gobierno ha presentado una Agenda Mujer que -junto a ciertas medidas de igualdad formal- sanciona las expresiones más visibles de la violencia, pero no apunta a su raíz: el rol subordinado de las mujeres en la sociedad.
Las movilizaciones han estallado producto de numerosas denuncias por acoso sexual justamente en uno de los espacios que más contribuye a reproducir este rol subordinado: la educación. A pesar de que la cobertura educativa se ha ampliado y que las mujeres hemos ingresado a la educación superior de manera masiva, su promesa de integración social es defraudada cuando se construye a costa de mayor trabajo de las mujeres y precarización de la vida y se convierte en un espacio que desde la temprana infancia reproduce culturalmente los roles de género que son base de la división sexual del trabajo.
Nuevamente, entonces, la sociedad movilizada apunta la necesidad de transformar la educación y nos obliga a analizar el sistema actual y las reformas realizadas en la última década. Ya en 2006 y en 2011, los estudiantes secundarios y universitarios se alzaron masivamente contra un sistema educativo mayoritariamente privado a nivel escolar y superior, cuestionado debido a los efectos que tienen los intereses empresariales en la orientación de la educación. Elemento que se mantiene incólume pese a las reformas emprendidas por los dos gobiernos de Michelle Bachelet.
Hoy se ha develado una nueva dimensión del conflicto: el sexismo que reproduce nuestra educación, es decir, la idea de que mujeres y hombres tenemos roles diferenciados que cumplir en la sociedad. Las mujeres mayoritariamente dedicadas a los cuidados de otros y los hombres, en la producción. Dicha idea determina qué labores, profesiones y espacios debemos ocupar las mujeres, los que bajo las leyes del mercado carecen de valor y por lo tanto se mantienen a costa de trabajo, tiempo y energía de las mujeres.
La educación formal contribuye a crear esta diferenciación y, al mismo tiempo, es organizada según las valoraciones que asigna el mercado. De esta forma, carreras como enfermería, pedagogías y artes se componen principalmente de mujeres, y cuentan con menos recursos que las ingenierías, ciencias exactas o economía, mayoritariamente de hombres. Las carreras feminizadas, a la vez, aspiran a un campo laboral más acotado, inestable y con menor remuneración.
[cita tipo=»destaque»]Repensarla y fortalecerla es una combinación necesariamente indisociable, ya que la democracia que requiere la educación pública para el siglo XXI, no se encuentra completa hoy en las instituciones estatales. La discriminación a mujeres y disidencias y la reproducción de roles de género no son patrimonio de la educación privada. En un sistema educativo mayoritariamente privado y hegemónicamente competitivo, todas las instituciones educacionales en Chile -incluidas las estatales- están obligadas a autofinanciarse y a competir por captar estudiantes, respondiendo finalmente a las reglas que pone el mercado. Es por ello que sólo una ampliación y fortalecimiento de la educación pública -con mecanismos democráticos y lógicas de financiamiento no mercantiles- permite repensarla y construir una educación no sexista.[/cita]
Al cuestionar este orden de cosas, las feministas movilizadas muestran la necesidad de cambiar la orientación del sistema educativo y, para ello, los intereses que se encuentran tras él. La reproducción de desigualdad de género es consustancial a un sistema de mercado, que busca aumentar sus ganancias a costa de los derechos de la sociedad. Sin esta desigualdad, el costo que los intereses empresariales se ahorran cuando lo asumimos las mujeres sería necesariamente distribuido.
En consecuencia, una educación no sexista solo será posible en un sistema educativo que, en vez de ir en la línea de los intereses empresariales, sea orientado democráticamente por la sociedad, es decir, con educación pública.
Una educación pública no sexista, debe cuestionar las formas de acumulación de poder que produce en su interior y que reproduce para la vida de la sociedad. En otras palabras, debe democratizarse. Por una parte, en su interior, pensando en estructuras menos autoritarias y transparentes, que impidan el abuso de poder e impunidad que se ha dado a conocer con diferentes casos de denuncias por acoso o abuso en las instituciones educativas y que se viene a profundizar cuando se debilita lo público. Por otra parte, acabar con el sexismo en la educación implica que esta responda a la sociedad de forma igualitaria, a las necesidades y definiciones de todos los hombres y mujeres, y no a holdings o controladores que han hecho de la educación una forma más de negocio. Es por ello, que desde Izquierda Autónoma consideramos que reabrir la reforma educacional repensando y fortaleciendo la educación pública es un imperativo para construir educación no sexista.
Repensarla y fortalecerla es una combinación necesariamente indisociable, ya que la democracia que requiere la educación pública para el siglo XXI, no se encuentra completa hoy en las instituciones estatales. La discriminación a mujeres y disidencias y la reproducción de roles de género no son patrimonio de la educación privada. En un sistema educativo mayoritariamente privado y hegemónicamente competitivo, todas las instituciones educacionales en Chile -incluidas las estatales- están obligadas a autofinanciarse y a competir por captar estudiantes, respondiendo finalmente a las reglas que pone el mercado. Es por ello que sólo una ampliación y fortalecimiento de la educación pública -con mecanismos democráticos y lógicas de financiamiento no mercantiles- permite repensarla y construir una educación no sexista.