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Reforma a la política de contaminación en Chile: no más zonas de sacrificio Opinión

Reforma a la política de contaminación en Chile: no más zonas de sacrificio

Paola Bolados García
Por : Paola Bolados García Directora del proyecto anillo ATE220047 de la Universidad Autónoma de Chile
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A propósito de la recién ingresada propuesta de reforma al sistema de evaluación ambiental al Congreso, me preguntaba si cabía una palabra más sobre los conflictos socioambientales y las zonas de sacrificio en Chile. Especialmente teniendo en cuenta que los conflictos socioambientales han tenido un débil tratamiento académico y no se ha reparado en sus dimensiones productivas, como son la fructífera experiencia de nuevas formas de democracia y ciudadanía que de estos conflictos han emergido y de sistemas de participación territorial que han generado.

La productividad de los conflictos entre otras cosas ha devenido en profundos aprendizajes no sólo técnicos por parte de comunidades y territorios, sino ha significado una adquisición de herramientas y sistematización de experiencias y conocimiento experto alternativo que se ha incorporado en el entramado de controversias socio técnicas bajo las cuales se disputan diversos usos y valoraciones del ambiente. Incluso estos conocimientos y aprendizajes han sobrellevado las reguladas y limitadas formas y tiempos otorgados por el sistema de evaluación que, no obstante, no se condice con los recursos económicos que destinan empresas y Estado a fin de evaluar sus proyectos.

Con un sacrificio colectivo de norte a sur, comunidades y territorios han sorteado dentro de sus posibilidades, las múltiples desigualdades de acceso a la información y de recursos en los procesos de evaluación ambiental. Podríamos hacer el ejercicio de mirar los conflictos como un termómetro de la efectividad de la legislación o bien de las limitaciones de los instrumentos de gestión ambiental elegidos por un país como el nuestro para cuidar y proteger su patrimonio ambiental, social y cultural.

[cit tipo=»destaque»]Entonces ¿cómo pensar en una nueva ley con un nuevo espíritu, bajo una nueva economía y una nueva ecología? Para ello es fundamental cambiar la mirada de la democracia y la participación, así como el hiperproductivismo rentista que existe sobre la naturaleza como una de las bases del modelo que predomina en Chile. Este debe nacer desde los territorios, sus realidades geográficas, políticas y culturales diversas, así como de los numerosos conocimientos científicos disponibles en ellos, generando los aún inexistentes sobre contaminación, cambio climático, sequía y escasez hídrica, salud, etc. Y en esto declarar lo que nadie quiere asumir, que lo político es una dimensión fundamental de lo social y que debe ser abordado como un aspecto de la democracia y no disfrazarlo de tecnicismos que sólo legitiman un sistema político neoliberal ambiental.[/cita]

Desde este ejercicio y teniendo en cuenta los innumerables mapas sobre conflictos ambiental en el país, así como el reconocimiento de estos en la evaluación en los procesos de inversión, muestran que algo no anda bien en Chile. En especial, si en medio de una larga y angosta faja de tierra se ha comenzado a revelar que los conflictos crecen en la medida que la legislación de los años 90 se instaló. Entonces precisamos mirar la cara de la moneda que no vemos, la cual que se relaciona con aquellos aspectos que la legislación no regula y que dan pie al crecimiento exponencial de conflictos en cada vez más territorios.

En este contexto y desde el 2013, fundaciones como Terram y Oceana introdujeron la expresión “Zona de Sacrificio” para referirse al daño ambiental en comunidades como Puchuncaví-Quintero, Tocopilla, Mejillones, Coronel, Huasco, etc. Término que luego fue utilizado para conflictos como los desatados por los desechos industriales en Tiltil y por el conflicto por el agua en Petorca. Pese al rechazo y negación contante de la contaminación y los conflictos en estos territorios, el Estado impulsó una Política de Restauración Ambiental y Social (PRAS) a cargo del Ministerio del Medio Ambiente en tres de estas zonas. La paradoja fue que esta política tomó como experiencia piloto a Puchuncaví-Quintero y se desarrolló en medio de nuevos casos de varamientos de carbón e intoxicaciones -menores a las ocurridas al año 2012-, pero que generaron un desastre en el borde costero a partir de los tres derrames de petróleo y otras sustancias tóxicas.

