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El presidente de Perú desafía al enigma latinoamericano

Mac Margolis
Por : Mac Margolis Columnista de Bloomberg
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¿Estamos nuevamente en 1992? No es probable. Ese año, el autócrata Alberto Fujimori envió tanques para cerrar el Congreso, silenció a la oposición e intimidó a todos los demás. Gobernó por decreto durante los siguientes ocho años y ahora está en la cárcel por corrupción y abusos contra los derechos humanos. El objetivo no disimulado de Fujimori: sofocar las instituciones democráticas y permanecer en el poder. El de Vizcarra, aparentemente, era arreglarlas y salir. “Este no es un hombre atacando al Congreso para acumular más poder. Un Congreso obstruccionista forzó su mano y ahora está tratando de gobernar sin ellos», afirma Jorge Valladares, un académico de Perú en el Instituto Internacional para la Democracia y la Ayuda Electoral. Los estudiosos constitucionales y los intelectuales políticos están des


El regreso de América Latina a la democracia ha golpeado muchos cráteres, principalmente a manos de presidentes pícaros que centralizan el poder y pisotean la ley. Pero, ¿qué sucede cuando los legisladores son los pícaros?

Perú podría revelar la respuesta a ese acertijo. Después de meses de enfrentamientos, un presidente voluntarioso y una legislatura llena de compincherías llegaron a un callejón sin salida impenetrable. Frustrado reiteradamente en sus intentos de reformar la política y aprobar una legislación anticorrupción, el presidente Martin Vizcarra disolvió el Congreso la semana pasada y convocó a nuevas elecciones. El Congreso tomó represalias votando para disolver su presidencia e instaló a la vicepresidente en su lugar. Su mandato duró 36 horas. Ahora, una de las naciones más prósperas de América Latina tiene una legislatura en el limbo, su líder resguardado tras las puertas de los palacios y a los peruanos en las calles celebrando una revuelta sin rumbo.

¿Estamos nuevamente en 1992? No es probable. Ese año, el autócrata Alberto Fujimori envió tanques para cerrar el Congreso, silenció a la oposición e intimidó a todos los demás. Gobernó por decreto durante los siguientes ocho años y ahora está en la cárcel por corrupción y abusos contra los derechos humanos. El objetivo no disimulado de Fujimori: sofocar las instituciones democráticas y permanecer en el poder. El de Vizcarra, aparentemente, era arreglarlas y salir. “Este no es un hombre atacando al Congreso para acumular más poder. Un Congreso obstruccionista forzó su mano y ahora está tratando de gobernar sin ellos», afirma Jorge Valladares, un académico de Perú en el Instituto Internacional para la Democracia y la Ayuda Electoral.

Los estudiosos constitucionales y los intelectuales políticos están desgarrados, y todo el asunto podría resolverse mejor en el Tribunal Constitucional. El problema es que el Tribunal mismo hace parte de la lucha por el poder.

El desencadenante inmediato del enfrentamiento fue una disputa de un mes por las nominaciones para la corte más alta del país, donde seis de los siete jueces en funciones deben ser reemplazados. Vizcarra cortejó al Congreso para que el proceso de selección fuera más transparente y mejorara la participación popular. El Congreso lo ignoró y se adelantó a votar sobre los nuevos magistrados, comenzando, evidentemente, con el primo del presidente del Congreso, un incondicional de la oposición.

Ese es un truco familiar: desde Bolivia hasta Venezuela, los legisladores han luchado en vano mientras los ejecutivos corruptos llenan las cortes para dar brillo legal a sus excesos. En Perú, es el Congreso el que intenta de capturar el Tribunal. «Sabemos que es una bandera roja cuando un presidente intenta controlar el poder judicial», asegura Javier Corrales, un académico de América Latina en Amherst College. «Pero ahora tenemos un caso de una legislatura que se porta mal. Sería bueno si pudiéramos decir que eso también es antidemocrático. No estamos acostumbrados a pedir que se controle el Congreso».

