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Repensando el consumo de carne más allá del cambio climático Opinión

Repensando el consumo de carne más allá del cambio climático

Jenny Ruedlinger y Cristóbal Carmona
Por : Jenny Ruedlinger y Cristóbal Carmona Jenny Ruedlinger, Médico-Veterinario, Doctora en Ciencias Biológicas y Cristóbal Carmona, Abogado
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En el contexto de la COP25 a realizarse en nuestro país y a los recientes informes de Naciones Unidas sobre el cambio climático, ha sido frecuente encontrar en diversos medios reportajes referentes a la ganadería, y específicamente, al papel que tendría el consumo de carne en la degradación ambiental. La evidencia en este sentido, es abrumadora. Así, diversos estudios y reportes de gran peso científico han salido a la luz en años recientes (como el reporte EAT publicado este año en Lancet y el estudio de J. Poore y T. Nemecek publicado el año pasado en Science), dando cuenta del impacto que tiene la ganadería sobre el medio ambiente, no solo en términos de calentamiento global (cerca de 30% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero) sino que también en términos de uso de suelos (en su mayoría destinados a cultivos para alimentación animal), de uso de agua (la agricultura da cuenta del 70% del consumo global), de pérdida de biodiversidad (entramos en la sexta extinción masiva de especies), aparición de “zonas muertas” en costas y lagos (fenómeno de eutrofización, por uso excesivo e indebido de fertilizantes), y deforestación (por tala de bosques y quema de biomasa) -las quemas en el Amazonas, son elocuentes respecto a este último punto-. Para reducir todos estos impactos, en general, la recomendación ha sido dejar la carne o a limitar considerablemente su consumo.
No obstante la importancia del factor ambiental para repensar el consumo de carne, en la actualidad el debate no puede agotarse solo en este tema. Y es que, junto a él, existen diversas razones que debiésen llevarnos a cuestionar del todo la necesidad de continuar con esta práctica y, al fin, a mirar y replantearnos cómo nos relacionamos con nosotros mismos, la Tierra y el resto de sus habitantes.
Un primer factor a considerar, es la salud. Cada vez hay más evidencia respecto a que dietas con más ingredientes de origen vegetal y menos de origen animal no solo son más sustentables, sino que también más saludables. Así, las dietas veganas, vegetarianas y “plant-based” se han asociado a menor mortalidad por enfermedades crónicas -cardiovasculares y cáncer principalmente- y, en general, a un estado de mejor salud. Recordemos que ya en el 2015, la carne procesada (por ejemplo, salchichas, longanizas, hamburguesas) fue clasificada por la OMS como «carcinógeno para los seres humanos», y la carne roja (bovino, cerdo, cordero) como «probablemente carcinogénica». Esto es de suma importancia en el contexto chileno, dado que, por una parte, el cáncer ya es la primera causa de muerte en varias regiones y, por otra, el incremento en el consumo de carne ha alcanzado cifras históricas, siendo los principales consumidores de carne procesada los niños y jóvenes -en este orden de ideas, relevar que la recomendación de la mayor autoridad en temas de nutrición y cáncer (WCRF) es a consumir poco, o mejor aún, nada de carne procesada-. Adicionalmente, se debe indicar que el consumo de carne se asocia a obesidad, factor de riesgo para al menos 11 tipos de cáncer.
Si a esto se considera que importantes sociedades de nutrición del mundo -como la Americana, la Británica y la Italiana-, han afirmado que dietas vegetarianas y veganas bien planificadas son saludables, nutricionalmente adecuadas y tienen beneficios en prevención y tratamiento de enfermedades, además de ser más sostenibles ya que usan menos recursos naturales y generan mucho menos daño ambiental, entonces la pregunta debiese ser, más bien, por qué deberíamos seguir consumiendo carne.
Pero más allá de lo bien que podría hacernos a “nosotros” el abandonar el consumo de carne, se debe notar que existen razones que trascienden nuestro propio bienestar. Después de todo, el cambiar nuestra dieta y manera de producir alimentos garantizaría que para el año 2050 el mundo sea capaz de alimentar a los 10 billones de personas que lo habitaremos, y evitaría que los niños de hoy en día hereden un planeta severamente degradado en donde buena parte de la población sufra de malnutrición y enfermedades prevenibles (Reporte EAT-Lancet).
Ante esto, habrá personas que dirán que, repensar el consumo, no implica su eliminación, sino que lo que debemos hacer es que la agricultura animal sea más eficiente. Independiente de la plausibilidad que pueda tener dicha hipótesis, esto supondría seguir ignorando a los seres que son víctimas de nuestras opciones: los animales pertenecientes a especies que hemos clasificado “de consumo” y cuya suerte no ha sido incluida para nada en la discusión sobre si comer o no comer carne o cuánto. Pero, por más que nos incomode, estos seres existen, son sociables, inteligentes y sensibles, y viven día tras día como víctimas de un sistema que intenta sacar el máximo provecho de ellos, a quienes se les niega todo lo que les es natural, en la mayoría de los casos hasta la luz del sol o el sentir la tierra o el pasto bajo sus pies, en donde muchas veces los barrotes rozan los costados de su cuerpo. Y aunque en algunos casos se piense en su “bienestar” -con fines de tranquilizar a los consumidores más conscientes- siguen siendo vistos y tratados como cosas, como “propiedad”, como máquinas de producir carne, leche, etc.
Bajo esta última perspectiva, quizás deberíamos ver todo esto que está ocurriendo a nuestro alrededor en relación al cambio climático y el calentamiento global, como una oportunidad de reflexionar acerca de qué tipo de seres queremos ser, más allá de las cifras, de los estudios científicos, de las incomodidades de tener que cambiar hábitos; más allá de nosotros como especie y de nuestra suerte en un planeta que sufre los estragos de nuestras opciones de vida. Porque nuestro bienestar está ligado al de la Tierra, pero dependerá del tipo de relación que decidamos establecer con ella y con los demás seres con los que cohabitamos, que no existen para satisfacer nuestras necesidades (aunque manejemos su reproducción a nuestro antojo), sino que tienen un valor y un fin en sí mismos ¿estamos dispuestos a pasar de sentirnos “amos de la creación” a aceptar que somos parte, junto con otros, de la naturaleza? Si fuese así, tal vez solucionaríamos varios de nuestros problemas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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