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Colaborar y confiar en vez de competir en la era global de cambio climático

Jorge Rojas H.
Por : Jorge Rojas H. Dr. Phil. Universidad de Hannover, Alemania, Sociólogo, Universidad de Concepción
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El siglo que estamos viviendo, el XXI, ya no es el de la Era industrial, centrado en la competitividad entre rubros productivos, potencias regionales, profesionales e individuos provistos de capacidades específicas, funcionales a las especialidades definidas por el orden regional y mundial de la economía. En la actualidad, el mundo globalizado y sus transformaciones, requiere de nuevas culturas, visiones, compromisos y estilos de desarrollo. Algunos autores anuncian la emergencia de la Era del Individuo y la Era Digital. O, el Posdesarrollo. Se puede también referir a la saturación límite socio-ambiental- climática de la era Antropoceno que, debería dar lugar al surgimiento de una nueva Época, la de la vida y el desarrollo sustentado en los bienes comunes como el agua, la atmósfera, los mares, el aire limpio, la biodiversidad, la producción verde y la energía renovable. Otros hablan de economía descarbonizada o “carbón neutro”.

A decir verdad, el cambio climático, en marcha irreversible, requiere apartarse profundamente de las visiones antrópicas de la Era Industrial. Y las escasas décadas de emisiones que quedan para alcanzar el limite – infranqueable- de 1,5 o 2 grados de incremento de la temperatura global, exigen con urgencia de tiempo pensar en nuevas visiones pos-Antropoceno y, actuar de manera más sustentable. En verdad, el individuo siempre ha estado presente en la historia de las sociedades, como lo constataba tempranamente el sociólogo Georg Simmel. En realidad, el individuo constituye la creatura privilegiada de la Era Moderna, de su expresión liberal. Y, al mismo tiempo, representa la figura buscada y privilegiada por el capitalismo, desorganizador de la vida social y más fácil presa de la dominación. Mientras que la corriente socialista privilegiaba y fomentaba lo colectivo, para superar las desigualdades provocadas por los excesos de individualismo, mercado y falta de solidaridad y de estado compensador. Pero, el experimento colectivista fracasó en manos de la burocracia ineficiente, que coartó la libertad e iniciativa individual y social.

En tanto, la comunidad, sería descartada por constituir una unidad afectiva y estrecha de carácter pre-moderna. A pesar de todas las interpretaciones y especulaciones, el individuo, la comunidad y la sociedad intervienen simultánea y conflictivamente en los procesos cada vez más complejos de socialización de la persona en la época moderna. La construcción del sujeto atraviesa por múltiples fases y dificultades históricas, por condiciones socioculturales, territoriales y políticas que impiden o favorecen su emergencia y desarrollo. En realidad, las condiciones favorables tiene que creárseles él mismo, en colaboración con sus congéneres, hombres y mujeres, en el movimiento transformador de la sociedad y el territorio en que vive.

Por cierto, que el sujeto es el protagonista de la Modernidad. Pero el sujeto no es equivalente ni reducible al individuo. Para Hegel, la Modernidad es el tiempo de la autocomprensión o del autocercioramiento, en términos de Habermas (El discurso filosófico de la modernidad, 1993). Es la entrada consciente del individuo como sujeto a la Historia, a la conciencia del ser, como sujeto y protagonista consciente y activo de sus propios actos y experiencias existenciales. La autocomprensión es un proceso dinámico, de interacción dialéctica del sujeto con otros sujetos y sus entornos natural y humano. El sujeto se construye y realiza progresivamente en la convivencia humana, la que a su vez se ubica y sostiene en un determinado contexto histórico, en permanente proceso de cambio.

Para Adorno (1991), la vida humana es esencialmente convivencia; antes que individuo el ser humano es prójimo; incluso se relaciona con los demás antes que consigo mismo; el ser humano no existe primariamente definido por una indivisibilidad o particularidad: en verdad, constituye un momento de las relaciones en las cuales vive y convive. Esto quiere decir que la vida individual adquiere sentido al interior de las relaciones sociales, las que no son un elemento externo, sino un constitutivo interno de la vida del sujeto en construcción permanente.