Pese a esto, la implementación de este programa fue evaluada por las autoridades regionales como exitosa, aunque para numerosos sectores de la comunidad, estas en nada se hicieron cargo del daño ambiental histórico vinculado a la contaminación del aire, el suelo, el mar y en sus habitantes por más de 50 años. Período en el que se instala la refinería y fundición de Enami (actual Codelco Ventanas) y la Termoeléctrica Chilectra (actual Aes Gener), pero cuyo crecimiento exponencial se producirá desde la década de los 90, pasando de dos empresas a casi más de 15 empresas: entre ellas cuatro termoeléctricas, tres asociadas a hidrocarburos, tres asociadas a sustancias químicas, una refinería, una fundición, una empresa de asfalto, etc.

Un sinnúmero de investigaciones se ha sumado aportando datos y evidencias sobre los daños sobre los suelos, el mar y en sus habitantes. Algunos de los más negados casos ha sido el de los “hombres verdes”, ex funcionarios de Enami que han denunciado estar contaminados de cobre y otros metales pesados, realidad que fue develada el año 1989 por la revista APSI pero cuya judicialización a experimentados enormes presiones políticas durante estas décadas. Las acciones de las comunidades y organizaciones ambientales han presionado al punto que luego de casi 25 años, el gobierno se comprometió a un nuevo Plan de Descontaminación. Plan que el 2016 fue rechazado por el propio contralor de la república precisamente porque no se hacía cargo del daño ambiental y usaba una metodología que permitía mantener los niveles de contaminación ya existentes. En este orden de “accidentes” y que nosotros denominamos como “desastres”, nos surge la pregunta de ¿cómo es que los conflictos socioambientales en Chile crecieron aceleradamente a partir de la implementación de la legislación ambiental e indígena durante el retorno a la democracia? Y más específicamente, ¿por qué estas zonas se constituyeron en áreas de sacrificio (como las describe Lerner en el caso de Estados Unidos) o basureros del progreso (como dice Acselrad en Brasil) durante la implementación de la ley y medio de las mejoras al sistema de evaluación ambiental?

La respuesta, lamentablemente, es justo la cara de la moneda que nadie quiere ver y reconocer. La misma que tiene una historia larga y triste, en tanto es parte de una memoria social y política, impuesta con violencia durante la dictadura, pero consolidada durante los gobiernos democráticos que legitimaron y continuaron profundizando la violencia económica de un modelo neoliberal que transformó profundamente el sistema de tenencia de la tierra y de los recursos naturales. Estos hoy intentan ser recuperados por comunidades y organizaciones como bienes comunes, relevando que estos no pueden ser objeto de mercantilización y mucho menos tener un tratamiento exclusivamente como propiedad privada. En este sentido, es preciso recordar que las políticas del retorno a la democracia no modificaron en nada el patrón exportador que se encuentra en la base de las desigualdades socio ecológicas de nuestro país; y que generó una cartografía en los años 90 marcadas por territorialidades extractivistas que sacrificaron la vida de muchas comunidades y de los ecosistemas que les daban sustento: territorios mineros en el norte, agroexportadores en el centro; forestales y salmoneras en el sur. Junto a ellas se fueron construyendo mega infraestructuras de transporte multimodales que igualmente sacrificaron diversos territorios del país. Estas territorialidades generadas por el modelo exportador chileno tuvieron como contraparte el desplazamiento de comunidades pehuenches como en Ralco, la contaminación del Río Loa, el desastre en el Rio Cruces en Valdivia, etc.; y así la progresiva muerte de las economías locales como la agricultura campesina y la pesca artesanal. Con ellas todo el acervo cultural y social asociadas a estas actividades que son parte de nuestra cultura inmaterial.

Si todo esto pudo ocurrir durante la paradójica década de los años 90, en medio de la firma de la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo y las Declaración de Decenios para Pueblos Indígenas, es justamente porque la legislación ambiental constituyó un mecanismo para cumplir las exigencias de una transición política negociada “en la medida de lo posible” cuyo objetivo central fue compatibilizar neoliberalismo económico y democracia política. Tal como refieren algunos autores, el neoliberalismo ambiental chileno se debe entender como una exigencia y una presión de la economía global que demandaba garantizar seguridad comercial en los mercados de nuestros países en un contexto de Tratados de Libre Comercio en los años 90 (el NAFTA especialmente) y de incorporación a organismos como la OCDE una década después. El modelo de regulación ambiental instaurado será entonces un modelo facilitante del mercado que cumplirá con su papel de no modificar la arquitectura legal de la dictadura, sino más bien profundizarla.

