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A diez años del 27-F: avances y pendientes Opinión

A diez años del 27-F: avances y pendientes

Paula Jarpa y Gustavo Ramírez
Por : Paula Jarpa y Gustavo Ramírez Gustavo Ramírez, ex director para América de la Federación Internacional de Cruz Roja Paula Jarpa, académica y consultora FICR
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Ha pasado una década desde el fatídico y devastador terremoto y el posterior tsunami que azotaron a nuestro país. Fue uno de los terremotos más grandes de la historia de Chile y de los más fuertes registrados en el mundo. Durante más de dos minutos y con una intensidad máxima de 8.8 grados de la escala Richter, una parte importante de nuestro territorio crujió, se derrumbó e inundó.

Era el peor momento para que ocurriera un desastre de tal magnitud. Un gobierno estaba a pocos días de concluir su mandato y otro, de distinta orientación, se aprestaba a asumir el poder. Ese escenario no favoreció en nada la urgente respuesta que el megadesastre requería. Hubo demoras e improvisación y se cometieron errores, que prolongaron el sufrimiento y dolor de los afectados.

A lo anterior se sumó la falta de preparación que había en Chile para enfrentar un desastre de esa magnitud. La Onemi colapsó. El exagerado centralismo atrasó la asistencia a los afectados. Las normativas legales carecían de modernidad. La ausencia de coordinación y la competencia, y el protagonismo de diferentes entes y actores hizo el trabajo más difícil y burocrático. A eso último hubo que sumarle la falta de experiencia y conocimiento de muchas de las nuevas autoridades.

Fueron, como siempre, las propias comunidades golpeadas, quienes dieron la primera respuesta y prestaron asistencia a los más afectados. Pero otro hecho que amerita ser resaltado fue la gran solidaridad y ayuda internacional que movilizó el 27-F, algo llamativo para un país que mostraba altos indicadores macroeconómicos. No hacía más de un par de semanas que Haití había sido devastado por un terremoto que costó la vida de más 200 mil personas. Ello hacía predecir que el apoyo para Chile sería reducido, pero, al revés de la lógica de la cooperación internacional, la conocida solidaridad internacional con el pueblo de Chile no se había perdido.

En qué se ha avanzado

Transcurridos 10 años desde ese fatídico 27 de febrero, es menester preguntarse si se han aprendido lecciones de lo ocurrido y también cuánto hemos avanzado en la gestión de riesgos y el manejo de desastres.

Sin duda hay aprendizajes importantes. Chile hoy está mejor preparado para enfrentar eventos adversos. La Onemi se ha profesionalizado y su capacidad técnica y de gestión está mucho más desarrollada. Su rol de ente rector en la gestión de desastres es más claro. Los esfuerzos por descentralizar la toma de decisiones son visibles, aunque aún no suficientes. Las mejoras de los sistemas de alerta temprana son considerables, lo mismo ocurre con los sistemas de comunicaciones y con el uso de la tecnología moderna. Vale la pena mencionar la gran capacidad de evacuación que se ha desarrollado para casos de tsunami. Ello ha sido un esfuerzo de organización y capacitación comunitaria muy grande, que pone hoy a Chile entre los países bien preparados para enfrentar ese tipo de eventos.

También ha habido avances en la coordinación interinstitucional, en la integración más estructurada de las Fuerzas Armadas en el trabajo de respuesta a los desastres, y en la coordinación y cooperación con y entre organizaciones de la sociedad civil e internacionales vinculadas al tema de los desastres y de la asistencia humanitaria.

Otro ámbito donde se ha dado un salto importante es en la academia. A partir del 27-F ha surgido un sinnúmero de iniciativas académicas para mejorar y desarrollar el conocimiento superior sobre la gestión de riesgo y desastres.

Lo que falta por hacer

A pesar de lo anterior, hay aún vacíos importantes que resultan preocupantes. Algunos de ellos se muestran, por ejemplo, en la falta de consciencia y sobre todo en la carencia de una voluntad política para avanzar. No es posible que Chile aún no tenga una moderna normativa legal que reglamente la gestión del riesgo, y la respuesta a las emergencias y desastres.

Esa es una falencia grave que debilita la responsabilidad y la acción de todos los actores que deben estar involucrados. Al no haber un sistema vinculante y obligatorio se abre un espacio para el actuar irresponsable que no protege o pone en riesgo la vida de las personas. En América Latina hay ejemplos importantes de leyes y políticas que garantizan una mayor eficiencia en este ámbito: las experiencias de Colombia, Ecuador, Costa Rica y México son muy inspiradoras.

Una segunda debilidad es la poca importancia y valor que se da a la gestión integral del riesgo a nivel local y comunitario. Hoy sabemos que el riesgo y los desastres son consecuencia de una construcción social, por lo tanto, invertir en preparar a las comunidades para gestionar el riesgo, crear resiliencia y ser agentes activos en la construcción segura de sus propios ambientes es fundamental para un desarrollo sustentable. Esa mirada es todavía pobre en el país, y no tiene el reconocimiento y apoyo que se merece.

En este campo hay que hacer inversiones importantes y el Estado junto a los gobiernos locales tienen una responsabilidad primaria. Y para que ese trabajo tenga impacto se debiera integrar a la academia, a las organizaciones de la sociedad civil, al sector empresarial y a los militares.

Chile es un país con multiamenazas, con sectores de la población aún muy vulnerables expuestos a altos riesgos. En consecuencia, hay que continuar mejorando las herramientas para identificar las vulnerabilidades y gestionar el riesgo de tal manera que esa población disminuya su exposición a los desastres y mejore su seguridad. En este sentido, es fundamental avanzar en la planificación territorial e incluir la necesaria y urgente perspectiva del cambio climático. De igual forma, se hace urgente la integración de la perspectiva de género, tanto en la gestión del riesgo como en el manejo de los desastres.

Los chilenos, al igual que la mayoría de los ciudadanos del mundo, cuando ocurre una tragedia o desastre de dimensiones, se movilizan para ir en ayuda del afectado. Esa reacción humana es muy positiva y hay que mantenerla viva. Sin embargo, hemos visto que esa solidaridad espontánea, a veces, en vez de prestar utilidad puede transformarse en un impedimento para una respuesta urgente y eficiente. El gran incendio de Valparaíso, en 2014, así lo demostró. Entonces se hace necesario capacitar a nuestra población a canalizar la solidaridad y donar lo que realmente se requiere. Esto último implica mejorar los análisis de las necesidades posdesastre, a fin de organizar la respuesta y posterior rehabilitación en forma profesional.

La gestión integral del riesgo y la preparación para enfrentar desastres debe ser un ejercicio permanente y de todos. Lo que aprendimos a partir del 27-F no se puede olvidar. Las inversiones que se hicieron en desarrollo de capacidades tienen que mantenerse y seguir desarrollándose. Por eso cuesta entender que algunas organizaciones, con mirada cortoplacista y oportunista, no hayan dado continuidad a esos procesos y estén esperando un nuevo megadesastre para volver a prepararse.

El 27-F dejó muchas lecciones y varias de ellas han sido asumidas en buena forma. Sin embargo, las tareas pendientes no pueden esperar: nuevos y complejos desafíos emergen y hay que enfrentarlos de manera proactiva, profesional y responsable. Nuestro desarrollo será más sustentables si todos nos involucramos en la gestión del riesgo y si hay un fortalecimiento desde las comunidades para apoyar a personas cada vez más resilientes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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