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La voluntad general en tiempos de crisis Opinión

La voluntad general en tiempos de crisis


Un concepto básico de la teoría democrática es aquel de “voluntad general”. Este último, se explica muy fácilmente al contrastarlo su contracara, la voluntad particular. Mientras el contenido de la voluntad general es el interés común, el interés de la colectividad, el contenido de la voluntad particular es el interés que una persona aisladamente tiene. La diferencia entre estos dos conceptos es de tal magnitud que ni la voluntad de todos (la suma de todas las voluntades particulares) es equiparable a la voluntad general, pues justamente caracteriza a esta un entendimiento de la sociedad como un todo.

Sin embargo, como probablemente el lector habrá advertido, identificar el contenido preciso de la voluntad general es algo que no está exento de problemas. ¿Qué es precisamente el interés común de la colectividad? ¿Cómo lo identifico? Rousseau, quien era muy consciente de este problema, llegaría incluso a afirmar que “sería necesario que hubiese dioses para poder dar leyes a los hombres”. Y esto lo afirmaba un hombre que provenía de un cantón suizo, y que vivía en un mundo bastante más homogéneo que el nuestro.

Nuestro mundo, por contraste al de Rousseau, es uno altamente diferenciado, tanto por factores de identidad como de clase, uno caracterizado por la tensión e incluso antagonismo entre distintos grupos sociales. En este contexto se vuelve aún más difícil que en la época de Rousseau identificar aquello que es la voluntad de todos considerados como un colectivo. En este contexto, la voluntad general es, cuanto menos, imposible de identificar, cuanto más, inexistente.

Más aun, no podemos darnos el lujo de renunciar a la idea de una voluntad general. Si así ocurriera, caeríamos bajo un paradigma individualista donde en cada voto se exprese no una reivindicación de justicia acerca de cómo debería ser la sociedad toda, sino que un interés particular egoísta. Si así ocurre, caeríamos bajo un paradigma de política clientelar, donde los representantes no actuarían para la sociedad, sino que tan solo servirían los intereses de sus votantes. Necesitamos de la voluntad general para tener una política capaz de pensar en la sociedad toda, y no solo en los intereses de cada grupo, aislada y egoístamente considerados. Y también, necesitamos de la voluntad general para que las decisiones que sean tomadas sean entendidas no como el capricho particular de un grupo que logró una mayoría ocasional, sino que como una decisión de la sociedad toda.

Así, al parecer nos encontraríamos en un callejón sin salida, donde, al mismo tiempo que la voluntad general es indispensable, es imposible hallar su contenido. Mas, afortunadamente, para nuestra democracia, hay aún una salida pues lo que no puede ser encontrado, quizás sí puede ser creado.

¿Cómo sería posible tal artificio? En parte, pasando de evaluar las decisiones democráticas solo por su contenido, a evaluarlas también por las condiciones bajo las cuales se tomaron. En parte también, y muy importantemente, mediante reglas que hagan probable que la decisión tomada sea justa y representativa. Todo esto, por supuesto, dentro de los límites que la misma democracia impone, es decir, los derechos individuales que son su presupuesto lógico.

Creo que es importante detenerse sobre la importancia de las reglas, pues, si bien últimamente se las ha puesto de relieve por la discusión constitucional, muchas veces se las trata como algo que es accesorio.

Primero que todo, hay que constatar que las reglas que rigen el proceso democrático no son accesorias o secundarias respecto de la voluntad general, pues en un sentido muy importante, son reglas que constituyen la voluntad general. Llevar a cabo un acto democrático, es decir, votar, puede llevar a resultados muy distintos si se hace de una forma u otra.

En segundo lugar, hay que resaltar que las reglas mismas que adoptemos no es algo irrelevante, puesto que así iremos a hacer más o menos probable que la decisión se acerque a aquella de la voluntad general. La forma condiciona fuertemente el contenido. Así, lo que tenemos que buscar al momento de elegir estas reglas es condiciones bajo las cuales es justo que se negocie, formas que impulsen a que se tomen decisiones que trasciendan los intereses meramente particulares de los individuos, incentivos que lleven a un dialogo cuyo fin sea el entendimiento con el otro, y no meramente una interacción estratégica con él. En esta línea, podemos implementar una serie de formas que pueden servir para estos propósitos: asegurar equidad de género,  asegurar cupos para grupos minoritarios, tener sueldos más bajos para que quienes representan al pueblo no vivan en una realidad ajena, tener quórums más bajos para que el congreso pueda responder efectivamente a las demandas ciudadanas, ampliar el espectro ideológico de los medios de comunicación, entre muchas otras medidas. Tenemos que ver qué reglas hacen probable que la decisión tomada sea justa.

El punto de todo este rodeo es poner de relieve algo muy simple pero no por eso poco importante. En el contexto actual de deliberación constitucional, donde justamente se va a determinar, entre otras cosas, cómo es que iremos a decidir, se pueden tomar dos posturas. Primero, aquella que busca avanzar las causas partidarias propias (que pueden ser perfectamente legítimas). Y segundo, aquella que busca, a largo plazo, crear el marco deliberativo ideal, marco bajo el cual las reglas irán a presionar hacia que la decisión tomada sea lo más cercana posible a la voluntad general, a lo que es bueno para la colectividad. Si bien ambas posturas no son necesariamente dicotómicas, un verdadero demócrata, sin importar su postura política concreta, siempre irá a priorizar la segunda postura por sobre la primera.

Cómo última apreciación, quiero insistir una vez más en que las reglas no son algo accesorio en relación a la voluntad general, sino que las reglas constituyen a esta, y en relación con esto, quiero poner de relieve la importancia de no ver las reglas como algo ajeno. Como ya hemos dicho, la existencia de la voluntad general es crucial, pues sin ella, nos es imposible pensar en reivindicaciones de justicia para la sociedad toda. Ahora bien, esto depende críticamente de otra presuposición: que las personas no vean a las reglas, al sistema, como algo ajeno (si bien hay que admitir que la política de los últimos 30 años ha dificultado esto). Para que sea posible la idea de una voluntad general necesitamos que la decisión final que sea tomada sea una en que las personas se sientan incluidas, y esto solo va a ocurrir si la decisión se ve como una que es propia, pero que es propia no por el mero contenido, sino que porque fue tomada por un todo del que uno es parte. Es necesario aceptar las reglas como un marco común a partir del cual se delibera, para que así se pueda reconducir la decisión a este marco común. Tenemos que evitar tratar instrumentalmente las reglas, para verlas como algo que tiene un valor en sí puesto que constituye parte de un marco común necesario. Por supuesto, que esto ocurra depende en gran medida de las instituciones (y habrá, por supuesto, que responder a los problemas estructurales, estructuralmente), pero también depende en gran medida de que las personas se permitan tener, bajo la institucionalidad adecuada, fe en el sistema: el día que dejemos de pensar que esto último es posible, cualquier anhelo de orden o normalidad se habrá vuelto ilusorio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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