Es desde entonces que se consolida este modelo de privatización de los bienes naturales como las aguas subterráneas que, tomando como ejemplo casos como el Salar de Atacama (Región de Antofagasta), el año 2015 estaban concentradas en manos de dos mineras transnacionales: Minera Escondida operada por la transnacional australiana BHP Billiton y Zaldívar de la canadiense Barrick Gold (sin contar los derechos que en menor cantidad para entonces tenían SQM y Rockwood Litium). Esto dejando fuera las “aguas del minero” que el país les entrega a las mineras de litio sin necesidad de inscribirlas bajo la forma de derechos de aprovechamiento de aguas (DAA). Una situación muy similar es posible de observar en los conflictos por el agua en Petorca, en la Región de Valparaíso, donde los derechos de aguas subterráneas están concentrados en manos del agronegocio, en un contexto de declaración de Zona de Escasez Hídrica y de restricciones para explotación de aguas subterráneas por la Dirección General de Aguas. Esta crisis está directamente asociada al modelo económico agroexportador que ha generado una verdadera guerra por el agua en un contexto de la fiebre del oro verde, como se le llama al negocio de la palta y en donde hasta la propia DGA ha reconocido recientemente extracción de aguas no autorizadas e irregulares, después de décadas de denuncias de agrupaciones como el Movimiento de Defensa del Agua, la Tierra y protección del Medio Ambiente (MODATIMA). Conflicto por el agua nos lleva al mismo punto de partida de nuestro análisis: el modelo exportador que intenta ser nuevamente revisitado por modificaciones que en nada se hacen cargo de las desigualdades socioecológicas y los conflictos ambientales, mucho menos del daño ambiental que en varios casos no es remediable.

Respecto a la actual reforma al SEA la pregunta que cabe es ¿qué modelo de reforma se promueve, a quiénes protege y cómo se construyó la propuesta? Esta declara como cuatro de sus objetivos centrales a) reducir el componente político en el proceso de calificación, b) ampliar y mejorar los espacios participación ciudadana, c) permitir un mayor y equitativo acceso a la justicia ambiental y d) solucionar aspectos históricamente controversiales. Para estos problemas, las soluciones planteadas que se proponen son a) un Modelo de Evaluación no regional sino Macrozonal asimilable a la estructura de los Tribunales Ambientales, b) participación social temprana y; c) eliminación de recursos de reclamación. La paradoja no obstante de la propuesta, radica en que para despolitizar el proceso de evaluación lo concentrará desplazando lo político a instancias macrozonales y no regionales; sin embargo, toma como interlocutores nuevamente dos instancias fuertemente politizadas como son los municipios y los gobiernos regionales (la Macrozona está conformada por los Seremis de Medio Ambiente, Economía y dos profesionales técnicos elegidos por dirección pública). Por otro lado, la participación anticipada que se propone niega las asimétricas relaciones existentes entre empresas y comunidades que se encuentran mediadas por recursos económicos, en contextos de profunda vulnerabilidad social en las localidades afectadas. Esto se realiza a través de programas de responsabilidad social empresarial que han inhibido el desarrollo de royalties o un sistema de tributaciones regionales, y que funcionan bajo una lógica subsidiaria en áreas sensibles, remarcando así las desigualdades de poder en las tomas de decisiones y debilitando la autonomía para evaluar las amenazas y riesgos reales de los proyectos. Así, las comunidades entran en competencia por estos recursos o comienzan a depender de ellos en ámbitos donde el Estado debiera cubrir derechos sociales básicos a través de la política pública.

