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El progresismo neoliberal: arquitectos feudales Opinión

El progresismo neoliberal: arquitectos feudales

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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Las declaraciones sacerdotales de Eugenio Tironi en los últimos días no pueden pasar inadvertidas. De un lado, y dado el núcleo traumático de sus dichos, nos habla como «hijo renegado» de una izquierda que no quiere -o no puede- cargar con sus Padres. A Tironi, el parricida, no le interesa preservar la sonrisa inmaculada de sus deudos, y prefiere donar todas las exequias a los «vencedores». Pero también hay un acto litúrgico en su «gesto» cuando sentencia -evitando la majadería de decirlo una vez más- el ocaso de una «izquierda testimonial», vencida en su propia «narrativa humanitaria». De otro, es un Padre depredador dispuesto a abandonar a sus «hijastros» ahorrándose toda interrogación rebelde por algún horizonte político. De este modo, y aunque predecible, sella ante los tiempos una decisión ensombrecida: «de los vencidos a los vencedores». Pues bien, veamos la raíz de nuestro decadentismo político, para tratar de descifrar el nuevo estado de capitulaciones.

La transición chilena a la democracia fue un ciclo «intensamente refundacional» que apeló a los desvaríos ideológicos del universo concertacionista para edificar un «presente millenial». A poco andar, nuestro «progresismo travieso» se sirvió de una «rutina de acuerdos» que buscaban opacar la irrupción de «discursos vitriólicos» (léase sujeto sulfúricos), cuyos efectos podían desestabilizar el marco institucional y generar un retroceso devastador que nos llevaría hasta el acantilado. Pese al actual estado de diatribas, en los últimos meses se ha escuchado una fervorosa nostalgia epocal por retomar un clima transicional, centrado en acuerdos nacionales y pactos de gobernabilidad, restituyendo un tiempo político que no siempre ha sido reconocido como una experiencia vigorosa dentro del péndulo socialdemócrata.

Como bien sabemos en los años 90′ un sector hegemónico de la coalición del arco-iris, asumió un protagonismo institucional -sin descontar la infaltable oficina de Marcelo Shilling- para acelerar un conjunto de drásticas reformas propias de una «refundación neoliberal» (¡big bang¡) que fue consumada en plena democracia semi-representativa y que no guarda precedentes de acumulación (tecno-financiera) respecto a las transformaciones institucionales implementadas a fines de los años 70′. Si bien las condiciones de posibilidad de tales cambios se ubican en el «schok anti-fiscal», no existe una estricta continuidad entre la des-regulación del aparato productivo, la tercerización fáctica de la economía en tiempos de autoritarismo y los procesos de «ruptura y re-estructuración» inaugurados bajo el primer decenio de la Concertación. Hoy las tesis del continuismo o la administración de un modelo resultan insuficientes para analizar una «dinámica explosiva » que debe ser interrogada en todas sus definiciones multi-causales. No se trata de un problema de magnitudes, que sólo agote el problema en la expansiva privatización, sino de una insospechada re-articulación social, cultural, semiótica y cognitiva (donde todos los desplazamientos moleculares fueron «sobredeterminados» como diría un viejo althusseriano).

Bajo el binomio miedo-consensos el mundo concertacionista se organizó bajo un juego de concavidades, inflexiones y apremios exacerbando un «principio prudencial». En buenas cuentas, resultaba un buen recurso echar mano de una sociabilidad centrada en la gobernabilidad, más cuando se trataba de templar las rebeldías y acotar los «sujetos litigantes» obstinados por nuevos espacios de democratización que la coalición del arco iris había comprometido originariamente -el programa abandonado-. Sin embargo, en un lapso fugaz, los actores incidentales del progresismo interpretaron las «tendencias de cambio» y se abrieron al vértigo de la «liberalización», intensificando por omisión o adscripción, el quiebre entre política y vida cotidiana, consolidando una «épica del realismo», cuestión indispensable para sustentar un aluvión de ribetes fundacionales. De allí deriva un lugar común donde se suele afirmar eufemísticamente, y con entera ligereza, que la Concertación sólo administró pasiva o activamente -pero heredó sin más- el modelo económico-social legado por las reformas implementadas por los «Chicagos boys». A estas alturas el uso del término «administración» resulta ocioso, vulgar y conceptualmente huero para entender el proceso de «desactivación refundante» («Big ban») que los agentes elitarios de la Concertación implementaron dando lugar a un «neo-liberalismo» de insospechados alcances.

Contra todo descriptivismo, la Coalición del arco iris hizo de la «liberalización» una «racionalidad política» cuando se propuso impulsar un «movimiento refundacional» para instaurar -cuál más, cuál menos-, los axiomas de un pragmatismo hayekiano. Tal proceso se asemeja más a una verdadera fase de «fractura refundacional» (que empíricamente abarca desde Salmoneras, hasta la minería hasta la privatización de las Universidades tradicionales, desde Laureate hasta el campo de las inmobiliarias, vialidad y toda la cadena de servicios). Tal sucesión de enjambres dista de la parroquial tesis referida a la administración de un «modelo heredado», hipótesis correlacional que aún circula profusamente por nuestras audiencias. Y para muestra una discreta sinopsis. Con ocasión de la crisis energética, Eduardo Frei privatizó Colbún, Edelnor, Edelaysen, que en su conjunto representaban a la fecha cerca del 40% de la generación eléctrica del país a la fecha y que aún estaba en manos del Estado. Por su parte la Empresa de Obras Sanitarias (EMOS) era una industria del Estado que cubría el área de la capital y alrededores. Sin embargo, EMOS fue privatizada en un acción que inició Frei y culminó Ricardo Lagos. Y para muestra un botón: la empresa ESSAL que ha dado lugar a un doloroso problema de abastecimiento por estos días en la ciudad de Osorno, proceso de privatización que comenzó en 1999 cuando fue absorbida por Iberdrola. En suma, una verdadera «metodología de las privatización» se desplegó a fines del Gobierno de Frei Ruiz-Tagle y, tal empresa, quedó sancionada bajo la gestión de Lagos Escobar que para efectos criollos operó como el «Menem Chileno» ofertando la gestión institucional, las prácticas políticas, la jurisprudencia y el imaginario cultural que tamaña simbiosis requería. No cabe duda de que bajo ambos gobiernos se edificó la nueva hacienda neoliberal. En un certero análisis Ricardo French-Davis (2002) ha sostenido que «Durante los años 90′ los gobiernos de la Concertación impulsaron reformas a la reformas, con el objetivo de introducirles pragmatismo».

En efecto, nuestro «neoliberalismo avanzado» -de inéditos alcances regionales- no solo fue posible por unos albañiles o capataces seducidos por la metáfora del emprendimiento, sino a nombre de un elenco elitario que asumió racionalmente la imposibilidad de domesticar al mercado por la vía de las coberturas público-estatales, abrazando un ethos que impulsó la fuerza expansiva de los mercados.

Para el caso del progresismo neoliberal, y dada su pavorosa esclavitud, solo resta una encíclica: «SPE SALVI facti sumus, en esperanza fuimos salvados, dice San Pablo a los Romanos y también a nosotros».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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