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Preservar la identidad de la universidad Opinión

Preservar la identidad de la universidad

Luis Oro Tapia
Por : Luis Oro Tapia Politólogo. Sus dos últimos libro son: “El concepto de realismo político” (Ril Editores, Santiago, 2013) y “Páginas profanas” (Ril Editores, Santiago, 2021).
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En un medio digital de la región de Valparaíso apareció publicado un interesante artículo del profesor Félix Angulo Rasco titulado “El taylorismo digital en tiempos de pandemia”. Esta nota es complementaria a la referida columna y se entiende mejor a partir de ella.

La taylorización a la que se refiere el citado artículo está circunscrita, por el momento, a una universidad. Pero podría ser imitada por otras y, eventualmente, devenir en contagiosa. Especialmente en aquellas universidades que no tienen claustros académicos estables y cuyos directivos no están imbuidos de un ethos universitario, porque no son académicos de carrera, aunque posean grados académicos.

En casi un milenio de existencia la universidad ha experimentado un sinnúmero de transformaciones. Hoy estamos asistiendo a una de ellas que consiste en el tránsito de la universidad presencial a la universidad virtual. Pero en todo cambio hay algo que permanece. Ese algo que permanece inmutable es la esencia. Ella, por ser tal, le otorga continuidad e identidad a la institución universitaria. Esa identidad permite distinguir a la universidad de otras instituciones de educación superior que también forman profesionales, como lo son, por ejemplo, los institutos profesionales y las escuelas castrenses que forman a los oficiales de las fuerzas armadas.

¿En qué se distingue la universidad de un instituto profesional? En la universidad existe la libertad de cátedra que es mucho más que la mera libertad de expresión, pues supone una libertad que es más fundamental aún, específicamente, la libertad de pensamiento.

El pensamiento es diferente de la mera razón y más aún de la racionalidad instrumental. El pensamiento somete a examen a la razón, tanto a sus constructos como a los supuestos de los que ella parte. La razón instrumental discurre por unos rieles fijos y apunta a un objetivo que está pautado. Por consiguiente, no existe libertad para elegir el fin, ni tampoco libertad para discernir sobre el medio para alcanzar el fin predeterminado. En cambio, el pensamiento transita por caminos inciertos, sus pasos son tentativos y sus avances no están exentos de retrocesos y también de fracasos. Son los costos y riesgos que conlleva toda libertad.

El pensamiento no tiene una metodología, la razón sí. La libertad de cátedra es la licencia que le otorga la universidad al académico para pensar con todos los riesgos intelectuales que ello implica. La universidad confía en la persona que ella ha instituido como profesor para que ésta se adentre con sus estudiantes en la aventura del pensamiento, y su resultado —precisamente porque es una aventura— es parcialmente incierto. Para eso se requiere la libertad de cátedra, para aventurarse en los riesgos que conlleva la actividad del pensar. Por eso las universidades genuinas no exigen syllabus pormenorizados ni planificaciones soviéticas. Ellas atentarían en contra de la esencia del pensamiento y, por consiguiente, en contra de la libertad de cátedra. En los buenos institutos profesionales se enseña a razonar, en las universidades genuinas a pensar.
¿En qué se distingue la universidad de una escuela castrense? Las universidades son cuerpos deliberativos, las academias militares no. En la universidad cuando se tiene que tomar una decisión que afecta a la colectividad (como, por ejemplo, cuando se quieren cambiar los programas de estudio, cuando se quiere modificar la estructura organizativa de la universidad o el modo como se eligen sus autoridades) sus integrantes por antonomasia, los académicos, esgrimen argumentos y contraargumentos hasta arribar a una decisión. Se trata de una decisión vinculante que es tomada por los profesores debido a que los afectará a ellos mismos. Por el contrario, en las escuelas castrenses el Alto Mando institucional toma una decisión, sin consultar a los concernidos o a los afectados, y la hace operativa de arriba hacia abajo. Así a los afectados lo único que les cabe es obedecer y ejecutar fielmente la orden; no obstante, en las instituciones castrenses cabe la posibilidad de ‘representar’ al superior jerárquico la insensatez de una orden que se estima inoportuna, contraproducente o ilegítima. Entonces, ¿si se puede recusar una orden en una institución militar, por qué no se puede hacer también en una institución civil como lo es la universidad?

En la universidad las decisiones que afectan a la colectividad se toman colectivamente. En las escuelas castrenses, por el contrario, la decisión es tomada por una minoría que a través de los dispositivos de poder —es decir, a través de la coerción— colectiviza compulsivamente la decisión. Por tal motivo, en las genuinas universidades las decisiones se comunican y en las escuelas castrenses se informan.

Pese a que la universidad toma sus decisiones de manera colectiva, ella es una institución jerárquica que se constituye atendiendo al principio de autoridad, entendida la autoridad como el saber socialmente reconocido. Tal principio no sólo otorga un formato legal a las dignidades universitarias, además las reviste —y de modo eminente y distintivo— con el prestigio de la legitimidad. Por eso los rectores, vicerrectores, decanos y directores de las genuinas universidades estiman que el ejercitar el poder es impropio o indigno de su investidura. Quien tiene autoridad, no requiere del poder.

En su casi milenaria historia la universidad ha tenido que resistir a múltiples amenazas que han tratado de desvirtuarla. Como es sabido, en las últimas décadas ha tenido que resistir a las sucesivas embestidas del mercado y de la tecnocracia.

Hoy, quizá, estamos presenciando, pasivamente y con cierto arrobo, la gestación de una nueva amenaza (una que engloba a las dos anteriores y, simultáneamente, las trasciende y las potencia) que atenta en contra de su esencia. Ella ya está operando en más de alguna y está ad portas de otras. Se trata, en concreto, de la amenaza que conlleva el control digital total o, simplemente, del peligro del totalitarismo digital, la más reciente patología del poder.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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