Publicidad
¿Cuántas vidas debemos arriesgar para reactivar la economía? MERCADOS

¿Cuántas vidas debemos arriesgar para reactivar la economía?

François Meunier
Por : François Meunier Economista, Profesor de finanzas (ENSAE – Paris)
Ver Más

En un importante libro de 1976, «Las muertes violentas en Francia desde 1826», Jean-Claude Chesnais, su autor, calcula la tasa de suicidios francesa durante un período muy largo. Este estudio destaca que, tanto en la Primera Guerra Mundial –al final de la cual se desató la gripe española– como en la Segunda Guerra Mundial, no se registraron aumentos, sino una fuerte disminución de los suicidios. La tasa pasó de 22 a 15 por 100 mil durante la Primera Guerra, y de 20 a 12 por 100 mil durante la Segunda, antes de volver a sus niveles anteriores.


Algunos dicen, con respecto al coronavirus, que el daño a la salud debe sopesarse con el daño económico. Así, José Manuel Silva, de LarrainVial, declara con franqueza en una columna de Pulso: «No podemos seguir parando la economía, y debemos tomar riesgos, y eso significa que va a morir gente». Esto es lo que sorprende a quienes piensan que la vida humana es de un orden superior al del dinero. Sin embargo, Pablo Ortúzar, en una columna de La Tercera, refuerza el punto: “El daño a la vida humana que produce el frenazo económico puede ser mayor al de una exposición más alta al coronavirus”, citando los efectos psicológicos del aislamiento prolongado. Yendo más lejos, los empresarios arruinados, los desempleados, los comerciantes que cierran sus tiendas, todos ellos pueden, por desesperación, acabar con sus vidas, de modo que –en un cálculo aterrador– las vidas salvadas aquí se pierden allá.

Por lo tanto, es importante ver si situaciones de angustia colectiva, calamidades y grandes desgracias que afectan a una población tienen un efecto de alza en la mortalidad indirecta, la que golpea a través de la desesperación individual de las personas. Por ejemplo, podríamos verificar si la tasa de suicidio aumenta o baja durante períodos tan trágicos, como las guerras, que destruyen vidas y destinos.

En un importante libro de 1976, Las muertes violentas en Francia desde 1826, Jean-Claude Chesnais, su autor, calcula la tasa de suicidios francesa durante un período muy largo. Este estudio destaca que, tanto en la Primera Guerra Mundial –al final de la cual se desató la gripe española– como en la Segunda Guerra Mundial, no se registraron aumentos, sino una fuerte disminución de los suicidios. La tasa pasó de 22 a 15 por 100 mil durante la Primera Guerra, y de 20 a 12 por 100 mil durante la Segunda, antes de volver a sus niveles anteriores.

Es difícil, con esta sola cifra, inferir una ley social sobre un fenómeno tan complejo como el suicidio, en el que las trayectorias individuales interfieren con el entorno social. Pero se puede presentar una explicación sencilla: la desgracia compartida es más fácil de soportar que la desgracia individual. El estigma social del desempleo o de la quiebra es mayor si el mundo alrededor está bien. Siempre cuestionaremos la responsabilidad personal de la víctima. La culpa sentida personalmente y la pérdida de autoestima son más fuertes en ese caso que cuando la angustia se experimenta colectivamente, más aún si ella es el resultado de un «Acto divino «.

Aunque indudablemente existe una responsabilidad humana tras muchas calamidades, como una hambruna o una pandemia –el coronavirus no es como la caída de un asteroide–, se trata de una responsabilidad colectiva e indirecta, y no una que cada persona, a menudo erróneamente, se atribuirá a sí misma y al aislamiento que conlleva. Es este fenómeno de desesperación individual que describen Anne Case y Angus Deaton en su reciente libro Deaths of Despair, analizando la evolución de la mortalidad de la población blanca de los EE.UU.

La calamidad colectiva también va acompañada, como se desprende del drama del coronavirus, de un aumento de la solidaridad, de un retejido de los lazos sociales que la era moderna, tan centrada en la libertad individual, ha tendido a dejar a un lado. Aunque –paradójicamente– esta solidaridad se exprese ahora mejor a través de uno aislamiento físico. Es precisamente esa libertad propia a la modernidad la que genera en nosotros ese sentimiento de culpa personal si una desgracia nos eligiera como su víctima.

Esta tesis se verifica también en un examen de la tasa de suicidio en Grecia. A partir de 2010, este país ha experimentado probablemente el peor desastre económico de Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, un choque que ha afectado a toda la población y que fue visto con una cierta indiferencia por el resto de Europa. No fue una crisis económica ordinaria; puso en tela de juicio muy violentamente la identidad y el orgullo del pueblo griego; se vivió como una prueba a superar colectivamente. Y aun así, la tasa de suicidios apenas subió y rápidamente bajó.

Hoy día, la prioridad que le estamos dando a la salud es el signo de una solidaridad indispensable. Para dar vuelta el argumento de José Manuel Silva, esta prioridad es no solo un bien, sino una de las condiciones necesarias para una recuperación rápida de la economía.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias