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La fronda amarilla Opinión

La fronda amarilla


«Amarillos por Chile» ambiciona constituirse en un movimiento surgido por gracia de un columnista de la página editorial de un matutino. Muy semejante a la forma como las columnas de Alberto Edwards Vives  —en el mismo periódico— se tradujeron en «La fronda aristocrática de Chile«, libro publicado en 1928 y que en internet puede encontrarse por su nombre.

En él se describe cómo «la fronda aristocrática» se fue desplegando casi por un siglo para confrontar a un Estado fuerte —a partir de Portales— capaz de afectar sus intereses.

La mayor diferencia con los autodenominados «Amarillos por Chile» es que éstos no son los aristócratas propiamente tales a cuya historia se refirió Alberto Edwards, sino que son una suerte de «nueva fronda»   —más que admiradora— auspiciadora del editorialista que siguen como si fuese un “gurú». Éste les animó con la lírica de su buena pluma, porque les «huele a peligro» —en tiempo presente y futuro— el hecho que hayan perdido las posiciones de poder que en un momento alcanzaron y que difícilmente recuperarán.

Por eso, sin que en ciertos casos su intención haya ido más allá que firmar un documento, la historia terminará por dejar archivado al pretendido movimiento como «La Fronda Amarilla»: aquella que quiso confrontar a la Convención Constitucional, pero que sólo pudo recolectar unas pocas firmas que nunca superarían la amplia representatividad —además paritaria— de esa Convención. Tampoco lograrán —como algunos intentan desafiar— que se rechace la nueva Constitución en el plebiscito de salida con “voto obligatorio”.

 Otra gran diferencia histórica es que el pueblo de aquel tiempo que relata Alberto Edwards no votaba y temía a la fronda aristocrática. Hoy sabemos que no es así y los amarillos —parece— aun no han caído en la cuenta, o bien, están atemorizados y un tanto desesperados por un cambio que viene y que no pueden controlar. A lo mejor ahora sienten temor a la democracia. Seguramente, no alcanzan a distinguir que la Constitución que se apruebe lo que definirá es una nueva forma de convivencia nacional inspirada en el reconocimiento de los territorios y sus gentes y, al mismo tiempo, de muchos valores, principios y derechos que el Estado y su antigua institucionalidad no reconocía. El gran cambio se consolidará con la legislación que se dicte —a partir de esas concepciones de la nueva Constitución— por los órganos legislativos y de participación que ella misma contemple.

Una última e inevitable observación: el promedio de edad de los convencionales es de 44 años. Y el promedio de edad de los “amarillos por Chile” es, irremediablemente, muy superior a juzgar por las canas de quienes aparecen como sus líderes. Vale, pues, anotar que quiénes hemos vivido más y tenemos el futuro bien pegado a nuestra nariz —o a veces, a nuestro “ombligo”— sólo podemos postular, sin perjuicio de las excepciones que siempre existen, a un espacio que permita transmitir a las generaciones que nos siguen las experiencias vividas o sus enseñanzas. Es evidente que, si no pudimos “cambiar el mundo” motivados por la fuerza de las utopías inspiradoras de la dignidad de las personas, la justicia y la igualdad —a pesar de la intensidad que hayamos puesto, soportando persecución, represión, tortura y, también, la muerte de amigas, amigos y parientes— hoy por hoy, “no tenemos cartel” para seguir poniéndonos por delante de la juventud de Chile y de la que integra la Convención Constitucional con la excusa de “dejarles a nuestros hijos un futuro mejor”. Tampoco tienen ese cartel los y las que no se motivaron con esas utopías y prefirieron el “statu quo” ni quienes se encantaron con las doctrinas libremercadistas que instalaron el individualismo como eje de la convivencia en Chile y en otras partes del mundo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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