Dos fantasmas se ciernen sobre la refriega inmediata y explican gran parte de la disfunción política actual del Perú. Uno es el fujimorismo, la marca tóxica de populismo de derecha del exdictador ahora defendida por su hija Keiko. El otro espectro relacionado es Odebrecht SA, la gigante contratista de la construcción brasileña que ha estado vinculada a sobornos y esquemas de compra de votos en todo América Latina. Cuatro de los predecesores inmediatos de Vizcarra fueron detenidos en las investigaciones de Odebrecht, y el expresidente Alan García se suicidó para no ir a la cárcel.

Fue el escándalo de Odebrecht lo que llevó a Vizcarra al cargo, cuando en 2018 el presidente Pedro Pablo Kuczynski fue implicado y renunció. Su caída energizó el fujimorismo, que no había superado su derrota ante Kuczynski en las elecciones de dos años antes.

Resulta que el caso Odebrecht también devastó a la oposición, lo que implica a los altos mandos del partido mayoritario —la fujimorista Fuerza Popular—, comenzando con Keiko, que espera un juicio por soborno tras las rejas. Al principio, su grupo vio a Vizcarra como un suplente más flexible, tal vez incluso una tarjeta definitiva de salida de la cárcel para Keiko y su padre enfermo (Kuczynski había perdonado a Fujimori en una táctica para apaciguar a los oponentes y sobrevivir a un juicio político, pero la Corte Suprema de Perú lo envió de vuelta a la prisión). Vizcarra tenía otras ideas. Como gobernador provincial no vinculado a ninguno de los partidos tradicionales del Perú, aprovechó la euforia popular para lanzar reformas radicales dirigidas al establecimiento político que nadie quiere.

Se demoró un poco, pero Vizcarra encontró sus objetivos: el crimen de cuello blanco y la corrupción política. «En algún momento decidió que su gobierno solo sobreviviría confrontando al Congreso», afirma Valladares.

Por el momento, Vizcarra va ganando. Las elecciones al Congreso están programadas para el 26 de enero. Una comisión permanente ha sido autorizada para sustituir al Congreso, y Vizcarra ha reemplazado a la mayoría de su gabinete. El sol peruano incluso ganó un poco en medio de la agitación, y los bonos del país permanecen entre las apuestas más seguras de los mercados emergentes.

Sin embargo, Perú no está más tranquilo. Gracias a los disturbios de los ciudadanos, el nuevo Congreso que se posesionará el próximo año tendrá caras nuevas pero una pequeña atadura. Servirán solo hasta las próximas elecciones generales, programadas para 2021, lo que les deja poco tiempo para las reformas, mucho menos para redimir la institución pública menos amada del país: una encuesta realizada la semana pasada señala que 89,5% de los peruanos está de acuerdo con que el Congreso sea disuelto.

Pero aquí está la paradoja: interpretar al vengador foráneo le ha ganado a Vizcarra el corazón de un país cansado de la política habitual. Sin embargo, para evitar la próxima crisis, Vizcarra puede tener que unirse a la aglomeración. «Vizcarra tiene objetivos y una opinión pública que lo respalda», asegura Valladares. «Para que sus objetivos funcionen, necesita un partido o un movimiento social, y hasta ahora no parece interesado».

Una broma que circulaba recientemente en Lima era que más que un líder justo, Perú necesita al Capitán Pantoja, el héroe soldado de la novela cómica homónima de Mario Vargas Llosa, quien tiene la tarea de dirigir un burdel para revivir la moral de las tropas. Lamentablemente, Pantoja no está en la boleta electoral. Sin embargo, se espera que el hombre que lo interpretó en la pantalla, Salvador del Solar, —quien cambió la actuación por la política, se convirtió en el jefe de gabinete de Vizcarra y la semana pasada superó al Congreso en busca de un voto de confianza— puede estar listo para un papel más importante.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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