Por su parte, cuando Humberto Maturana se pregunta ¿qué es lo humano?, responde: “Al darse cuenta que los seres humanos existimos como tales en el entrecruzamiento de muchas conversaciones, esto es en muchos dominios operacionales y emocionales distintos que configuran muchos dominios de realidades diferentes, es particularmente significativo porque nos permite recuperar lo emocional, y en particular, el amor, como un ámbito fundamental de lo humano…Más aún, al quedar lo humano constituido en el conversar, el vivir humano se da como una red de conversaciones y surge constituyendo lo cultural: lo humano es cultural” (H. Maturana, El Sentido de la Humano, 2010:252). La conversación es un espacio de intercomunicación, de intercambio de ideas y de experiencias, de saberes prácticos y elaborados, de afectos positivos y negativos, de representaciones de situaciones y proyecciones personales y colectivas.

Ahora bien, la estrategia y el modelo neoliberal desconoce el carácter ontológico convivencial-conversacional de la persona humana. La “utopía” del mercado neoliberal aspira, como meta final, a la construcción individualista del orden económico, social y cultural. A la élite neoliberal, empresarial y política, le encantaría que sólo existieran individuos aislados, des-colectivizados, des-politizados, des-socializados, carebtes de sociedad y de comunidad. Es la idea de la transformación del sujeto en individuo consumidor: aquel que solo le queda la opción ilusoria de elegir entre una diversidad de bienes y productos -materiales e inmateriales-, ofertados por el mercado. Por cierto, se trata de un modelo de orden social que produce enormes desigualdades, en el acceso a los bienes y, al mismo tiempo genera fuertes conflictos sociales al desintegrar y fracturar la sociedad en nuevas clases, capas y segmentos sociales que luchan unos contra otros por porciones ficticias de poder.

El hiperindividualismo, que se instala en el mercado, conduce a la destrucción de las relaciones sociales, a la pérdida de sentido de vida y de identidad con la región y el país. Constituye una verdadera patología de la convivencia social, que no tiene un final feliz. Por el contrario, esta verdadera enfermedad social instala la desconfianza, la envidia, la máquina de intrigas y confabulaciones de todo tipo. Y, por cierto, no contribuye al desarrollo de una región ni de un país que busca el progreso, la calidad de vida y la felicidad de sus ciudadanos.

La colaboración y la confianza, en cambio, constituyen los ámbitos, actividad y comportamiento humano que por excelencia contribuyen al desarrollo de quienes creen en ellas y las practican. Richard Sennett ha investigado la trayectoria histórica de la cooperación, sus fortaleces y debilidades: “la cooperación natural comienza con el hecho de que no podemos sobrevivir en solitario. La división del trabajo nos ayuda a multiplicar nuestras capacidades insuficientes, pero esta división opera mejor cuando no es rígida, porque el medio mismo está en constante proceso de cambio” (R. Sennett, Juntos, 2012: 107). La desigualdad estructural y la socialización en línea (internet) limita las capacidades de los niños, los que están naturalmente dotados para relacionarse más plenamente entre sí y cooperar de manera más profunda (p. 209). Por su parte, el aislamiento y el autoritarismo jerárquico en el trabajo, debilita el sentido de la cooperación, al producir desconfianza.

Mientras que el trabajo en equipo, la fortalece. Así como el cortoplacismo en la planificación de actividades, beneficia a la élite, no a los trabajadores. Según Sennett, “las nuevas formas de capitalismo priorizan el trabajo a corto plazo y la fragmentación institucional, cuya consecuencia sería que los trabajadores no pueden mantener relaciones sociales de apoyo reciproco” (p. 392). Por lo tanto, dificulta e impide la colaboración. Ello puede conducir, sostiene el autor, a la “solidaridad perversa”, aquella que se basa en “el nosotros-contra-ellos”, presente en las sociedades civiles de las democracias liberales, como por ejemplo en la actitud europea y norteamericana respecto de los inmigrantes de diferentes procedencias étnicas.

