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La vida en violencia Opinión

La vida en violencia

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Estuve en el 2004 varios días en Colombia, en el marco de un proyecto de investigación y dictando algunas charlas académicas, que me llevaron a viajar por varias regiones de ese gran país. Específicamente en Bogotá, Medellín y Cartagena. Eran los tiempos de la guerra al terrorismo y el crimen organizado del expresidente Uribe. Eran tiempos en que podía sorprenderme y me ocurría a cada momento. Como estaba acompañado de amigos colombianos y chilenos, también pude conversar mucho sobre mis asombros.

El primero y más obvio: la enorme fractura entre la gente educada y de gran nivel académico (no conocí gente adinerada, de modo que esa versión no la tengo), y ese otro país que, como una sombra indefinible, modelaba la conducta de todos con códigos que insinuaban un peligro latente e indefinible.

En castellano: observaba conductas que reflejaban el miedo y la precaución, inauditas y pavorosas, pero naturalizadas.

Ejemplos: parejas de policías cada 25 metros en el centro de Bogotá (cuatro o cinco parejas de policías por cuadra); a la mayor parte de los estacionamientos de supermercados se accedía a través de una caseta de control, en la que se entregaba un comprobante de ingreso que el conductor debía exhibir a la salida. Si lo extraviaba, debía identificarse y demostrar que el vehículo que conducía le pertenecía. La entrada a la Universidad Nacional de Medellín tenía casetas de guardia que controlaban a todos los que entraban y salían. Los estudiantes pasaban por un torniquete donde se identificaban y mostraban el contenido de bolsos y mochilas; ¡a la entrada y a la salida! Los profesores y quienes llegaban en vehículo, eran controlados y sus autos revisados, incluso con espejos por debajo del auto. Un profesor chileno, que iba conmigo, llevaba un notebook y debió mostrarlo para que el guardia anotara marca, modelo y número de serie, le entregó copia de la anotación, la que tuvo que mostrar a la salida. Esto, en circunstancias que nos llevaba una profesora de la Universidad que era conocida por el guardia.

Como esos, miles de ejemplos cotidianos, las luces rojas no se respetaban de noche porque detenerse en una esquina era peligroso, eran habituales los guardias con armas largas en los condominios y restaurantes, etc.

En paralelo, dentro de las universidades, habían cafeterías y librerías que funcionaban como en Europa. En Medellín, pude ver una de las ciudades más avanzadas de América; metro elevado construido por Siemens, teleférico para acceder a las partes altas de la ciudad, industria textil y automotriz, un paseo con 20 estatuas de Botero donadas a la ciudad, sin rayados ni vandalismo, circuitos turísticos sacados de Cien años de soledad que permitían constatar que García Márquez no era un gran fabulador, sino que un escritor costumbrista. La empresa Servicios Públicos de Medellín proveía de agua, gas, electricidad y comunicaciones, todo en una sola boleta, a precios que la competencia no podía mejorar y era un motor del desarrollo urbano y de la inteligencia de la ciudad. En ciudades como Cartagena, se podía transitar sin dificultades ni riesgos hasta altas horas de la noche. En Bogotá, estaba empezando el Transmilenium, que inspiró el Transantigo, pero bien hecho y resultaba asombrosamente inteligente y funcional.

De nuevo, se podrían citar otros muchos ejemplos de desarrollo que aún hoy no son emulados en Chile.

Cuento esto para mostrar que la violencia es un peligro para todos los países, y las personas se acostumbran a ello. El origen es una falla monumental del Estado (nada menos que la nación organizada como diría el diccionario). Colombia tenía la guerrilla más antigua del mundo en esos años; sigue siendo un país muy desigual, zonas enteras de Colombia seguían como Macondo, perdidas y alejadas del país, viviendo como en tiempos de la colonia; la corrupción y el abuso estaban institucionalizados; las poblaciones indígenas eran sistemáticamente abusadas; la muerte violenta era parte de la vida cotidiana de la mayoría de las familias. El Estado no era más que el negocio de algunos grupos organizados.

Creo que el curso natural de lo narrado es la esquizofrenia social. Mientras una parte del país se organiza para vivir más o menos normalmente, incluso con progreso y bienestar, el resto vive como en el lejano oeste.

El modelo se está repitiendo en Chile, casi matemáticamente. El problema es que los costos son altos. El gasto público en seguridad en Colombia, sin incluir fuerzas armadas, se aproxima al 4 % del PIB, mientras la seguridad privada supera el 1,5 % del PIB con más de 300.000 personas ocupadas en ello (además de la Policía Nacional). Lo peor, la naturalización de la muerte. Bogotá, de hecho, aún tiene casi cinco veces la tasa de homicidios de Santiago y lo comentado más arriba muestra que a Chile todavía le falta mucho para llegar a situaciones como las de Colombia, o de los países centroamericanos.

Así, retirar un monumento es sólo el corolario de un cambio de paisaje en Santiago que debe adecuarse a la vida en violencia. Es también un gesto cínico de nuestra sociedad que convierte el problema en trending topic, mientras arde la Araucanía y las UCIs hospitalarias están copadas, en medio de campañas políticas, como las habituales.

Mientras, yo mismo me encuentro haciendo los trámites para mantener un arma en mi casa.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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