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NO apaguemos la luz Opinión

NO apaguemos la luz


La noche previa al 5 de octubre de 1988 un corte de energía afectó a gran parte del país. El apagón fue una acción ejecutada por el régimen, que tenía como único propósito atemorizar a la ciudadanía e influir favorablemente a la opción liderada por Pinochet. El miedo fue la herramienta más poderosa que tuvo una de las dictaduras más sangrientas de Latinoamérica para mantenerse casi 17 años en el poder. Sin embargo, las maniobras de último momento no provocaron el efecto esperado. Ese miércoles el sol se asomó pasadas las seis de la mañana y con él millones de chilenos y chilenas colmaron los centros de votación con la esperanza de dejar atrás un largo periodo de crímenes, rabia y angustia.

La escena refleja lo vivido aquella épica jornada. Chile definitivamente había perdido el miedo, en un proceso progresivo que había comenzado en las protestas de principios de los 80`s y que para ese entonces era ya definitivo. La amplia mayoría del país estábamos convencidos que trazando una línea vertical sobre la opción NO la posibilidad que las grandes alamedas se abrieran era real. Añorábamos la libertad, queríamos justicia y soñábamos con reencontrarnos.

Ese día salí temprano de mi casa ubicada en Pueblo Nuevo de Temuco. Tenía 19 años y debía votar en el Liceo Pablo Neruda. Durante el día recorrí varias escuelas, pues en mi rol de enlace, o “chasqui” como se decía en ese entonces, debía reportar al comando ubicado en el Centro de Promoción Social (Cenpros), una ONG apoyada por la solidaridad sueca. Pasadas las ocho de la tarde sabíamos que nos impondríamos al dictador. Estábamos seguros, tan así que comenzamos a reunirnos para celebrar de manera anticipada en el centro de la comuna.

Estábamos en plena calle Bulnes cuando un automóvil descapotable se acercó en contra del tránsito. Era un jeep y en él venía un militar con capa. Se trataba del temerario criminal Miguel Krassnoff Martchenko, quien por esa fecha cumplía funciones como comandante del Regimiento de Infantería Tucapel de Temuco. Su misión consistía en disolvernos y detener cualquier intento de manifestación. Lo consiguió. El júbilo tuvo que esperar un par de horas.

[cita tipo=»destaque»]Así las cosas, en 1989 se celebró un nuevo plebiscito, esta vez para validar las reformas constitucionales básicas que la triunfante oposición había negociado con el saliente y derrotado gobierno. Visto en retrospectiva, pareciera que las concesiones del régimen en aquel momento fueron pequeñas al lado del precio que el país tuvo que pagar: los quórums para reformar determinados capítulos de la constitución fueron aumentados. Dicha advertencia fue hecha por Ricardo Lagos en la naciente coalición, pero primó la confianza, o a esas alturas ingenuidad, de que se respetaría el compromiso con RN de realizar reformas profundas al año siguiente. No sería la primera vez que el excesivo sigilo de la Concertación traería consecuencias. 10 años después, en una situación que la prensa internacional definía como esquizofrénica, la misma centro izquierda que derrotó al dictador sería la encargada de traerlo de vuelta desde Londres a Santiago, haciendo inviable su condena internacional.[/cita]

Al día siguiente, la alegría se hacía evidente en todas las ciudades. Icónicas son las imágenes de personas abrazando a carabineros, de familias enteras festejando, de un Chile que iniciaba su reencuentro con la libertad. Sin embargo, todos éramos conscientes de que los tiempos que venían no serían fáciles. Desbancar al dictador en su propia cancha y con sus propias reglas del juego, si bien era la opción más viable para terminar con las torturas, la censura y el autoritarismo a todo nivel, implicaba también asumir el riesgo de validar la institucionalidad que el propio Pinochet había creado, transitando a una democracia donde su figura seguiría estando presente, como inamovible comandante del Ejército y luego como senador vitalicio.

Así las cosas, en 1989 se celebró un nuevo plebiscito, esta vez para validar las reformas constitucionales básicas que la triunfante oposición había negociado con el saliente y derrotado gobierno. Visto en retrospectiva, pareciera que las concesiones del régimen en aquel momento fueron pequeñas al lado del precio que el país tuvo que pagar: los quórums para reformar determinados capítulos de la Constitución fueron aumentados. Dicha advertencia fue hecha por Ricardo Lagos en la naciente coalición, pero primó la confianza, o a esas alturas ingenuidad, de que se respetaría el compromiso con RN de realizar reformas profundas al año siguiente. No sería la primera vez que el excesivo sigilo de la Concertación traería consecuencias. 10 años después, en una situación que la prensa internacional definía como esquizofrénica, la misma centro izquierda que derrotó al dictador sería la encargada de traerlo de vuelta desde Londres a Santiago, haciendo inviable su condena internacional.

Pese a las sombras que tuvo la transición, es evidente que sus múltiples luces y aciertos hacen posible que hoy tengamos una democracia vigorosa, sin exclusiones, y una estabilidad política que resalta en medio de nuestro siempre convulsionado vecindario continental. Chile creció como nunca, sus relaciones internacionales fueron normalizadas, el Estado se fue progresivamente modernizando y se avanzó decididamente en justicia social. Tal vez, la mayor renuncia, fue la ruptura de la relación con el mundo social, la misma relación que había hecho posible la gesta ciudadana del plebiscito.

Son esas las autocríticas que hoy día debemos ser capaces de hacernos. Y es que Chile seguirá transitando en el futuro por diferentes encrucijadas. Ya no se tratará, por cierto, del SI o del NO; se tratará, entre otras cosas, de la decisión entre la ciencia y la innovación, o la continuidad de nuestro modelo exportador de materias primas; del avance decidido y acelerado hacia más libertades individuales, o el freno que algunos quieren impulsar a esta agenda civilizatoria; de la aceptación de Chile como país multicultural o la imposición de una cultura homogénea; de un crecimiento económico inteligente y respetuoso del medio ambiente, o aquel que sólo sirve para expandir el PIB.

Si somos capaces de trabajar unitariamente entre actores políticos y sociales estos y otros desafíos, podremos volver a hacerle sentido a la mayoría del país y comenzar a tener una chance de ganar estos plebiscitos del futuro.

Porque a tres décadas del triunfo del NO, además de recordar a tantas y tantos héroes anónimos de esa jornada y a quienes ya no nos acompañan, lo que más debería dolernos es que hace menos de un año un 54,58% (el resultado en una segunda vuelta más cercano al 55,99% del 88) volvió a manifestarse en las urnas, pero esta vez para elegir a un gobierno conservador, que cree más en los bingos que en los derechos sociales, y en las deportaciones y expulsiones antes que en la integración y el valor de la diversidad.

¿Qué nos pasó en el intertanto? Tal vez nosotros mismos nos apagamos la luz, como en aquella madrugada del 5 de octubre. Es hora de reencontrarnos en nuestras diferencias, defender lo avanzado, recuperar el valor de la unidad y trabajar por los cambios que aún falta concretar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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