En el mismo sentido, la reforma no se hace cargo del problema fundamental asociado al tipo de participación que se busca, ya que las comunidades o territorios demandan una participación vinculante y no consultiva sobre sus territorios. Participación que ha sido administrada a través de una lógica de la compensación y frágil mitigación, sin atender a una visión integral de los aspectos involucrados en el proyecto a evaluar, ni a estrategias preventivas de potenciales daños socioambientales. En este punto, el énfasis por promover una participación previa informada y veraz, queda absolutamente irrelevante si no se asegura un Estudio de Impacto Ambiental (EIA) autónomo o al menos que un órgano del Estado genere información de base para contrastar con los estudios presentados por las empresas, las cuales en los términos actuales delimitan de manera unilateral el área de influencia, eligiendo muchas veces aquellos estudios a la medida y omitiendo algunos otros disponibles, como ocurrió en el caso del rechazado Proyecto Pampa Colorada el 2007, y con el que Minera Escondida habría usado casi 1000 litros por segundo de los acuíferos altiplánicos que abastecen a las comunidades atacameñas del Salar de Atacama. Entre los argumentos de rechazo al proyecto, destacaron las observaciones de los propios organismos del estado como el SAG y el INDAP, que mostraron la omisión de dos estudios importantes por parte de la empresa, los cuales eran necesarios para establecer una evaluación verídica del proyecto. De más decir respecto al papel de la participación y consulta indígena en el sistema de evaluación y el compromiso que como país subscribimos el año 2008 a través del Convenio de la OIT y que no sólo no se ha cumplido, sino que ha significado el cierre de la unidad en el SEA y una denuncia pública desde su sindicato.

Retomando la decisión de despolitizar y tecnificar el SEA a través del modelo de las Macrozonas, el proyecto no define cuáles serían estas competencias para asegurar la capacidad técnica de quienes la conformarían, mientras sustentarían su información en la entregada por las instancias políticas de los municipios y gobiernos regionales respectivos. Para terminar, nada que decir respecto a qué pasa con las empresas y actividades que no tienen Resolución de Calificación Ambiental por ser anteriores a la ley y en general, están entre las más contaminantes, como son las termoeléctricas a carbón y petróleo y las refinerías y fundiciones de cobre (para las cuales no se señalan normas de arsénico ni de calidad del aire que estén acordes a países desarrollados y tampoco aquellos definidos por la OMS).

En fin, se observa que la reforma presentada sólo refuerza el espíritu de la ley desde sus inicios: ser un facilitante del mercado, ahora con unas atribuciones reguladoras incorporadas con la modificación realizada el año 2009 y la creación de una Subsecretaria y los Tribunales Ambientales. En este sentido, no queda claro cómo mejorará la reforma los procesos de eficiencia y aprobación de los proyectos sin modificar los aspectos sustanciales que subyacen en los conflictos socioambientales actuales. Mucho menos cómo se conseguirá mejorar el tema de la participación en un contexto donde sus actuales políticas son cuestionadas por las comunidades, agrupaciones y sectores de la sociedad civil. Pese a que el sistema promueve una participación regulada en los tiempos tecno-burocratizados del estado, que rara vez se compatibilizan con los tiempos de las comunidades y territorios, las observaciones de los afectados han tensionado el sistema y en muchos casos frenado y conseguido el rechazo de los proyectos. Sin embargo, el espíritu de la ley que divide y separa el territorio, ha generado una multiplicación de actores impidiendo una articulación social y una construcción de alternativas territoriales más amplias. Estos aprendizajes y propuestas territoriales deben atravesar la ley y el sistema de evaluación ambiental y para que no se vuelva a sucumbir en propuestas centralizadoras que hoy buscan concentrarse en las Macrozonas donde los tomadores de decisiones siguen teniendo el mismo componente político del sistema antiguo (y no tienen independencia política del ejecutivo, ni capacidad técnica suficiente según las necesidades actuales).

Si hilamos más fino, podríamos también reconocer otros problemas, como los asociados a que los EIA sean presentados por la propia empresa, lo cual claramente inicia el proceso con una información que no garantiza objetividad respecto a la definición de línea base. Más aún, las empresas dieron vida a un mercado ambiental muy frondoso de consultoras especializadas, pero cuya información es regulada por la empresa que la financia. De la misma forma, los estudios exigidos se centran en el proyecto y no en el territorio donde se va a instalar, y no considera las economías preexistentes ni las complejas interrelaciones socioecológicas de los territorios afectados, remitiéndose a mostrar que el proyecto “cumple con las normas”. Pero la democracia no se trata sólo de cumplir normas sino de hacerlo con legitimidad social, cuestión que no se satisface con la respuesta “es lo que la legislación nos pide”. En definitiva, los mismos capitales económicos de norte a sur van y vienen presentando pequeños proyectos al SEA a fin de ir instalando inmensos complejos minero-energéticos, como los que tenemos en varias de nuestras bahías y que de industria tienen bien poco. La mayoría se trata de lugares de acopio de sustancias peligrosas y tóxicas que transitan en medio nuestro y que amenazan de vez en cuanto con graves derrames, explosiones y desastres que paga el Estado. Porque como sabemos desde los trabajos del geógrafo David Harvey, en un estado neoliberal como el nuestro, las ganancias se las lleva la empresa y las pérdidas las paga el Estado, en particular nosotros los ciudadanos (habitantes, locales, etc.) ¿En qué quedaron las multas a las empresas que realizaron derrames cuantiosos en la Bahía de Quintero y que no hicieron más que corroborar el destino de una zona de sacrificio donde ya no se pude cultivar, ni pescar ni marisquear?  Si no sirve este ejemplo, ¿por qué aprobar un proyecto Minera Dominga cuando ya leímos la crónica de una muerte anunciada?

