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Liberalismo, desigualdad y lucha por el reconocimiento: la Historia a 30 años de «El Fin de la Historia» Opinión

Liberalismo, desigualdad y lucha por el reconocimiento: la Historia a 30 años de «El Fin de la Historia»

Daniel Bello
Por : Daniel Bello Secretario Ejecutivo del Observatorio Democracia, Ciudadanía y Derechos (Decide), Departamento de Ciencia Política y RRII de la Universidad Alberto Hurtado.
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En 1989, Francis Fukuyama publicó ¿El Fin de la Historia?, artículo que se convirtió, rápidamente, en uno de los más populares, polémicos y livianamente criticados de su tiempo (y del nuestro).

Las ideas allí expresadas, desarrolladas en el libro homónimo de 1992 (El Fin de la Historia y el Último Hombre), buscaban dar sentido y proyección al contexto de la época (marcado por el fin de la Guerra Fría y la caída del bloque soviético), ciertamente con el entusiasmo (y la ceguera parcial) de quien se siente ganador de una larga y dura contienda.

Al momento de publicar el artículo, Fukuyama era un alto funcionario del Departamento de Estado de Estados Unidos. Sin embargo, este (relevante) dato biográfico no tiene por qué invalidar una obra que, más allá de la caricatura habitual y sus propios errores, tiene mucho que aportar a las discusiones actuales y merece una crítica de fondo.

Los fundamentos filosóficos sobre los que el autor construyó su famosa tesis fueron y son, a mi juicio, útiles para dar (una) explicación (general) a los procesos socio-históricos: siguiendo a Hegel (pero «rescatándolo» de las interpretaciones marxistas por medio de Alexandre Kojève) Fukuyama asumía allí que la Historia se moviliza (progresivamente) por el enfrentamiento entre ideologías antagónicas y por la lucha (propiamente humana) por el reconocimiento (la dialéctica del amo y el esclavo).

Este marco interpretativo no ha sido desmentido y, como dije, puede seguir siendo útil, especialmente para comprender las tensiones económicas, sociales y políticas del mundo en que vivimos.

Lo que sí fracasó -notablemente- es la idea (central tanto en el artículo como en el libro) de que el liberalismo económico y político podía dar, a todos los seres humanos (del mundo desarrollado o poshistórico), el reconocimiento mínimo necesario para detener aquella lucha (inspirada en «el deseo de ser reconocido por otro deseo de reconocimiento», en palabras de Kojève) y con ella detener la Historia.

Caricaturizar y descartar de entrada a Fukuyama (por su pertenencia institucional o su desmedido entusiasmo liberal) impide hacerle una crítica más certera y profunda. Vale la pena aceptar, aunque sea por un momento, los fundamentos filosóficos en los que se basa y preguntarse(le) por qué el liberalismo no fue capaz de cumplir la promesa.

Por qué los seres humanos, aún en sociedades «avanzadas» (con mercados y democracias liberales consolidadas), siguen luchando por ser reconocidos (en lo sustantivo) como iguales y qué se requiere para que ello ocurra.
Una hipótesis es que el mercado y la democracia liberal otorgan a las personas la posibilidad de un mutuo reconocimiento y un reconocimiento institucional mínimo (formal), el primero como consumidores (desiguales) y la segunda como ciudadanos con iguales derechos e igual dignidad (legal).

Sin embargo, en el fondo, las personas (especialmente las de distintas clases) siguen viviendo y sintiendo las desigualdades sustantivas (materiales) y habitando en mundos paralelos, aunque sean parte de la misma sociedad «avanzada». Ni los de arriba reconocen a los de abajo como iguales, ni los de abajo a los de arriba, por la sencilla razón de que no son ni se autoperciben como tales.

El liberalismo, con su proyecto de mínimos, hace posible un reconocimiento mínimo entre desiguales que no alcanza para detener la lucha por el verdadero reconocimiento y la consolidación de la propia autoconciencia (de los individuos no plenamente reconocidos).

Es interesante observar que las socialdemocracias construyeron (después de 1945) un marco que hacía posible un reconocimiento más profundo, con igualdades formales y sustantivas (que, además, permitía el despliegue autónomo de la personalidad), y que en esos contextos las pugnas y tensiones sociales, los delitos e incivilidades (todas estas, en alguna medida, expresiones de la lucha por el reconocimiento) se redujeron significativamente. Aunque no lograron poner fin a la Historia, la detuvieron por algún tiempo.

Lamentablemente, el proyecto socialdemócrata (clásico) está en declive y lo que se observa en el horizonte es el surgimiento de proyectos (y liderazgos) antagónicos, iliberales, algunos de los cuales nos retrotraen a las primeras décadas del siglo XX europeo. Y conocemos lo que ocurrió durante la primera mitad del siglo XX europeo.
En su artículo de 1989, Fukuyama afirmaba que la batalla del liberalismo, primero contra los remanentes del absolutismo y después contra el fascismo y el marxismo, había llegado a su fin; que el liberalismo había conseguido una victoria concluyente y que el círculo (histórico) se cerraba sobre sí mismo (el siglo terminaba como había empezado), con lo que la Historia quedaba clausurada.

Hoy sabemos que el círculo nunca dejó de girar. La dialéctica hegeliana (con sus luchas ideológicas y por la realización de la autoconciencia) siguió operando.

A 30 años de ¿El Fin de la Historia? no tenemos claro si ésta se repite o rima, pero sí que (por ahora) no se termina.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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