En este último caso, se trataría de la “solidaridad perversa”, alentada por los partidos y los llamados líderes populistas de extrema derecha. El autor, en su pormenorizado y exhaustivo estudio de las formas de cooperación, se refiere a la diplomacia cotidiana de la cooperación, al cultivo de una especie de civilidad colaborativa, a la que pertenecen las conversaciones, la empatía y la interrelación “dialógica”, el escuchar, la comunidad como vocación, las diferentes formas de compromiso y expresiones comunitarias; en fin, encuentra la explicación en el hecho de que “lo esencial de la cooperación reside más en la participación activa que en la presencia pasiva” (p. 329), para concluir simplemente con la reflexión, que recorre prácticamente la historia del ser social humano: “Como animales sociales, somos capaces de cooperar con mayor profundidad que lo imaginado por el orden social existente” (p. 393). Representa, sin duda, una conclusión optimista y esperanzadora sobre las posibilidades de colaboración humana, indispensable para construir un mundo mejor, de confianza y estabilidad, en tiempos de incertidumbres y devastaciones del cambio climático en marcha.

¿Qué lecciones podemos sacar de estas reflexiones para nuestro desarrollo como país y regiones? El desarrollo en el actual mundo globalizado y de conocimiento, solo puede impulsarse exitosamente sobre la base de la colaboración con otros y la confianza en las propias fuerzas y capacidades. El individuo consumidor o productor, vive fuera de la reciprocidad y de la confianza, engañado por una especie de narcicismo mercantil que lo transforma, abstractamente, en el mito de ser un consumidor independiente del proceso complejo y entramado que sustenta su propia vida y su entorno social y ecológico. En cambio, la colaboración y la confianza agregan valor y significado a lo que se hace y proyecta: unen conocimientos y voluntades; saberes locales y seguridad en lo que se hace colectivamente; intercambia y produce nuevas ideas y experiencias; propone soluciones diversas y transmite energías positivas al entorno humano. La acción local productiva tradicional colaborativa y circular, disminuye la huella ecológica.

El desarrollo solitario no existe en ningún país o región que haya logrado avanzar hacia mejores condiciones de vida. El desarrollo no consiste en la suma de individualidades ni de talentos separados de su propio contexto. Por el contrario, la colaboración y la confianza engrandecen una región o país, agregan la unión sinérgica de sujetos diversos con su propia historia, con sus recursos intelectuales y territoriales, con su pasado y su presente, con la riqueza de los legados históricos de sus comunidades indígenas, de sus hombres, mujeres e infantes, en busca de su realización y felicidad en la convivencia. Ello vale para Chile, América Latina y todas las sociedades que se buscan a sí mismas en la complejidad del mundo requerido de mayor subjetividad, democracia, libertad y ciudadanía inclusiva.

En el mundo y la sociedad globalizada nada se puede resolver en forma individual. Uno de los males patológicos que afectan la transición cualitativa de Chile – también de otros países latinoamericanos-, al desarrollo sustentable, lo constituyen claramente la falta de colaboración y la desconfianza. Existen muchas ideas fantásticas para salir adelante, pero estas ideas no pueden realizarse sin el involucramiento de la comunidad. La colaboración y la confianza, resultan indispensables a la hora de querer implementar ideas y proyectos innovadores con valor agregado, inspirados en la sustentabilidad de la viva humana y natural. Estos principios son validos para la vida familiar, escolar, laboral, universitaria, política, pública o privada. También es válida -y en verdad, con mayor razón-, para enfrentar situaciones de emergencia, como por lo demás suele suceder en forma espontánea (lo que habla de una propiedad humana innata), tales como desastres socio-naturales. Así, por ejemplo, para enfrentar los impactos y adaptarse a las inclemencias y desafíos del cambio climático, se requiere, junto a la indispensable acción pública del Estado y las instituciones locales/regionales, de fuertes lazos de colaboración y de confianza con los círculos más cercanos de convivencia.

Colaborar en vez de competir nos hará más grandes y felices como personas y país.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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