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¿Qué tienen que ver nuestra Convención y Hungría? Opinión

¿Qué tienen que ver nuestra Convención y Hungría?

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Arturo Fontaine
Por : Arturo Fontaine Universidad Adolfo Ibáñez y Universidad de Chile.
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Viktor Orbán ganó el domingo por cuarta vez las elecciones de Hungría, con un 53% de los votos, con lo que su coalición logra un 67% del Parlamento. La coalición opositora obtuvo un 32% de los votos. “Nuestra victoria se puede ver desde la Luna”, dijo. “Y seguro que se puede ver desde Bruselas”, agregó, aludiendo a la sede de la Unión Europea, con la que las relaciones son tensas. “Le estamos diciendo a Europa que este no es el pasado, sino el futuro…”. A primera vista, Hungría, Chile y su nueva Constitución no tienen nada en común. Y sin embargo…

Orbán ha gobernado ya doce años y gobernará cuatro más. Los analistas preveían para la amplia coalición opositora, una derrota estrecha y controvertida, o derechamente una victoria. El 2010, 2014 y 2018 el partido de Orbán consiguió mayorías aplastantes en el Parlamento: 2/3 o más de los votos. Lo ha vuelto a hacer. Todo conforme a la Constitución y la leyes. Estamos ante uno de los políticos más diestros y electoralmente más exitosos hoy en Europa. Sin embargo, se trata de un régimen autoritario y el país era completamente democrático el 2010. ¿Cómo es eso posible?

Hungría, por la significación de su historia para Europa —pensemos en el imperio austro-húngaro—, su antigua cultura, su posición geográfica, la raza de su población, su economía, nada tiene que ver con Chile. Su régimen político es parlamentario. Son los parlamentarios de la coalición mayoritaria los que eligen a Viktor Orbán como primer ministro, es decir, jefe de Gobierno. En cambio, según el acuerdo de la Comisión de Sistema Político, nosotros tendremos un régimen presidencial, es decir, el pueblo mismo elegirá al jefe de Gobierno, lo que parece necesario —aunque no suficiente— para la legitimidad de la democracia en un país como Chile. Y legitimar un nuevo orden institucional es el mayor desafío de la Convención. Como primer ministro de un régimen parlamentario, Orbán puede disolver el Parlamento. En un régimen presidencial, el presidente no puede hacerlo. La Comisión ha optado por un régimen político que para Chile, y pese a fallas aquí y allá, a mi parecer, es básicamente sensato. ¿Por qué hablar de Hungría y de nuestra Convención, entonces?

Orbán emergió como un líder estudiantil de melena larga, barbón y pinta de rockero en las primeras manifestaciones contra la dictadura comunista y el dominio ruso. En un discurso tan breve como efectivo, llamó a que se retiraran los mil tanques soviéticos de Hungría. Fue en 1988, en una conmemoración solemne de Imre Nagir, líder de la resistencia húngara que sofocó los tanques soviéticos en 1956. El régimen dictatorial debilitado, autorizó a regañadientes esa ceremonia. Los segundos del discurso que se colaron en la televisión censurada, catapultaron a este joven a la fama por su coraje. Y con él a todo un grupo de estudiantes de Derecho de entonces que, de una manera u otra, serían el corazón y el cerebro del partido Fidesz, que encabeza Orbán. Hay fotos de esos años juveniles en los que aparece hablando a la multitud con un gran lienzo donde se lee: Escucha a tu corazón”.

Diez años después de recuperada la democracia, Orbán fue elegjdo primer ministro. Era un abogado de 35 años —el gobernante más joven y, quizá, más promisorio de Europa—. Su programa, como correspondía al momento, era pro democracia, pro sociedad abierta, pro libre mercado en lo económico, y liberal en todo. Completado su período perdió inesperadamente las elecciones del 2002 y pasó a la oposición. Entonces comenzó su metamorfosis. ¿Se deslumbró con el pensamiento de Carl Schmitt como algunos aseguran? ¿Tuvo algo que ver su tardía conversión al catolicismo? ¿Derribó su confianza en el libre mercado la crisis financiera del 2008? ¿Fue la inmigración? ¿O simple intuición de político oportunista? El hecho es que, tomando la expresión “democracia iliberal” que empleó críticamante el analista internacional Fareed Zakaria, aceptó gustoso la etiqueta.

