Históricamente, las epidemias han tenido una importante connotación urbana. Las ciudades y su infraestructura, sus edificios, espacio público y, también, los hábitos de su población han aparecido como un medio frágil y riesgoso para la salud. Desde el último tercio del siglo XIX, el deplorable estado sanitario de las ciudades chilenas causó una rápida propagación de epidemias. Esto explica por qué fueron los médicos, los primeros profesionales en atender los problemas urbanos y empujar al Estado a hacerse cargo de esta materia. Con esta preocupación surgió una generación de profesionales que asumió las ideas higienistas y las difundió para su puesta en marcha. Se trataba de expertos que impulsaron la administración sanitaria de las ciudades en diversos aspectos, que fueron desde mejoras materiales hasta la enseñanza de la higiene a la población.
El sombrío panorama de la higiene y de la salud pública explica los estragos causados por las enfermedades. En el siglo XIX, el cólera fue una de las más devastadoras pandemias y la que más influencia tuvo en la política pública -primero en Europa y luego en Latinoamérica- dado su alta necesidad de asistencia y sus dramáticas tasas de mortalidad. En Chile, con dos brotes entre en las últimas décadas del siglo XIX, esta enfermedad causada por una bacteria y transmitida por la ingesta de agua y comida contaminada, se propagaba con mayor facilidad en poblaciones más densas, consideradas entonces como incubadoras para la multiplicación del vibrión y como canales para la repartición del contagio. A raíz de esta enfermedad, se dictó en Chile la Ley de Policía Sanitaria, la que facultó al Presidente de la República para cerrar los puertos marítimos y terrestres a las procedencias de países infectados y para establecer cordones sanitarios. Sin embargo, ninguna medida pudo evitar el avance de la enfermedad a Chile, la que llegó por primera vez el 25 de diciembre de 1886.
En cuanto se controló el cólera, otras enfermedades contagiosas asolaron a varias ciudades. El brote de rubéola entre 1889 y 1890, enfermedad causada por un virus, fue altamente infeccioso ya que el 90% de las personas no inmunes a dicha enfermedad, que compartían vivienda con una persona infectada, se contagiaban. Dicha enfermedad quitó la vida a cuatro mil niños, sólo en Santiago, y estimuló la creación del primer hospital pediátrico, el Hospital San José, antiguo lazareto para coléricos. Al iniciar el siglo XX, se sucedieron, entre otros, brotes epidémicos de influenza, enfermedad infecciosa en forma de gripe fuerte que podía ser fatal, y de tracoma, infección en el ojo, común en niños, causada por una bacteria y que se desarrollaba en lugares con inadecuado acceso al agua y a la sanitización. La nueva epidemia de tifus exantemático, en la segunda década del siglo XX, tuvo foco en las cárceles de varias ciudades y en pequeñas aglomeraciones rurales, y se propagó especialmente en sectores más pobres, en lugares desaseados, en habitaciones estrechas y hacinadas.
Fue en este contexto de brotes de epidemias, de corta y de larga duración, que la infraestructura médica demostró ser insuficiente. La necesidad de incrementar los recintos para enfermos en las ciudades, se hacía mas urgente considerando que a los hospitales urbanos llegaban entonces los enfermos de la ciudad, los de las poblaciones vecinas y los de las comunas rurales próximas. A excepción de los contagiados de viruela, por su alto contagio y el horror que infundía el aspecto del varioloso, en general se llevaron a enfermos infecciosos a hospitales generales. En relación a las enfermedades infecciosas crónicas, tales como la tuberculosis, conocida enfermedad respiratoria, la existencia de sanatorios construidos en zonas alejadas de la vida urbana por el contagio y en busca de aire limpio fue el camino para su tratamiento hasta el descubrimiento de su cura.
Pero además de las circunstancias que favorecían el contagio, los médicos consideraron otros factores de transmisión de enfermedades que el higienista debía atender. Y aquí la infraestructura urbana se hacía central. Las obras más urgentes y de mayor trascendencia fueron el alcantarillado; los servicios de agua potable; la organización adecuada de la asistencia de la higiene pública; la mejora de la higiene de las habitaciones y de los establecimientos industriales; la promulgación de ordenanzas de construcción y, especialmente, los reglamentos de inspección sanitaria. Fue justamente a raíz de la “evitabilidad” de la propagación de enfermedades que otros profesionales, tal como el arquitecto Ricardo Larraín Bravo, se sumaron a este debate. Larraín reconoció que la incorporación de la higiene en las construcciones podía contribuir a prevenir ciertas enfermedades. Entonces, así como se tenía certeza de que la elevada cifra de mortalidad se debía, en buena parte, a causas evitables, también se tenía la convición de que la prevención de enfermedades tenía que ver tanto con las condiciones materiales como con los hábitos higiénicos de la población.
Entonces si el “saneamiento” de la ciudad pasó a ser visto como el medio para reducir las tasas de mortalidad, la “ignorancia” respecto de las epidemias y de su transmisión se consideró una causa de insalubridad, y se relacionó también a la falta de educación sobre la higiene.
En definitiva , la ciudad juega un importante papel para prevenir o aminorar la propagación de enfermedades. Podríamos decir que el control de epidemias y pandemias en las ciudades, tiene que ver con tres factores: el conocimiento científico, para tratar la enfermedad; la infraestructura urbana para controlar con condiciones sanitarias adecuadas el desarrollo y propagación de enfermedades; y, por último, la educación y manejo que la sociedad tenga para enfrentar las situaciones de contagio.
Desde mediados del siglo XIX, ya se sabía que los microbios, y no los miasmas o los vientos insanos, eran los causantes de enfermedades infecciosas que, como epidemias habían llevado al ser humano a situaciones límites, que muchas veces fue incapaz de enfrentar. Y si bien algunas enfermedades se controlaron con vacunas y otras se dominaron gracias a otros mecanismos, los virus mutan y, a través del tiempo, han surgido nuevos tipos, desafiando constantemente su potential epidémico o pandémico. Esto nos confirma que el esplendor de la historia humana no está ni en las batallas vencidas ni en la construcción de imperios económicos, sino que está en las mejoras de las condiciones humanas.
Por tanto, hay que aprender del pasado. En el complejo escenario actual de COVID-19 a nivel planetario, no sólo debemos mirar al futuro cuando identificamos las experiencias de países que van más avanzados con el contagio y el desarrollo del virus, sino que también debemos mirar el pasado. Y las lecciones de nuestra propia historia, de hace más de un siglo, nos dan suficientes claves para abordar esta contingencia.