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El semipresidencialismo no es la solución

Por: Eduardo Salinas Venegas


Señor Director:

El tópico del régimen de gobierno despierta un gran interés. No es un asunto nada menor. Al fin y al cabo, se trata de la “sala de máquinas” que deberá hacerse cargo de llevar a cabo y concretizar la suma de nuevos derechos cuya protección y garantía se quiere encomendar al Estado.

Por su parte, el marasmo de la figura presidencial parece inclinar a muchos a adelantarse a firmar desde ya la imagen del semipresidencialismo, por temor a que la nueva Constitución termine creando un presidencialismo aún más exacerbado, atendido el desprestigio del Congreso Nacional, el que muchas veces parece irrelevante o innecesario.

Pero es que, así como en otras latitudes, el Jefe de Estado parece una mera figura decorativa (así parece en las monarquías más conspicuas), en nuestro país, ha sido el Congreso el que se ha configurado como tal.

Pese a que nuestros parlamentarios hagan como que se enojen señalando que no son un “buzón”, lo cierto es que así ha sido configurado.

En definitiva, nuestros parlamentarios se ven “condenados” a la irresponsabilidad, porque prácticamente no tienen responsabilidades. Adviértase que, salvo para crear monumentos o crear días nacionales, la iniciativa parlamentaria está sumamente acotada.

Siendo así, la única manera que posee un congresista de tener una valoración positiva en la ciudadanía es ser “leal” con las ideas que se supone que tiene. Así, el oficialista debe ser obsecuente con todos los proyectos de su Ejecutivo y el de oposición, necesariamente contrario.

Quien no funciona así, o es un traidor (como si el Ejecutivo fuera “infalible”. ¿Suena a papismo? Exactamente. No por nada, Schmitt decía que muchos conceptos políticos son teología secularizada), que le hace el juego a los contrarios, o un demagogo. No hay lugar para matices. Lo paradójico es que, en cierto modo, las dirigencias partidarias tampoco son culpables de estas diatribas. Son sólo las consecuencias de las reglas del “juego constitucional”.

Sigamos: si un congresista de un partido dado quiere ir a la reelección, debe conseguir salir con el candidato presidencial de su sector. Todo, pues, viene atado. Si quiero que mis amigos mantengan sus cargos en la Administración del Estado, debo ser absolutamente sumiso a lo que se ordena en el “segundo piso”. Incluso las supuestas críticas deben ser solamente una pantomima.

Podríamos seguir, pero prefiero dejar la enumeración en una expresión sintética: el presidencialismo nacional tiene una serie de incentivos perversos que llevaron a la crisis de representación hace años denunciada y a la insurgencia del 18-O. El problema es que el semipresidencialismo no es la solución.

Desarrollemos la idea:

1) Parece haber consenso transversal en las inconveniencias del presidencialismo configurado en Chile, y en que éste debe ser superado, pero pareciera que nos baja un “santo temor”, como si estuviésemos ofendiendo a la divinidad misma (y pedimos perdón por nuestra osadía, y le decimos que, en verdad, no le queremos negar su “derecho”, sino que sólo lo elevaremos aún más en los altares, configurando un Primer Ministro que se ensucie las manos, de manera que Él no deba bajar). Nos baja, pues, un terror “escatológico” y no nos atrevemos a seguir pensando.

Pero si no nos atrevemos a pensar ad portas de la redacción de una nueva Constitución, ¿cuándo lo haremos? Por favor, pensemos: ¿queremos tener un Jefe de Estado, una especie de figura decorativa, huera como algunas monarquías ?

2) Hablar de semipresidencialismo es trabajar con una etiqueta vacía. Ya se ha advertido, a través de El Mostrador y otros diarios, y con sólidos argumentos, que eso de “semi” es falaz: el régimen francés, por citar un ejemplo, sigue siendo un sistema superpresidencialista.

3)  Hablar de semipresidencialismo es caer en cierto esencialismo platónico, esto es, suponer que por el sólo hecho de decir que será semipresidencial significará inevitable e indefectiblemente para todos lo mismo, como algo dado, preexistente, al margen de la configuración de cada una de las potestades que se confieren a Presidente, Primer Ministro, Ministros y Asamblea nacional,o como queramos llamarla.

4)  Hablar de semipresidencialismo es poner la carreta delante de los bueyes o construir la pirámide desde la cúspide, no desde la base.

Debemos primero pensar qué queremos que hagan los aparatos políticos, para luego ver qué herramientas creamos y a quiénes se las conferimos. No vaya a ser que –oh, tragedia– después y sólo después nos demos cuenta que las herramientas empleadas son ineficaces para la tarea encomendada.

Atacar el presidencialismo parece hoy un ataque artero a la tradición constitucional de Chile. Eso parece una exageración, un miedo atávico, un terror pánico. Resulta evidente que ha de mantenerse toda tradición de bien, pero debemos separar trigo de paja.

¿Se debe mantener una separación de funciones? ¡Qué duda cabe! Pero lo que debe mantenerse es la existencia de una o unas personas jurídicas que “ejecuten” el mandato del pueblo, plasmado en las leyes que dicte a través de sus representantes, con todas las mejoras democráticas que sean menester.

Lo que necesitamos son Administraciones Públicas eficaces, no a merced de los criterios electorales de la figura del Presidente de la República. Necesitamos Administraciones Públicas enfocadas en un sólo objetivo, pues, como decía un rabino judío, “nadie sirve bien a dos señores”. Administraciones Públicas como el Banco Central (para no mencionar otras autonomías legales o constitucionales, cuyo funcionamiento puede merecer críticas, las comparta yo o no). Ellas son o serán el “Ejecutivo”. Cada “ministro” (o el superior que se determine) responderá directamente ante el Congreso Nacional, sin que debamos asistir a esos chantajes comunicacionales según los cuales quien critica a un ministro incompetente, critica a todo el Gobierno. ¿La figura del Presidente de la República? Bien podría quedar en los museos, como el carruaje de Casimiro Marcó del Pont.

 

Eduardo Salinas Venegas

Abogado

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