Orbán vivió de niño en un hogar pobre. Los fines de semana trabajaba alimentando pollos y chanchos. El padre era mecánico en una granja colectiva. Militaba en el Partido Comunista, pero aconsejó a su hijo no meterse en política. No era una familia campesina. Lo ha dicho él mismo: “No había tradiciones culturales de ningún tipo… no había ni cultura campesina ni cultura obrera ni, qué decir, cultura burguesa». Como he escrito en otro lugar, comentando este fenómeno político, “da la impresión de que esa falta de raíces culturales de Orbán es lo que lo mueve a buscarlas. En su caso, se trata de una identidad cultural elegida; muy lejos de una identidad tradicional» (Fontaine, 2021). Escoge ser tradicional. Esa decisión es propia de un hijo de la modernidad, aunque lo escogido sea ser fiel a la identidad europea amenazada, aunque lo escogido sea ser fiel a una tradición.

El adolescente Orbán fue aceptado en el internado de un liceo muy selectivo académicamente. De ahí pasó a un internado de la Escuela de Derecho. Luego hizo un curso de derecho en Oxford. La beca provenía de la Fundación Soros, hoy el símbolo del liberal rico y transnacional al que Orbán ataca sin cesar.

La democracia húngara, como muchos regímenes postsoviéticos, apostó la defensa de las libertades y, en particular, de los derechos de las minorías a la correcta y precisa definición constitucional de derechos fundamentales y a tribunales constitucionales poderosos. El libre juego de las mayorías de una primera Cámara única (o muchísimo más potente que una segunda Cámara asimétrica en el caso de Polonia y Rusia) sería suficiente para garantizar las libertades y la alternancia en el poder. La apuesta era razonable. Los países de Europa Occidental como, por ejemplo, Holanda y Dinamarca, en general, funcionan más o menos así y sus democracias son muy estables. ¿Por qué pensar que en Hungría, Polonia o Rusia habría de ser diferente?

Sucede que los sistemas políticos no son “salas de máquinas” que, como tales, funcionan maquinalmente, según enseña Gargarella y repiten sus discípulos a coro. Son más bien árboles —coihues o cerezos, por ejemplo— que se desarrollarán de manera muy distinta, según el clima cultural y político en que se encuentran y los suelos en los que hunden sus raíces. En muchos lugares, no lograrán sobrevivir.

El prestigioso informe del Instituto V-DEM (2022) clasifica los regímenes políticos en 5 grandes grupos: democracias liberales (Finlandia, Dinamarca, Francia, Alemania, Australia, Holanda, Nueva Zelandia, Uruguay y Chile, entre otros); democracias electorales (Eslovaquia, Georgia, Nigeria, Senegal, México, Bolivia, Ecuador, entre otros); autocracias cerradas (China, Arabia Saudita, Cuba, Corea del Norte, entre otros). Dejo para el final el grupo de “autocracias electorales” donde está Hungría, junto a Rusia, Nigeria, Turquía, El Salvador y Venezuela, entre otros. La compañía dice mucho.

Conseguidos los 2/3 del Parlamento unicameral, Orbán aprobó una nueva Constitución para Hungría. Lo había advertido: “Solo tenemos que ganar una vez, pero entonces, propiamente”. El plan: abrir la puerta del poder para su partido y cerrarla por dentro para los demás. Pronto comenzó la lucha contra el prestigioso Tribunal Constitucional de Hungría que detenía proyectos de ley en razón de oponerse a principios constitucionales fundamentales. Pese al apoyo que recibió ese tribunal de tribunales constitucionales de otros países y de la Unión Europea, Orbán logró modificar su composición, aumentó su número con jueces afines e hizo de él un siervo de las decisiones que adopta el Parlamento. Sus miembros son nombrados por este propio Parlamento. Es un caso paradimático de los límites del control constitucional (ver Schepple 2014, para un análisis detallado acerca de cómo Orbán dominó al Tribunal Constitucional).

Luego, adelantó la edad de jubilación de los jueces del Poder Judicial, con lo que jubiló a jueces contrarios y nombró a nuevos afines. Sustituyó a la Corte Suprema por otro tribunal cuyos nombramientos controla. El Fiscal Nacional pasó a ser nombrado por la Cámara. Se eliminó la independencia del Banco Central, que obedece ahora la política económica del gobierno. Se redefinieron los distritos electorales y quitó independencia al Servicio Electoral. Se alteró la legislación sobre libertad de expresión.

Pese a todo ello, la oposición política es tolerada, se mantiene visible, tiene medios comunicación y está políticamente activa. Participa a través de sus partidos en elecciones como las del domingo y muchos analistas predecían que, esta vez, sí podía vencer. ¿Cómo podría ganar una elección hoy en la Unión Europea, un amigo de Putin? Sin embargo, de nuevo, la oposición no llegó al poder. Un prolijo diseño institucional, unido al carisma de un líder, lo hacen virtualmente imposible. La oposición existe para ser minoría.

