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El Gólem y la violencia sin control Opinión

El Gólem y la violencia sin control

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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La falta de reconocimiento de responsabilidad es un tema en la política contemporánea, en ocasiones incluso facilitando la violencia política, que es lo intenta determinar por estos días el Comité de la Cámara de Representantes de Estados Unidos en sus audiencias a propósito del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. Pero no es un caso aislado ni es exclusivo del poder formal.


La centralidad  actual de sentimiento retratada en conceptos actuales como “sentipensar” (Fals Borda, 1984), que no divorcia emoción de razón para una experiencia vital integra, evoca distintas trayectorias culturales desde el movimiento cultural del romanticismo durante los siglos XVIII y XIX o el expresionismo alemán de inicios de la centuria pasada con su carga de intuición propia de cada autoría. Películas como “El Gabinete del Doctor Caligari” (Robert Wiene, 1920) o “Metrópolis” (Fritz Lang, 1927) dejaron testimonio de aquella vanguardia artística en la historia del séptimo arte. A dicha corriente corresponde “El Gólem” (1920), del cineasta y actor alemán  Paul Wegener y Carl Boese.

El metraje nos transporta a un universo pletórico de escenarios extravagantes, aunque dominados por dos factores: la magia y el pasado, para narrar la historia de un coloso de arcilla, obra del rabino Löw de Praga, con el propósito de evitar la persecución de su pueblo por parte de la autoridad política del Sacro Imperio Romano Germánico. El rabino Löw -asistido por su conocimiento esotérico- da vida a una creatura, escribiendo papeles con órdenes de ejecutar a ciertas personas que introducía en la boca del Gólem para cumplir fatídicamente sus órdenes.

El origen de la historia es un conjunto de relatos míticos del folclore medieval judío (siglos XI-siglos XVI) acerca de un ser animado a partir de materia inerte y mediante un conjuro basado en fuentes talmúdicas accesibles a los iniciados. Aunque originalmente el lugar de estas historias se situaba en Polonia, con el mayor número de judíos en Europa, la gente del siglo XIX las localizó en la Praga de la Primera Modernidad. En la narración pesaba la acusación que incriminaba a la comunidad judía de perpetrar la desaparición de un niño cristiano para utilizar su sangre en la celebración de los ritos pascuales. El emperador Rodolfo II en diversas versiones desterraba, y en otras condenaba a muerte, a los judíos. El Rabino Löw ordenó a su Gólem encontrar al niño, lo que hizo salvando a los judíos. Pero la historia lejos de terminar bien prosiguió con una creatura en perpetuo crecimiento con accesos de ira y fuera de control, hasta llegar a matar cristianos, por lo que el rabino finalmente le quita la vida.

Desde luego, la judía como toda cultura propone su sistema de valores, con sus correspondientes antivalores: en el mundo griego la Hibris –o desmesura redundante en arrogancia-, en el cristianismo la cuestión de la desobediencia ínsita en la caída adámica, y en el mundo judío la historia de la pareja primigenia subraya la irresponsabilidad –nadie reconoce su parte en el pecado- que es actualizada en la leyenda del Golem, una creatura desprovista de voluntad, que responde básicamente a los mandatos de su creador, pero que pierde el control de su creación al punto que se vuelve contra su artífice.

La falta de reconocimiento de responsabilidad es un tema en la política contemporánea, en ocasiones incluso facilitando la violencia política, que es lo intenta determinar por estos días el Comité de la Cámara de Representantes de Estados Unidos en sus audiencias a propósito del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. Pero no es un caso aislado ni es exclusivo del poder formal.

El etnonacionalismo, basado en el sentimiento de lealtad primaria a la identidad étnica  (Connor, 1994), con distintas experiencias a su haber –desde la exigencia pacífica a una singularidad diferenciada en el marco de un Estado hasta manifestaciones de violenta reivindicación separatista-, también puede tener la tentación del descontrol, en donde incluso el reconocimiento de atentados se desvanezca, o se agreda indiscriminadamente a la sociedad. Fue el caso de la ETA, una organización terrorista que en sus inicios acometió ataques contra agentes del Estado durante la dictadura franquista –cuya cumbre fue probablemente la Operación Ogro de diciembre de 1973 que ejecutó al Jefe del Gobierno, almirante Carrero Blanco-, y que con el tiempo trasladó progresivamente sus objetivos a blancos civiles, llegando a colocar una bomba en un supermercado Hipercor de Barcelona en junio de 1987 –con una democracia restaurada y nueva institucionalidad- que dejó 21 muertos y 45 heridos.

En Chile, a otra escala, asistimos a un intenso debate sobre la violencia reavivado desde octubre de 2019 y que en forma más que episódica vuelve a menudo a primera plana de los medios, ya sea por los índices de delincuencia, ataques con móviles políticos o la represión estatal. Las acusaciones de “criminalización de la protesta” son respondidas a menudo desde el registro de la “naturalización de la violencia social”. Sobre esto hay que ser muy claro sobre la suprema obligación del Estado respecto a la estricta observación y cuidado de los derechos humanos –que también son límites al ejercicio del poder sobre una sociedad- y producto de lo cual se ha desarrollado una legislación internacional y nacional, además de instituciones que velan por su cumplimiento. Pero lo anterior no equivale a la extinción de toda responsabilidad individual y colectiva –cuando se trata de organizaciones- en hechos de violencia sobre personas, aun cuando tengan objetivos políticos.

La Leyenda del Gólem entonces es contingente porque habla de cuando el legítimo anhelo de superar discriminaciones y persecuciones históricas por parte de víctimas, actuales y/o transgeneracionales, se desliza a posiciones que, lejos de buscar una justa reparación, apuntan a la revancha o el desquite. Un caso a este respecto la ofrecieron los serbios de Croacia y Bosnia, que según Tzvetan Todorov en “los abusos de la memoria” (2000), “recuerdan de muy buen grado las injusticias de las que fueron víctimas sus antepasados, porque ese recuerdo les permite olvidar -eso esperan- las agresiones por las que se convierten ahora en culpables”. Así, los sufrimientos padecidos por Serbia durante la anexión otomana (1459-1817), y más tarde la ocupación nazi-fascista (1941-1945), se convirtieron en justificativos a fines del siglo pasado y comienzos del actual para la acción de Karadžić y Mladić contra los bosnio musulmanes.

Ante lo cual no hay que perder de vista la frase que el poeta vasco Miguel de Unamuno dirigiera a las autoridades y audiencia franquistas el 12 de octubre de 1936 en el salón de honor de la Universidad de Salamanca: “Vencer no es convencer”, porque la política se trata precisamente de eso: persuadir.

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