Entonces ¿cómo pensar en una nueva ley con un nuevo espíritu, bajo una nueva economía y una nueva ecología? Para ello es fundamental cambiar la mirada de la democracia y la participación, así como el hiperproductivismo rentista que existe sobre la naturaleza como una de las bases del modelo que predomina en Chile. Este debe nacer desde los territorios, sus realidades geográficas, políticas y culturales diversas, así como de los numerosos conocimientos científicos disponibles en ellos, generando los aún inexistentes sobre contaminación, cambio climático, sequía y escasez hídrica, salud, etc. Y en esto declarar lo que nadie quiere asumir, que lo político es una dimensión fundamental de lo social y que debe ser abordado como un aspecto de la democracia y no disfrazarlo de tecnicismos que sólo legitiman un sistema político neoliberal ambiental.

Entonces no podemos asentir a la expresión de la expresidenta Bachelet cuando afirma que “la naturaleza no nos da tregua”, u otras expresiones muy naturalizadas hoy respecto a que “el cambio climático es el causante de todos nuestros problemas”. Frente a lo que la ley no regula, la propia ciudadanía se organiza de manera autoconvocada para defender sus territorios, lo que implica que en esas luchas trabajen doble, gasten recursos, contrate abogados (con ayudas de ONGs y fundaciones) y estudie las formas de frenar, desviar y ojalá detener los proyectos que sin límites siguen aprobándose pese a los reparos técnicos y no políticos. Dicen que la sustentabilidad es justamente la capacidad de asegurar las condiciones de vida para las generaciones que vienen. Pero ¿de qué sustentabilidad estamos hablando? El “medio ambiente”, como algunos lo llaman y que otros lo definen en los territorios como un ambiente entero, no hace más que parcializar, tecnificar, juridicializar, elitizar finalmente un conocimiento y un derecho que es de todos: nuestra vida, nuestra cultura y nuestra posibilidad de reproducción en ella. No podemos crecer ni pensar que este sea un camino viable de desarrollo, ni negar la naturaleza política de las decisiones basadas en un modelo extractivista insustentable. Se trata de hechos políticos y no de la naturaleza, se trata de una economía política depredadora en expansión y cuyas consecuencias ya reconocen corporaciones y organismos internacionales.

Nos toca decidir, organizarnos, democratizar, fiscalizar, una nueva relación con la naturaleza que para nuestras poblaciones indígenas tiene otro significado y realidad. ¡Somos naturaleza! o mejor, ella es pachamama, pathoiri como la llaman comunidades andinas, que quiere decir madre tierra,  la única que aseguran un küme mongen, algo cercano a la salud en la cosmovisión mapuche. En estos territorios y comunidades hay un buen vivir en medio de cercamientos, negociaciones y hostilidades, pero donde las prácticas de cuidado se resisten a mercantilizarse al límite de poner la vida en riesgo. Esto es el ejemplo que en gran parte de los conflictos han mostrado las organizaciones indígenas en Chile y donde las propuestas de mitigación de compensaciones no serán capaces de eliminar, cuestionando como único criterio la seguridad económica de los inversionistas. Muchas otras organizaciones construyen hoy una nueva ecología de saberes, espero también que la ciencia y la política estén a la altura de una nueva época y conciencia ecológica. Mientras tanto, trabajemos por una política ambiental democrática y participativa con enfoque territorial que modifique la actual política de contaminación que tiene al país en un sacrificio ambiental permanente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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