Todo esto lo ha hecho Orbán ejerciendo, con magistral habilidad política y legal, el poder de la mayoría. Sus  modificaciones son de una jesuítica sofisticación legal, pues deben sortear las reglas de la Unión Europea. “Orbán llevó a cabo una revolución autocrática con exquisita precisión legal (Schepple, 2018)».  Todas las reformas tienen un objetivo central: concentrar las decisiones en una Cámara legislativa. Los contrapesos institucionales —Tribunal Constitucional, segunda Cámara revisora de los proyectos de ley, instituciones independientes— son vistos como meras trabas de la voluntad popular. Debían desaparecer, y desaparecieron. Así se aceleró el proceso de aprobación de los proyectos de ley. Si el 2010 el Parlamento se tomaba, en promedio, dos horas y doce minutos para discutir un proyecto de ley, el 2014, tras las reformas de Orbán, ese tiempo se redujo a una hora y quince minutos, bajó casi un 50 por ciento (Lendvai, 2018). ¿Cómo no va a ser democrático que leyes y nombramientos dependan de la asamblea legislativa que eligen los votantes y se adopten sin dilación?

El problema es que es imposible que una asamblea humana tome las decisiones legislativas de un país y carezca de líderes. Salvo que se caiga en la anarquía, a la que pone fin, corrientemente, un gobernante dictatorial. Es lo que ya enseñaba Platón. Las asambleas de estudiantes universitarias acuerdan peticiones. Pero no gobiernan países. El punto es que la mayoría de esa asamblea legislativa única, o casi única, tendrá un líder político. En suma, lo que en Hungría decide la mayoría parlamentaria, lo decide su líder: Orbán. Un poder sin contrapesos de la Cámara de Diputados es, en los hechos, un poder sin contrapesos para el gobernante: Orbán. No hay dilaciones si se trata de la agencia política del pueblo, es decir, de su líder.

Lo que hay hoy en Hungría es lo que Max Weber llamó una “democracia plebiscitaria”. No hay contrapesos institucionales efectivos. Gobierna un líder carismático. “Las decisiones nunca las toman los principios ni las instituciones. Las toman los hombres”, ha dicho. Su estilo es confrontacional, deliberadamente polarizante. Su discurso es antiélite —Fidesz es “un partido plebeyo”, dice— y populista, pero no ha desequilibrado las finanzas al estilo del peronismo de los Kirchner. Construye el nosotros desde la identificación del enemigo, como se sigue de la concepción política de Carl Schmitt, católico, nazi y principal asesor jurídico del gobierno de Hitler. Son frecuentes las consultas populares a través de las cuales valida sus proyectos de ley. Uno de los últimos casos, es un proyecto que prohíbe que en las escuelas se aluda al homosexualismo en las clases de educación sexual. La comunidad LGTBQ, con el apoyo de la Unión Europea, ha hecho cuanto ha podido por oponerse. El hombre se ha impuesto.

Orbán es un autócrata que ha llevado a cabo, según sus palabras, “una revolución en las urnas”. Gobierna con guante de terciopelo y puño de acero.

¿Y qué tiene que ver toda historia húngara con Chile? Lo que único que hay en común entre el caso de Orbán, que llegará a gobernar Hungría por dieciséis años seguidos, y la propuesta de régimen político de la Comisión de Sistema Político, es la concentración del poder en la primera Cámara, el Congreso de Diputadas y Diputados. Esta es una falla estructural de la propuesta que, sugiero, debe ser corregida. Un Orbán chileno, un líder carismático de derecha o izquierda, con mayoría entre los diputados, no tendría contrapeso. Podría modificar todas las leyes y todas las instituciones regidas por ellas. ¿Tanto poder en las mismas manos?

El guión de Orbán ha sido el mismo de Putin en Rusia, Chávez en Venezuela,  Erdogán en Turquía y Bengele en El Salvador: consiste en tomar las llaves que entregan las elecciones populares, abrir con ellas las puertas del poder y, luego, cerrar la puerta a los demás por dentro. Kaczyński, en Polonia, sigue un camino muy parecido. Pero mantienen las formas legal-democráticas, es decir, las periódicas elecciones que parecen ser abiertas y competitivas, y en las que los partidos de oposición sí podrían ganar, esta vez, y nunca ganan.

Esta concentración de poder en la misma cámara, si no se cambia, me temo que llegue a ser una de las principales razones que esgriman los partidarios del “Rechazo” en el plebiscito de salida. En momentos en que tres encuestas distintas están dando como claro ganador al “Rechazo”, yo quisiera que, con buenas razones, ganara el “Apruebo”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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