
Hasta que nos tuvo que importar la cárcel
La crisis provocada por el Coronavirus ha puesto una vez más de manifiesto que las miserias propias de las cárceles no parecen sostenibles en una democracia. Cada cierto tiempo, como un ritual irrelevante, informes nacionales e internacionales, tragedias como el incendio de la cárcel de San Miguel, o reportajes televisivos nos recuerdan las condiciones inhumanas en que vive parte de la población y cuestionan sus fines de seguridad y reinserción.
Pero la amenaza de propagación del virus COVID-19 lo hizo de una forma distinta. Esta vez, las condiciones de vida de las y los presos pueden afectarnos a los que vivimos afuera. Seguir haciendo como que no sabemos lo que pasa tras esos muros, podría literalmente, matarnos. Las ya conocidas condiciones de insalubridad de los recintos penitenciarios son caldo de cultivo para prácticamente cualquier enfermedad. Por eso presentan tasas de prevalencia de patologías como hepatitis, cólera y tuberculosis muchísimo más altas que el medio libre. El hacinamiento y el propio régimen carcelario hacen imposible seguir los protocolos preventivos que todos estamos cumpliendo de la forma más estricta posible para no contagiarnos. El alcohol gel está prohibido, muchas no cuentan con agua de forma permanente y el distanciamiento social es simplemente imposible. Por otra parte, el limitado acceso a salud de la población penal hace muy difícil que enfermedades crónicas se encuentren bajo control y supervisión. Lo mismo ante cualquier condición que se agrave, las posibilidades de detección y tratamiento oportuno son muy escasas. Todas estas condiciones, sumado a las visitas que entran y salen (que ya han sido restringidas o suspendidas), los funcionarios y funcionaras que al cumplir su jornada viajan a sus casas y el tránsito de internos que ingresan y egresan, nos ponen en riesgo a todos.
Así las cosas, la confirmación del primer caso de coronavirus en Puente Alto y los consiguientes disturbios que se conocieron puede resultar muchas cosas, salvo sorprendente. El abandono en que viven los presos justifica el pánico a que los dejen morir. Las estadísticas generales confirman también este miedo, considerando que según Naciones Unidas la tasa de homicidio en Chile es de menos de 5 por cada 100.000 habitantes, mientras en la cárcel es de sobre 90.
Por eso indigna el rechazo por parte de diputados de derecha que impidieron la aprobación del proyecto de ley el pasado martes. La liberación de cerca de 1.300 en un universo de casi 43.000 seguramente iba a tener un impacto cercano a cero, pero era una buena noticia. Las demás acciones anunciadas han sido más bien genéricas anunciadas en la página de Gendarmería, sin la información necesaria para ser fiscalizadas ni para dar calma a las familias.
Por otra parte, las medidas adoptadas ante la pandemia han hecho que quienes vivimos en libertad tengamos una pequeñísima muestra de lo que es perderla. Las condiciones intra y extra muros son tan distintas que parece ridículo hacer la comparación. Pero aun así, probablemente la mayoría de la población hoy estará de acuerdo con que el encierro forzado afecta muchísimo más que la posibilidad de desplazarse. Que provoca desesperación, desánimo, irritabilidad, angustia. La mayoría ha sentido incomodidad, falta de espacio y en el peor de los casos, hacinamiento. Y pese a que la mayoría ha estado en cuarentena con sus familias, han experimentado la separación de sus seres queridos. La necesidad de recibir un abrazo, las ganas de hacer un cariño y no poder. Temer por los nuestros y no poder protegerlos. En definitiva, que se afecta el cuerpo, pero se aniquila el espíritu. La cárcel genera estos mismos sentimientos y emociones, pero en otras dimensiones que, junto con muchos otros efectos negativos ampliamente documentados, desaconsejan su uso como castigo.
Los alcances de las consecuencias de esta catástrofe sanitaria aún son desconocidas. Cabe la posibilidad de que, como parte de esta conmoción, también se re piense la institución de la privación de libertad y la cárcel. Si nos propusiéramos limitar su uso a su mínima expresión quizás sería posible innovar, y apuntar a un sistema que no aísle e implique per se la violación de los derechos humanos que la Constitución nos asegura a todas las personas. Debemos re diseñar su regulación y régimen. Las prohibiciones de celulares parecen ser cuestionable en pleno siglo XXI, cuando además se sabe que el mantenimiento de los vínculos afectivos es uno de principales determinantes para el abandono de carreras delictuales. Asimismo, las limitadas visitas y las condiciones en que se realizan. Quien ha visto de madrugada las filas de mujeres cargadas de encomiendas y niños/as de la mano, sabe que la pena no es solo para la persona condenada. Y que no conoce la perspectiva de género.
“Este virus lo frenamos juntos”, ha sido el lema para afrontar esta pandemia. Nos ha mostrado lo importante del rol del Estado y que no debe ni puede pretenderse que cada uno se salva solo. Sin embargo, a los presos se les dice que, por haber sido condenados, deben sobrevivir como puedan. Hasta que ese abandono nos empezó a afectar y nos tuvo que importar. Quizás no solo vamos a frenar el virus, sino que juntos también podemos reconstruir nuestra noción de humanidad.
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