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Trabajadores “esenciales” pero sin derechos Opinión

Trabajadores “esenciales” pero sin derechos

David Rojas Lizama
Por : David Rojas Lizama Profesor de Filosofía
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En regímenes desigualitarios como el nuestro, donde las oportunidades se esfuman para la mayoría, una sociedad se define por su capacidad de proteger a quienes nos protegen. En este contexto, la categoría que se ha puesto al uso de “trabajadores esenciales” actualiza una antigua dimensión de la injusticia. La mayoría de los trabajadores a quienes se les da este estatus se desempeñan en empleos precarios –con las debidas excepciones que confirman la regla–, bajo el desamparo de las mismas instituciones que hoy los reconocen como imprescindibles. Si Amartya Sen sostuvo que el desarrollo de las sociedades puede determinarse según el grado de libertad de sus habitantes, la crisis hace razonable complementar esta hipótesis: el desarrollo también se refleja en la forma cómo tratamos a los denominados trabajadores esenciales.

En los llamados servicios esenciales se encuentra a los trabajadores del transporte, supermercados, productores de alimentos, actividades agropecuarias y de pesca, repartidores a domicilio y las personas “que deban asistir a otras”. De ellos, el Ministerio de Economía puntualizó que las aplicaciones Rappi, PedidosYa, Uber Eats y Cornershop “debiesen asegurar una continuidad” en caso de cuarentena, mismas para las que no se ha definido ni el estatus contractual ni los derechos laborales de sus empleados. Un proyecto de ley de Orsini y Jackson para regular este vacío legal no ha recibido el interés del gobierno que les exige continuar a todo evento. El mismo documento denomina esenciales a las labores de cuidado de “familiares que necesiten asistencia”, las que son realizadas mayoritariamente por mujeres y sin reconocimiento legal.

La categoría de trabajadores “esenciales” nos invita a una discusión ética sobre las condiciones y el valor del trabajo. Los trabajadores de la mayoría de los servicios clave han estado por décadas en contextos laborales precarios. En su libro Sobre los trabajos de mierda (2018), David Graeber sostiene que “parece existir una regla general que dicta que, cuanto más obvio es el beneficio que un trabajo reporta a las demás personas, mayor es la probabilidad de que esté mal pagado”. El debate sobre los límites de la producción –revisitado por Mariana Mazzucato en El valor de todo (2019)– es la contraparte económica de este problema. Resultaría interesante indagar por qué de forma tan sistemática no hemos garantizado condiciones básicas de bienestar a quienes hacen de nuestras ciudades un lugar mejor.

Muchos de estos trabajadores se encuentran en riesgo de enfermedad o desocupación, según indicó la OIT a inicios de abril. En su informe mensual, el organismo proyecta una caída del empleo de un 6.7%, correspondiente a 195 millones de jornadas, donde el impacto “dista mucho de ser uniforme”. Por ejemplo, entre los trabajadores más expuestos a contagio, este informe menciona a los de servicios de salud y labores de cuidado, quienes “están en primera línea, luchando contra el virus”, grupo compuesto en un 70% por mujeres. Otros servicios sufrirán la caída drástica de la producción, como los servicios de comidas, las industrias manufactureras y el comercio. Estos sectores “emplean a 1250 millones de trabajadores”, los que están “a menudo mal pagados y poco calificados”, según señala el mismo reporte. El sector informal de la economía del que viven 2000 millones de trabajadores será otro de los más afectados.

Para afrontar la crisis, los organismos internacionales, como la referida OIT, recomiendan tomar medidas que aseguren tanto los ingresos de los trabajadores como la continuidad de las empresas, pero el gobierno chileno ha optado sólo por la estabilidad de estas últimas. La normativa llamada paradójicamente “ley de protección al empleo”, permite suspender contratos en todas las empresas, sin necesidad de acreditar la imposibilidad de mantener los servicios, pudiéndose acoger a dicha ley empresas que acumulan cuantiosas utilidades. Adicionalmente, las empresas que se acojan a la normativa mantienen su opción de despido, a diferencia de países en que se ha prohibido en iguales circunstancias. Del otro lado, los trabajadores sólo podrán echar mano a sus fondos del seguro de cesantía durante el periodo de suspensión. Actualmente, de las 66 mil empresas que se han acogido a esta ley, 875 son grandes empresas, las que arriesgan la continuidad de un tercio del más de medio millón de trabajadores afectados por la medida.

La respuesta del gobierno a la situación de los sectores más vulnerables tampoco ha estado a la altura. Las familias cuya subsistencia depende de aquellos sectores denominados “esenciales” como de los más afectados por la crisis, pueden optar a un bono que las deja por debajo de la línea de la pobreza. El resultado de este beneficio es tan evidentemente insuficiente que ha concitado un rechazo transversal, permitiendo a la oposición rearticularse en torno a una renta básica de emergencia.

El reconocimiento del carácter de imprescindible de muchos trabajos precarios contra un trasfondo de abandono institucional demuestra a quién traspasa el gobierno los costos de la crisis así como la profunda fractura social advertida en octubre pasado. Esto hace previsible la conversión en el corto plazo de esta crisis sanitaria en una nueva crisis política, y sugiere retomar la discusión sobre la superación del actual modelo considerando la fragilidad del escenario económico que se avecina. Las prácticas discriminatorias presentes en la sociedad se han expresado con más fuerza durante la crisis por COVID-19, develando las raíces del actual “régimen desigualitario”, comprendido como “el conjunto de discursos y de mecanismos institucionales que buscan justificar y estructurar las desigualdades económicas, sociales y políticas”, en palabras de Piketty (2019). A todas luces, este régimen se ha consolidado no sólo en el ordenamiento jurídico sino que en buena parte de la cultura.

Lo anterior redunda en volver a poner en la palestra el proceso constitucional en la medida en que la intensidad de la crisis sanitaria disminuya, considerando que el gobierno de Sabastián Piñera ha ocupado el actual contexto de pandemia como una oportunidad para mejorar su performance de 2019. Creo que esto dependerá de la actitud de los partidos políticos progresistas y de la izquierda, algunos sumidos en un hondo desprestigio, además de sobrerepresentar a estratos profesionales muchas veces indiferentes a labores claves de la vida económica. Retomar tanto lo constitucional como una agenda económica suficiente puede resultar fundamental en esta nueva etapa, así como no olvidar a los chilenos y migrantes claves en este contexto, muchos de ellos explotados por aplicaciones, a las trabajadoras que realizan tareas de cuidado en los hospitales y también las casas, a los repartidores, transportistas, conductores, cocineros, pequeños comerciantes y, en síntesis, a todos aquellos trabajos esenciales y precarizados que han sostenido la ciudad en tiempos en que la incertidumbre le empata el partido a la esperanza.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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